sábado, 21 de diciembre de 2013

UN ESPAÑOL CON NOMBRE RUSO




Antes de iniciar este artículo, es necesario dejar claro que no es motivo de orgullo para nadie el haber sido el creador, el inventor o el iniciador, de una práctica que de por sí debería abochornar a todo aquel que la pone en uso.
Y expliquemos ahora de qué va este artículo.
Cada día y en los últimos tiempos parece que con más afán, vemos imágenes en la televisión o en Internet que nos dejan sobrecogidos. Estas imágenes se refieren a manifestaciones en las que ambos bandos se emplean con una contundencia y crueldad digna de sonrojar a la raza humana.
Y así como hace años este tipo de algaradas parecían estar reservadas a los países con ciertas libertades democráticas, en la actualidad, no hay régimen político que se libre de ellas y hasta los más radicales las están sufriendo.
Las escenas suelen ser de tremendo dramatismo cuando observamos la ira con la que las dos partes se enfrentan a su particular lucha y desde las barricadas a la quema de neumáticos o el lanzamiento de piedras u otros objetos contundentes, los manifestantes emplean sus armas contra los botes de humo y los gases lacrimógenos.
Seguro que muchos de los lectores habrán experimentado el terror que produce el verse inmerso en una de estas batallas campales. Yo he presenciado, por mi profesión, muchas de ellas y muy concretamente en la zona de los astilleros de la Bahía de Cádiz, me ha tocado participar muy directamente.
Pero han sido enfrentamientos un tanto edulcorados en los que los manifestantes eran mantenidos a raya, permitiéndoseles desfogarse, pero sin pasar un límite.
“Vamos a cargarnos de razones”, era la consigna que yo, como jefe del dispositivo, recibía de quien podía determinar el cariz que debían tomar los acontecimientos y se permitía arrancar farolas, destrozar el mobiliario urbano, estropear el asfalto de las carreteras con las quemas de neumáticos… y también se les permitía que nos arrojasen rodamientos de acero y discos de hierro afilados, que con poca fuerza llegaban hasta el contingente policial.
Cuando los manifestantes se iban creciendo y sobrepasaban el límite, una pequeña carga los hacía correr como “nenazas” para refugiarse en su sacrosanta factoría en donde se encontraban a salvo. De allí, a la ducha, cambio de ropa, guarda de tirachinas y hondas y a coger el coche y para casita que es la hora de comer.
Además, esa era y es la tónica general de los enfrentamientos violentos entre manifestantes y la policía, pero en muchas de las escenas que vemos las cosas no son así. En algunas algaradas, sobre todo en países con regímenes no democráticos, las cosas van desde el fuego real, empleo de tanquetas y acciones cuerpo a cuerpo de extremada virulencia, hasta el uso de artilugios incendiarios: los famosos Cócteles Molotov.
Un cóctel molotov no es mas que una botella con gasolina, con alcohol u otro líquido inflamable, mezclado con aceite de motor, para retardar la combustión y ayudar a expandir las llamas y taponada con un trozo de tela que se deja impregnar en el líquido. Se prende fuego al trapo, arrojándola a continuación con suficiente fuerza para que el cristal rompa y al desparramarse el líquido entre en contacto con el fuego y se inflame.
Este artilugio es de una efectividad increíble y de una capacidad de hacer daño aún mayor.
Se tiene por cierto que la primera vez que se usaron estos artefactos incendiarios fue en la llamada Guerra de Invierno, cuando en 1939 Rusia invadió Finlandia con intención de anexionársela. Lejos de conseguirlo, Rusia quedó en evidencia ante las Naciones Unidas, de donde fue expulsada y convenció a Hitler que su Operación Barbarroja, ideada para invadir Rusia, era posible, dada la escasa calidad del Ejército Rojo.

Tropas finlandesas lanzando los famosos cócteles

Pero lo cierto es que estas armas incendiarias ya se habían usado, en la Guerra Civil Española.
El origen de su nombre se encuentra en la persona del Comisario soviético para asuntos exteriores, Mólotov, (El martillo) el cual, durante la invasión de Finlandia decía que los aviones rusos no estaban bombardeando territorio finés, sino que se limitaban a arrojarles comida.
Los finlandeses, con un sentido del humor poco propio de países nórdicos, respondieron a Molotov que si los rusos ponían la comida, ellos pondrían los cócteles y como quiera que usaban este tipo de bomba incendiaria, éstas recibieron el nombre popular de “cócteles molotov”.

Manifestante lanzando un cóctel molotov

Aquellas bombas incendiarias no eran apropiadas para los ejércitos y por eso dejaron de utilizarse casi de inmediato, sin embargo si resultaban muy apropiadas para las guerrillas y sobre todo, para las algaradas y manifestaciones, donde, desde entonces, se han venido usando con prodigalidad.
Pero la primera utilización de este artilugio incendiario no fue en la Guerra Española ni en la de Invierno, fue mucho antes, más de un siglo antes y también es España.
La primera constatación escrita que se tiene de la utilización de envases de vidrio cargados con  material inflamable se refiere a un incidente ocurrido el 10 de  julio de 1831 en Calahonda, villa marinera que pertenece al municipio de Motril.
En aquella época el Mediterráneo estaba infestado de contrabandistas que por mar movían mercancías de un lado para otro y no solamente de países extranjeros como podría ser del norte de África, Italia o el mismo Gibraltar, sino también de algunas otras localidades de la propia España. Es necesario recordar que en aquella época y hasta hace relativamente poco, funcionaba un sistema de tributo que recibía el nombre de Fielato y que en una caseta colocada en los caminos de acceso a las ciudades, unos guardias del cuerpo de carabineros, conocidos como “consumistas” se encargaban de cobrar los aranceles por la entrada de mercaderías, casi siempre productos de consumo de boca.
Para evitar el pago de los tributos, los contrabandistas movían por mar las mercancías, alijando por la noche en las playas cercanas a las ciudades. Aquel día, una falúa de los carabineros de Motril, llamada San Josef, avistó una embarcación contrabandista a la que dio el alto.
Al ponerse a su altura para averiguar el destino y procedencia de la embarcación, recibió por respuesta dos carronadas, iniciándose un combate de fusilería entre ambas embarcaciones, en el curso del cual, el patrón del San Josef, arrojó “varios frascos de fuego” al barco contrabandista, de manera que la tripulación tuvo que arrojarse al mar, de donde fueron rescatados por el San Josef.
Afortunadamente las carronadas que son unas piezas de artillería de boca muy ancha y ánima corta, tardan bastante en cargarse, por lo que el barco contrabandista no pudo disparar nada más que las dos piezas que ya llevaba preparadas, no dándole tiempo a una segunda andanada.
Del mar fueron rescatados dieciocho hombres, algunos quemados y otros heridos de bala. Otros ocho fueron encontrados en el interior de la embarcación, donde se decomisó el género de contrabando que transportaba.
Lamentablemente entre la tripulación del falucho también hubo heridos, el de mayor consideración el teniente de carabineros, comandante del falucho Manuel José Domínguez, así como el contramaestre y dos marineros del barco.
Es una lástima que la nota oficial de la que se ha sacado esta información no fuera más explícita y describiera mejor lo que designa como frascos de fuego, que indudablemente se refiere a lo que hoy conocemos como cóctel incendiario molotov y no diga qué sustancia inflamable contenía, pues en aquella época no podía ser gasolina, que es la más usada actualmente, pero que podría ser alcohol, pez u otra sustancia similar.
No es ningún honor, ya lo decía al principio del artículo, haber sido el primero en usar tan detestable arma incendiaria, pero al César lo que es del César y si siempre hemos estado sumidos en el error de creer que ese invento era ruso y como además, esa procedencia venía muy bien a los fines que durante la llamada Guerra Fría la URSS se proponía, llegamos a ver cómo el invento se engrandecía en manos de los izquierdistas radicales que financiado por el partido surgían por todas partes.

Pero no había sido así, molotov no era el nombre que le correspondía a tan flamígero artefacto y a falta de otros apellidos españoles que ilustren las listas de sabios que en el mundo ha habido, Domínguez sería el nombre adecuado para el tan repetido cóctel. Claro que “cóctel Domínguez” nunca va a tener la sonoridad ni las connotaciones revolucionarias que tiene Molotov.

sábado, 14 de diciembre de 2013

SU NOMBRE EN LA LUNA


Que le pongan tu nombre a una calle de tu ciudad es algo que debe llenar de satisfacción a la familia, porque casi siempre que ocurre una cosa así, el homenajeado ya no está con nosotros, pero que escriban tu nombre en el mapa de la Luna debe ser como para volverse loco.
Lástima que, de sucedernos algo tan afortunado, no podamos verlo porque las glorias se reconocen a título póstumo. Pero no deja de ser una gloria.
En el caso de esta persona, cuyo nombre figura en el mapa de la Luna, la satisfacción hubiera sido aún mayor ya que por su fe, pertenecía a los de la Media Luna.
Es decir, que era un árabe, un musulmán andalusí, cuya proyección en la astronomía fue tal que se acordaron de él para nombrar un cráter de la superficie lunar.
Su nombre era un largísimo y a ratos impronunciable nombre árabe, pero por todos fue conocido como Azarquiel o Al-Zarqali, su último apellido, o más bien el mote que su familia arrastraba y por el que era llamado, debido a sus ojos azules claros, también conocidos como “zarcos”.
Nació Azarquiel en una aldea de las inmediaciones de Toledo alrededor del año 1025, en el seno de una familia visigoda de tradición cristiana que por habitar en tierra de moros, se convirtió al Islam como medio de poder vivir sin demasiados problemas, aunque es cierto que en Toledo la convivencia de las dos religiones fue ejemplar, pero más cómoda sin duda para los mahometanos, en aquella época en que Toledo formaba una de las taifas que reinaban en Al-Ándalus.
Empezó a trabajar como orfebre, destacando desde muy temprana edad por la destreza con la que manejaba los metales, lo que hizo que muchos de los científicos afincados en Toledo, en aquel momento la capital cultural del mundo, le encargaran instrumentos de precisión para sus quehaceres.
Había en Toledo una cantera importantísima de astrónomos tanto árabes como hebreos y cristianos, los cuales empezaron a encargarle la fabricación de astrolabios.
El astrolabio es uno de los más antiguos instrumentos de astronomía, pero a la vez de los más avanzados a su tiempo.

Astrolabio

No se conoce ni quién, ni dónde se inventó, pero hay referencias a su uso desde los primeros siglos de nuestra era y ya fue descrito por Ptolomeo en el siglo II y la famosa astrónoma y matemática Hypatia de Alejandría, del siglo IV, trabajo junto a su padre para mejorar el astrolabio.
Su uso, muy extendido entre las civilizaciones orientales, era desconocido en la vieja Europa a donde llegó de la mano de los árabes y procedente de Persia y fue el reino de Al-Ándalus el que lo dio a conocer al resto del continente.
Este instrumento permite determinar la posición de las estrellas en el cielo y fue muy eficaz para los navegantes, con el que podían situarse y orientarse, calcular la hora y la latitud.
Hasta la invención del sextante en el siglo XVIII , fue el instrumento más usado en la navegación. Pero el astrolabio tenía un problema básico y es que había que construir uno específico para cada situación en latitud pues las observaciones que se hacían con él, partían de esa referencia.
Con un astrolabio se podía saber la hora exacta de aquel lugar a la vez que también servía para calcular la altura de un monte o de una torre.
El contacto de Azarquiel con aquel núcleo de científicos y la despierta inteligencia del joven, le llevó a aprender astronomía aunque de una forma totalmente autodidacta, lo cual limitaba la rapidez en adquirir los conocimientos, pero con las ventajas de que al ser producto de su propia investigación, sus conocimientos llegaban a superar los de su época y, sobre todo, que al no estar impregnados de las influencias que las creencias religiosas ejercían sobre determinados puntos, fue un conocimiento mucho más real de toda la materia.
Pronto comprendió Azarquiel las limitaciones del astrolabio y para remediarlo inventó, o mejor dicho, perfeccionó el instrumento dándole otras posibilidades más amplias. En principio construyó dos variedades del mismo instrumento, una que dedicó al rey taifa de Toledo, Al-Mamun, conocida como “mamuniyya” y otra que dedicó al rey de Sevilla, Al-Mutamid ben Abbad, conocida como “abbadiyya”.

Las dos caras de la azafea, en donde se denota su mayor complicación

Con este nuevo instrumento se podía, en primer lugar, calcular la latitud del punto en que se observaba, la hora solar con mucha exactitud, las “casas astrológicas”, fundamentales para la astrología, muy de moda en la época y base del horóscopo, las coordenadas de los astros y el llamado arco diurno que es el que recorre el Sol desde que sale hasta que se pone, fundamental para calcular las horas de luz que tenía un día.
Sobre este instrumento que en nuestra civilización se conoce como “azafea” o “al-safiha”, existe abundante literatura que explicaba su manejo y posibilidades; el propio Azarquiel escribió un tomo titulado Tratado de la azafea que fue traducido al latín siglos después en la famosa Escuela de traductores de Toledo y en la Biblioteca de El Escorial, el manuscrito 962 trata de la azafea, instrumento que describe en cien capítulos. Asimismo, en el manuscrito 156 de la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid también se describe el instrumento a la perfección.
Fue tanta la importancia que el astrolabio conocido como azafea tuvo que su invención está considerada como la más importante de cuantas abrieron la era de la exploraciones oceánicas.
Sin la azafea, que Colón conocía perfectamente, no habría podido descubrir América, ni Magallanes y Elcano le hubieran dado la vuelta al mundo.
Consciente de que su invento o ampliación del astrolabio había resultado un instrumento esencial para la navegación, no había sido esa la razón por la que el sabio lo había construido, pues la finalidad que perseguía era otra mucho más concreta como la efectuar mediciones, trazar órbitas, movimiento de la Tierra, catalogar estrellas y una nueva utilidad que pronto descubrió: la confección del primer almanaque.
Con la azafea pudo determinar el momento exacto en que comenzaban los meses, las posiciones que adoptarían los cuerpos celestes y en consecuencia, predecir los eclipses, así como algo con lo que actualmente se especula y es que pudiera predecir la aparición de cometas antes de que estos fueran visibles.
Este detalle no está comprobado pero de ser así, habría aventajado en muchos siglos a Halley, el descubridor del cometa que lleva su nombre y que demostró que ese cometa era el mismo que había sido visto setenta y siete años antes y que se volvería a ver aproximadamente setenta y siete años después.
El sabio Azarquiel realizó muchos más descubrimientos en el campo de la astronomía, como ser el primero en determinar con precisión cual era el punto de máxima distancia entre el Sol y La Tierra.
Es indudable que nos hallamos ante un  personaje de una gran talla intelectual, viviendo en una época en donde la intelectualidad se premiaba y donde los poderes públicos cobijaban la producción científica.
Pero en el año 1085, Castilla reconquistó la ciudad de Toledo y la gran mayoría de sabios que allí se habían concentrado tuvieron que huir a tierras de Al-Ándalus, entre ellas Azarquiel que se refugió en Sevilla, donde al parecer murió unos años más tarde.
Su obra fue puesta en valor por la Escuela de Traductores que Alfonso X, el Sabio, creó en Toledo, al rescoldo de las enormes hogueras de intelectualidad que en la ciudad hubo y que de alguna manera aún seguían vivas. Pero hasta que se produce la invención de la imprenta, la producción científica y cultural de la Escuela, aunque prolija, no llega al gran público, limitándose a círculos muy exclusivos.
Esa circunstancia y el que algunas obras del insigne astrónomo se perdieron, otras se desvirtuaron con sucesivas traducciones y que, sobre todo, posteriores descubrimientos como el sextante, condenaron al olvido la azafea, de Azarquiel se dejó de hablar y sólo en restringidos círculos científicos se le recuerda.
Pero no es tan frágil la memoria humana en todos los órdenes, porque nueve siglos después de su muerte, la Unión Astronómica Internacional, dio su nombre a uno de los cráteres de la Luna, justo al lado de los dedicados a Ptolomeo y a Alfonso X.
Hoy se puede decir, sin ningún temor a equivocación que Azarquiel es considerado como uno de los más importantes astrónomos hispano-andalusíes y base de la investigación astronómica hasta Copérnico, Kepler y Brahe.
En España el único recordatorio de este insigne personaje ha sido la publicación de un sello de correos del año 1986.


Sello con la cara y la azafea de Azarquiel

viernes, 6 de diciembre de 2013

LA ISLA EFÍMERA





La estupidez humana suele tener escasos límites. Con medio mundo por descubrir y explorar, las naciones pueden llegar a darse de bofetadas por adquirir la propiedad de un trozo de tierra que, de pronto, la erupción de un volcán, pone en la superficie del mar.
Afortunadamente la propia naturaleza que la creó se encargó de hacerla desaparecer, evitando que tres naciones importantes en el concierto europeo de la época, se enzarzaran en un conflicto de dudosos resultados.
Los hechos ocurrieron hace ya casi dos siglos, pero ni siquiera transportándonos a aquella época puede encontrarse justificación a tamaña insensatez.
La naturaleza es, como sabemos, omnipotente y caprichosa, por eso no deja de sorprendernos con sus demostraciones de poder como albergando volcanes activos en el fondo del mar y haciéndoles erupcionar, para sorpresa de todos y terror de muchos.
Una cosa así ocurre en el fondo del mar Mediterráneo, a unos cuatrocientos metros de profundidad y al sur de la isla de Sicilia.
Allí se encuentra un volcán que toma el nombre de un filósofo, sabio y político griego llamado Empédocles. Cuenta la tradición que Empédocles, queriendo ascender a los cielos resurgiendo de sus cenizas y como si de una ave fénix se tratara, subió a la cima del volcán Etna y se arrojó a su cráter. Nadie presenció aquel suicidio, pero en la cima de volcán apareció una zapatilla de bronce que usaba el filósofo, lo que dio pie a relacionarlo con la idea que le iba desde tiempo atrás rondando por la cabeza.
Por esa razón, a aquel volcán submarino, al sur de la isla en la que se encuentra el volcán Etna, se lo bautizó con el nombre del sabio.
Por constatación historiográfica se sabe que durante las Guerras Púnicas, mucha parte de la cual se desarrolló en Sicilia, el volcán submarino entró en erupción, haciendo salir de la superficie del mar una parte de la lava, consolidada como una isla a la que nadie prestó atención y que al cabo del tiempo había desaparecido.
No se volvió a tener noticias de aquel  volcán hasta muchos años después, en 1831, cuando el Empédocles comenzó una nueva erupción y esta vez la lava solidificada formó un islote de considerables proporciones, pues llegó a adquirir los cuatro kilómetros de longitud, con una altura de unos cincuenta metros sobre el nivel del mar. En el interior se formaron dos pequeños lagos con agua que quedó apresada en el crecimiento de la lava.
Aún estaba caliente la lava cuando de la isla de Malta, entonces colonia británica, zarpó el dos de agosto un bergantín al mando del capitán Humphrey Senhouse, que se dirigió a la isla a todo trapo con las órdenes de plantar bandera y tomar posesión de la isla en nombre de la corona británica. Senhouse arribó a la isla a la que bautizó con el nombre Graham Island.
Pero quince días más tarde, otro barco, esta vez perteneciente a la armada del reino de las Dos Sicilias, bajo la soberanía de la casa de Borbón española, arribaba a la isla, quitaba la bandera británica y plantaba la suya, a la vez que tomaba posesión de aquel islote al que bautizaba como Isla Ferdinandea, en honor al rey Fernando II que en aquel momento ocupaba el trono.
Pero no terminó la cosa ahí, porque el veintinueve de septiembre del mismo año llegaba al islote una misión científica francesa que también plantó su bandera, tomando posesión y bautizando a la isla como Ilê Julia.

Mapa de situación del islote

Inmediatamente las cancillerías de los tres países empezaron a realizar su labor frente a terceros que pudieran respaldar la titularidad del islote, que si bien era una tierra completamente árida y aún caliente, tenía un gran valor estratégico para en un futuro servir de puente entre Italia y el norte de África, a la vez que era llave del Mediterráneo.
Cierto que Gran Bretaña tenía la colonia de Malta a no demasiadas millas, pero no estaba en el canal de paso de la navegación y Francia no tenía ninguna posición que le diera presencia en esa zona del Mediterráneo, porque la isla de Córcega queda muy al norte y alejada del paso hacia oriente.
Italia era quizás quien menos interés tenía, pues además de Sicilia, poseía la isla de Pantellería, al suroeste de aquella que también actuaba de llave del Mare Nostrum, pero es fácil comprender que una posesión extranjera tan cerca de sus costas era, cuando menos, incómoda.
Las cosas no estaban claras, pues por primacía debía corresponder a quien primero tomara posesión, aunque el sentido común indica que el factor territorialidad debiera fijar la posesión italiana de aquel inhabitable islote.
Francia, además de haber sido la última en tomar posesión, pasaba por un momento en que figuraba poco en el concierto de naciones, después de las aventuras vividas con la revolución y el imperio, así que la pugna quedaba entre Italia y Reino Unido.
Por fortuna y antes de que se alzaran las espadas, como único medio de solucionar el conflicto, la isla desapareció el diecisiete de diciembre de aquel año, casi con la misma rapidez con la que se había formado.
Es posible que la erosión marina, unida a la falta de estabilidad de los volcados de lava erupcionados por el Empédocles, hicieran derribarse el cono que sobre el volcán se había creado y el mar se tragó la isla seis meses después de su aparición.
En la actualidad, la cumbre del Empédocles está a unos cinco metros de la superficie, lo que lo convierte en un importante escollo para la navegación, aunque por fortuna está perfectamente señalada la zona de bajíos en todas las cartas náuticas.
La profundidad a la que se encuentra la cima del volcán ha venido cambiando a lo largo del tiempo y desde que se hacen mediciones y así, después de su última erupción en 1863, ha variado desde los veinticinco metros en 1925, pasó a ocho metros en 1999 y después de lo que se apreció como un aumento de la actividad sísmica de la zona, se constató en 2002 que la profundidad estaba en los cinco metros.

Sección del volcán en profundidad

Por la singularidad que la aparición de aquel islote supuso en su tiempo, muchos personajes celebres se acercaron a visitarlo como Walter Scott o Fenimore Cooper (autor de El último mohicano) e inspiró obras de Alejandro Dumas y Julio Verne.
La última anécdota protagonizada por este volcán submarino fue en 1986, en el curso de la operación montada por Estados Unidos para acabar con el líder libio Muamar el Gadafi. En ese momento un avión norteamericano bombardeó la sombra oscura y alargada que observaba bajo la superficie del mar al confundirla con un submarino libio.

Afortunadamente el hecho no tuvo ninguna consecuencia.

sábado, 30 de noviembre de 2013

PERÚ NO ERA EL PERÚ




El título de este artículo puede parecer enrevesado, quizás un juego de palabras, pero a lo largo de la exposición trataré de desentrañar el escaso misterio que pueda encerrar porque lo que conocemos como Perú, deformación del término Birú o Pirú no se refería, ni mucho menos, a los territorios que formaron el virreinato de Nueva Castilla, el antiguo imperio de los incas, conquistado por Pizarro, Almagro y Hernando de Luque.
La historia se remonta a la segunda década del siglo XVI, años antes de que estos conquistadores se lanzaran a la aventura del descubrimiento y conquista del reino de los incas. En aquel momento en el que apenas estaban consolidándose las posiciones en la llamada Tierra Firme, el rey Fernando el Católico, nombró a Pedro Arias Dávila, gobernador de Castilla de Oro, región que comprendía Nicaragua, Panamá y la parte norte de la actual Colombia.
El nuevo gobernador, conocido en la historia como Pedrarias Dávila, (recuérdese mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/viajando-con-su-ataud.html), llegó en el año 1514 con sus hombres a la región central del nuevo continente, con la misión de establecerse y colonizarlo.
Entre sus tropa figuraba un vasco llamado Pascual de Andagoya, un joven intrépido de poco menos de veinte años que destacaba por su entusiasmo y formación, lo que hizo que pronto prosperara entre las huestes y recibiera el encargo de fundar una ciudad al otro lado del istmo y así, en 1519 fundó la ciudad de Panamá, con cuatrocientos colonos que marchaban con la expedición.


Pascual de Andagoya

Pero Andagoya no se contentaba solamente con fundar ciudades y gobernarlas, su espíritu aventurero le hizo ponerse en marcha con un reducido contingente en dirección al sur, recorriendo el litoral colombiano del Pacífico.
Hacia 1522 se le nombró Visitador Indio de Castilla de Oro y con ese cargo y un grupo mejor formado de hombres de armas, empezó a explorar las tierras y litorales de Colombia. A sus expensas construyó unas naves y con ellas se hizo a la mar.
Recorriendo la costa del Pacífico encontraron un río navegable, cuyo cauce siguieron hasta encontrar una fuerte resistencia por parte de los indios, a los que tuvieron que enfrentarse y derrotarlos.
Para congraciarse con sus vencedores, el cacique se ofreció a ayudarles a explorar una vasta región conocida en la lengua indígena como “Chocó”  y que es buena parte del norte de la actual Colombia. Decía el cacique que unas tribus conocidas por ellos como de los territorios del Birú, situados más al sur, los acosaban llegándose por mar en canoas y causando muchos estragos entre su población.
Andagoya aceptó el ofrecimiento pero sus fuerzas eran escasas para continuar en campaña, por lo que una de sus naves volvió a Panamá para pedir refuerzos, mientras él y sus hombres se reponían en aquella tribu.
Con la llegada de los refuerzos, meses después y acompañados por una partida de exploradores indios, continuaron su viaje por el litoral, hasta llegar a un nuevo río que bautizaron con el nombre de San Juan, uno de los más importantes ríos de la región, que desemboca formando un delta turbulento en cuyas aguas zozobró la embarcación que Andagoya llevaba, quedando herido.
Aun así, remontaron el río hasta encontrar una fortaleza desde la que le hicieron frente. Con la inestimable ayuda de la fusilería, los indios se rindieron, consiguiendo pacificarlos, pero herido como se encontraba hubo de ordenar el regreso.
Fue allí, entre aquellos indígenas del río San Juan, donde tuvo por primera vez noticias de un poderoso imperio situado mucho más al sur y que era conocido por Tahuantinsuyo, país de muchas riquezas y con una civilización aparentemente más avanzadaa en donde el oro y la plata, los codiciados metales que movieron la maquinaria del descubrimiento y la colonización, abundaban por demás.
A su vuelta a Panamá, Andagoya dio a conocer sus descubrimientos y habló de aquellas tierras sureñas, del Birú, las tierras por él descubiertas y del imperio del sur, en donde el oro y la plata abundaban.
Aquel conocimiento hizo que en 1524 Pizarro, alcalde de la ciudad de Panamá, emprendiera la aventura de la conquista del imperio inca, a cuyas tierras puso el nombre de Pirú, según había oído a Andagoya referirse a aquellos territorios con ese nombre, pero, evidentemente debía de haber un error, porque los indios del Chocó no podían haber entrado en contacto con los incas del Cuzco o la Ciudad de los Reyes, dada la enorme distancia existente y la escasez de medios, por lo que es mucho más posible que se refirieran a unos territorios limítrofes con los suyos y no los incaicos.
De todas formas el nombre de Pirú, primero y Perú, más tarde, se acuñó para aquellos inmensos territorios conquistados a los incas y base de la expansión española en el sur del Nuevo Continente.
Pascual de Andagoya, además de aventurero y marino, tenía aficiones literarias y escribió los hechos de Pedrarias Dávila entre otras muchas cosas y a su llegada a Panamá, después de aquella aventura fallida, escribió unas memorias acerca de aquel viaje, documento que permanecía ignorado hasta que el prestigioso historiador peruano Miguel Maticorena lo rescató del olvido. Ese documento está fechado en 23 de julio de 1523 y Andagoya describe cómo ha descubierto las tierras colombianas a las que se refiere como “provincia del Perú”, que el año anterior había visitado.
Esta es la primera constancia escrita del nombre de Perú, que hace referencia a unos territorios al sur de la costa pacífica de Chocó (Colombia) que no se puede confundir con la zona del imperio inca. No obstante, cuando años después Pizarro y sus hombres derrotan a los incas, comienzan a llamar a aquel territorio con el nombre de Perú, pero evidentemente ese nombre hacía referencia a otras tierras que estaban  situadas mucho más al norte.
Basta echar un vistazo al mapa de la costa del Pacífico para comprender la enrome distancia que existe entre Buenaventura, un poco al sur de la desembocadura del río San Juan y Cuzco.

sábado, 23 de noviembre de 2013

MANJAR DE DIOSES





Los que vivimos en Andalucía no sabemos las riquezas que nuestra tierra contiene; bueno, si sabemos de muchas de ellas, pero desconocemos de tantas otras que a veces, nos sorprende nuestra propia ignorancia.
Tengo que reconocer que la provincia de Huelva es para mi una gran desconocida, pese a la proximidad geográfica, por eso, cuando la semana pasada mi hijo me comentó que en la Sierra de Aracena se celebraban unas jornadas gastronómicas dedicadas a las setas, nos planteamos la posibilidad de irnos a pasar el fin de semana en aquella desconocida localidad, aprovechando para conocer algo de la zona y degustar las deliciosas setas.
Así lo hicimos y el viernes por la tarde, tras dos horas de viaje aparcábamos en la plaza principal del precioso pueblo de Aracena.
Lo primero que comprobamos al bajarnos del coche fue el frío que hacía. Habíamos salido de El Puerto en una tarde cálida, vistiendo en mangas de camisa y aquel mazazo de frío nos cogió por sorpresa. Inmediatamente nos apresuramos en sacar del equipaje algo para abrigarnos.
Aparte del frío, de inmediato comprobamos que Aracena es un pueblo precioso, con calles amplias y casas bajas, muchas placitas con encantadores rincones, abundante arbolado y una limpieza digna de ser copiada en todos nuestros municipios. Es la capital de la comarca que lleva su nombre y se encuentra a pocos kilómetros del famosísimo pueblo de Jabugo, en donde se da el mejor jamón del mundo.
Pero además, en el casco urbano de esta preciosidad de pueblo, se encuentra la gruta de las Maravillas, una verdadera maravilla de la naturaleza que no se puede dejar de visitar.
Recorriendo sus distintas calles, visitando sus enclaves más turísticos, mi gran sorpresa fue la monumentalidad del pueblo cuya historia, como la de muchos otros de Andalucía, es realmente apasionante y se remonta a tiempos prehistóricos.

Panorámica del pueblo con castillo al fondo

Pero nosotros íbamos, sobre todo, a por las setas; también por los productos del cerdo, pero sobre todo por ese exquisito manjar que son esos hongos, tan buenos para una dieta hipocalórica, como deliciosos al paladar.
Setas guisadas, a la plancha, en ensaladas o simplemente crudas, con un chorrito de aceite y sal, son el complemento perfecto para rebajar las calorías que un buen plato de jamón, caña de lomo o de chorizo, ibéricos y de la zona, puedan aportarnos.
En todos los bares se anunciaban las setas; las diferentes variedades desde el gurumelo, hasta el tentullo, nombres locales de la amanita ponderosa y del boletus edulis, para llegar a la que en todos los lugares nos señalaban como la verdadera reina de las setas: la tana.

Amanita cesarea en las tres fases de su crecimiento

Así se las conoce allí, con esos nombres locales, pero cualquier aficionado a recolectarlas, o sencillamente a degustarlas, conoce sus nombres científicos que emplean cuando quieren darte a entender que puedes comerlas con absoluta tranquilidad porque todas las setas que se consumen en aquella zona son perfectamente comestibles y no van a suponer riesgo alguno para tu salud, pues están recogidas y manipuladas por personas que entienden y mucho, de ese quehacer.
El consumo de setas se extiende a la más profunda prehistoria y desde hace unos años está perfectamente constatado por un hecho que seguidamente relataré.
Siempre se creyó que en la antigüedad nuestros antepasados consumían setas y hongos de variedades comestibles, posiblemente de observar cómo el ganado comía aquellos hongos con deleite, pero hasta la aparición del cuerpo momificado de Otzi (consultar mi artículo recientemente sugerido de  Vivir eternamente) http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/vivir-eternamente.html), en cuyo zurrón se encontró una seta, no se tuvo la certeza de que hace más de cinco mil años los humanos ya las conocían y las consumían.
De la misma manera, hasta hace bien poco se tenían a las setas como individuos pertenecientes al reino vegetal. Evidentemente no eran vegetales, pues carecen de clorofila, pero quedaban así encuadradas. En la actualidad no se sabe a ciencia cierta si pertenecen al reino vegetal o al animal y, de momento, se ha creado una nueva categoría, denominada Reino Fungi, en la que se las ha encuadrado, esperando que con el tiempo se puedan clasificar de manera más acertada.
Pero volviendo al pueblo y a sus bares, un camarero, simpático y avispado, a nuestras primeras preguntas sobre la seguridad del consumo, nos comentó: “Las puede usted comer con entera tranquilidad por que todas las setas que servimos son comestibles y no de la manera que lo decía ese de los hermanos Marx que todas lo eran, por lo menos una vez”.
Gracioso Groucho y el camarero, capaces de tranquilizarnos y empezar a degustar tan delicioso manjar.
Tanto que ya en la antigua Roma, la sociedad más hedonista de todos los tiempos, las setas se consumían con asiduidad y de entre todas ellas, una que en Aracena es también la emperatriz de las setas: la amanita cesarea, vulgarmente conocida como tana. Un lujo de seta con un sabor distinto a todas las demás y que cuanto menos se la cocina o sazona, más rica y sabrosa está. Una ligera pasada por la plancha y el inevitable chorro de aceite con un poco de picadillo de perejil y ajo es más que suficiente para potenciar todo su sabor.
Todo un gustazo que ya se daban los emperadores romanos  que a estas setas habían colocado su sello personal y su consumo estaba prohibido a todas las clases sociales, excepto a los patricios, de ahí su apellido de cesarea.
Dicen, aunque no he conseguido documentación que lo avale, que era tanta la afición por esta seta que se recolectaba en diferentes lugares, pero ninguna era igualable a las que se daban en Hispania, que llegada la época de su consumo los emperadores romanos disponían de un sistema eficaz de postas para trasladar las setas frescas desde diferentes lugares de Hispania, pero sobre todo de la sierra de Huelva, hasta la capital del imperio. Para esa misión reventaban veinte caballos y varios jinetes
El hecho es posible, porque según nos han contado, estas setas, convenientemente dispuestas y envasadas, se conservan perfectamente por espacio de cuatro días, sin apenas merma de su calidad. Sentados a una mesa y con un plato de tanas por delante, hicimos un cálculo somero: Roma está a menos de dos mil cuatrocientos kilómetros de Huelva. Un buen caballo, simultaneando un trote ligero con un galope lento, puede cabalgar a una media de unos treinta kilómetros por hora, e incluso más y durante unas cuantas horas. Disponiendo de postas adecuadamente distribuidas para cambiar los caballos y los jinetes, cabalgando ininterrumpidamente, día y noche, por las buenas calzadas romanas, una caja de tanas se puede encajar en Roma en poco más de cuatro días; eso sí, reventando esos veinte caballos y dejando a sus jinetes para el arrastre con tal de darle gusto al césar.
Todos los emperadores y posiblemente antes que ellos los cónsules y la gente pudiente en la época republicana, consumían las setas de Hispania, sobre todo las de la Sierra de Aracena, próxima a dos emporios romanos, Mérida e Itálica, circunstancia que las haría muy conocidas, pero de entre todos ellos, el que más afición a su degustación demostró fue el emperador Claudio, aquel medio subnormal, tartamudo, cojo y tímido que luego sorprendió a todos con su carácter y su inteligencia, tanto que las mismas legiones que le habían coronado emperador, por pensar que era el más tonto y manipulable, trataron de deshacerse de él asesinándolo, cosa que por fin consiguió su esposa Agripina, la cual quería el trono de Roma para su hijo Nerón.
No hay coincidencia en criterios respecto a la manera en que fue asesinado, pero es opinión muy extendida el creer que fue envenenado por su esposa, con la ayuda de la envenenadora más famosa de Roma: Locusta y usando un veneno disfrazado en un plato de setas, la comida preferida del emperador, posiblemente otra seta de la misma especie amanita que pueden ser mortalmente venenosas, las conocidas como “phaloides”.
La fama de peligrosas que llegan a tener las setas la deben a que cada año mueren varias personas al consumir, equivocadamente, algunas setas, precisamente de la misma familia que la cesarea como la virosa, la phanterina, o la phaloides antes mencionada, cualquiera de las cuales es capaz de provocar la muerte de una persona aun ingiriendo una sola seta.
Después de su muerte, Nerón accedió al trono y Claudio fue proclamado dios, convirtiéndose así las setas en alimento de los dioses y nunca mejor empleado el término, pues convirtieron a Claudio en uno de ellos.


sábado, 16 de noviembre de 2013

EL MIRLO





Los que asiduamente siguen mi blog y mis correos saben que he estado unos días de vacaciones. A mi no me gusta viajar y odio hacer maletas, será que las he tenido que hacer tantas veces por razones de trabajo, que me ha quedado un poso de inconformidad cada vez que me enfrento a esa tarea, durante la que no dejo de pensar en llegar al hotel, deshacer lo hecho, sentarme incómodo sobre la cama o en una insufrible butaca y no encontrar en el cuarto de baño todos mis enseres personales. En fin, que no me gusta viajar, pero cada vez que lo hago procuro sobreponerme y sacar del viaje todo el partido posible y casi siempre lo encuentro en la gastronomía.
Después de cinco días en la Galicia interior, degustando sus exquisiteces, nos fuimos a Asturias a visitar a unos amigos y allí nuevamente con la gastronomía y las piedras de Vetusta, aguantamos el tirón del viaje.
Y en Asturias, como es de obligación, compré unas magníficas fabes de Pravia y un compango de categoría y ayer por la noche puse las fabes en agua y esta mañana, con mucha paciencia, he cocinado una Fabada con mayúscula con las que mi familia y yo nos hemos desquitado de tantos kilómetros.
Y cuando había puesto las fabes a fuego lento, para espantarlas, que se dice y hacerles soltar buena parte de ese gas que almacenan y que tan molesta hace la digestión, mientras las veía blancas en el agua que se iba calentando y que a ratos impulsaba a algunas hacia arriba, me acordé de un plato cocinado con habichuelas, judías, alubias, o como quiera que en cada lugar se le llame que, hace muchos siglos, fue muy popular en la cocina andalusí. Este plato, cuya composición completa no se ha conservado se llamaba “Ziriabí” en honor de su inventor, un persa que en el siglo IX llegó a Córdoba y revolucionó el gusto por la gastronomía.
Han sido varios los científicos, inventores y sabios de todo tipo que se han preocupado de transmitir el gusto por la alimentación, hacer del necesario momento de alimentarse, un disfrute perfectamente compatible la ingesta de alimentos. De entre todos estos cerebros privilegiados, preocupados por el arte culinario, quizás sea Leonardo da Vinci, el que más haya contribuido, aunque hubo muchos otros que ya lo habían hecho antes y otros que lo harían después.
Y de los que lo antecedieron quizás sea entre árabes y judíos donde los españoles hayamos tenido los mejores adalides en la tarea de los fogones y las perolas. Y uno de estos primeros virtuosos de la cocina fue el kurdo Abul Hassan Alí ibn Nafí, más conocido por su apodo “Ziryab”, El Mirlo, mote que le fue puesto por su piel oscura y su magnífica voz, pues además de gastrónomo fue poeta y cantante.
Parece ser que “Ziryab” nació en el Kurdistán y que destacó muy pronto por sus dotes para el canto y así fue inscrito en una prestigiosa escuela de cantores de Bagdad, por aquel tiempo una de las ciudades más importantes del Islam y capital de su imperio en donde el joven Mirlo cantaba para el califa.
Pero ciertas rencillas con su antiguo maestro, hizo que El Mirlo decidiese venirse para occidente y después de un largo viaje por toda la costa norte de África, se puso en contacto con el emir de Al-Ándalus, Al-Haken I que aceptó sus servicios sin reserva alguna, pues ya había llegado hasta aquí la fama que precedía al protagonista de esta historia. Cuando llegó a Córdoba, Al-Haken había muerto y en aquel momento gobernaba Abderramán II que, conociendo su fama, lo aceptó en su corte, como músico, geógrafo, astrónomo y cocinero, con unas prebendas dignas de un príncipe y eso sin haberle oído cantar, ni degustado sus recetas.
Muy pronto, en la rústica y guerrera corte cordobesa, las maneras elegantes y las refinadas modas que el cantante traía de Oriente, se fueron poniendo de moda y en poco tiempo, El Mirlo, se había convertido en el árbitro de la elegancia musulmana en Al-Ándalus. No solamente era admirado por su bella voz y sus canciones, compuestas por él, sino que era imitado en la forma de vestir, de decorar las casas y, sobre todo, de disponer la mesa para los banquetes.
Su habilidad como artesano queda demostrada en la construcción de sus propios instrumentos musicales, sobre todo el laúd, del que se dice era un virtuoso y en cuya ejecución destacó tanto que incluyó una quinta cuerda en el mástil para darle mayor riqueza sonora.

Grabado que representa a Ziryad tocando el laúd

En aquel momento los instrumentos de cuerda se tocaban con púas de madera que el sustituyó por picos de águila, por las uñas del mismo ave y por plumas, consiguiendo una musicalidad que solamente fue superada cuando se empezó a tocar con las uñas de la mano y la yema de los dedos.
Para el prestigioso ensayista y arabista Emilio García Gómez, “Ziryab” introdujo en España toda una suerte de gustos por las melodías orientales que serían la base de una buena parte de nuestra música tradicional.
Dicen de él que se sabía la letra de más de diez mil canciones que él mismo componía y que era un conversador ameno que tenía profundos conocimientos de historia, geografía, astronomía y otras ciencias y artes, pero sobre todo era seguido por la alta sociedad andalusí en su manera de vestir, tan es así que cuentan que cada mañana, los señores importantes del emirato, apostaban a sus siervos en las proximidades de la casa de “Ziryab” para tomar buena nota de cómo iba vestido o como llevaba el pelo, e inmediatamente transmitir a sus amos esos detalles y que éstos lo pudieran imitar.
Un ejemplo claro de su forma de acicalarse es la introducción de la moda del peinado con flequillo que desde tiempos de roma había dejado de usarse.
Pensando que si los influyentes del emirato se esforzaban por imitarle, creyó que sería una buena idea sacar provecho de aquella devoción que le profesaban y montó la primera escuela de belleza que hubo en occidente, donde se esforzaba por inculcar las buenas costumbres y maneras en el vestir y en el aseo personal.
Muy al gusto de la época y quizás incluso de toda su civilización, los musulmanes eran muy dados a lucir vestimentas de colores chillones, llamativos y escandalosos que si bien lucían las primeras puestas, luego eran inmediatamente reconocidos como atuendos ya muy usados. Apreciando estas circunstancias, El Mirlo puso de moda entre la clase elevada el uso de prendas de color blanco, cuya costumbre ha llegado a nuestros días y podemos verlo en las recepciones de los importantes del Islam, como visten impecablemente de blanco.
Pero sin duda alguna, donde El Mirlo, revolcó a todos con sus refinados gustos fue en la mesa.
Se usaban entonces, como lo hacemos ahora, manteles de hilo que él sustituyó por otros de finísimo cuero, sobre los que asentaban mejor las copas que de oro, plata u otros metales menos nobles, pasaron a ser de cristal de roca tallado, mucho más esbeltas y elegantes que las de rudo metal, por muy precioso que éste fuera.
Otra contribución muy importante en la comida fue la de ordenar ésta en función de los platos que se habrían de tomar, así como la de introducir el espárrago que no era conocido por la cocina hispana.
Solía ser costumbre mezclar las comidas sin orden alguno, lo que dificultaba poder apreciar el verdadero sabor de algunos alimentos y así, poco a poco, fue introduciendo un orden que todavía hoy se conserva y es el de empezar por comidas fáciles de digerir, como las sopas, ensaladas y otros productos que ahora, con mucha razón llamamos entrantes, para continuar con los pescados y cerrar la ingesta con las carnes, para después comer los dulces como postre, lo que antes se hacía al principio de la colación.
Era consultado por todas las personas influyentes a la hora de amueblar o decorar las casas y palacios y no había fiesta que se preciara si no podía contar con la presencia del kurdo que además de entretenerlos con su conversación e ilustrarlos con sus conocimientos sobre todos los pueblos y civilizaciones que había conocido, los amenizaba con sus canciones, después de haber saciado sus apetitos con las más sabrosas recetas de cocina.
Si damos un repaso al panorama nacional actual, comprobaremos que abundan los que desean convertirse en árbitros de la elegancia, pero si ahondamos un poco en el perfil de los actuales forjadores de conciencias ciudadanas, comprobaremos que no le llegan a El Mirlo ni a la altura del zapato.
Y lo que a mi manera de ver engrandece más a este personaje es que se trataba de un ciudadano normal, nada afectado por los convencionalismos de la época, ni amanerado en sus costumbres que hacía una vida sana sin extralimitarse y que mantenía un harem con numerosas concubinas, a las que vestía y alimentaba de manera exquisita.

¡Vamos que no le hacía falta ser “rarito” para ser el gurú de la moda!

sábado, 2 de noviembre de 2013

EL MAYOR "TSUNAMI" CONOCIDO





Sobre las nueve y media de la mañana del día de Todos los Santos del año 1755, a unos doscientos kilómetros del Cabo de San Vicente, en Portugal, se produjo un terremoto cuya magnitud, desconocida en aquellos tiempos, tuvo que ser muy superior  a la inmensa mayoría de temblores de tierra que hasta la fecha se hubieran producido y registrado.
El sismo se notó en toda la mitad occidental de la Península Ibérica, en donde produjo daños de consideraciones diversas en edificios desde Salamanca hasta Málaga, pero sobre todo, el maremoto que vino a continuación produjo olas de hasta veinte metros de altura que llegaron desde las costas de Marruecos, hasta Gran Bretaña y las Antillas, produciendo más de cien mil muertes y destruyendo la ciudad de Lisboa, la que más sufrió y que por eso dio nombre al desventurado suceso.
  A esas olas enormes, producto de cataclismos anteriores se las conoce con el nombre japonés de “tsunami” que quiere decir ola en la bahía, más que por su verdadero y científico nombre que sería maremoto, como antes se ha empleado.
La mayoría de estos maremotos son producidos por movimientos sísmicos que producen grandes desplazamientos de agua en el fondo del mar y como consecuencia un movimiento de la misma produciendo grandes olas, pero existen otras causas, como más adelante se verá.
A lo largo de la historia ha habido grandes maremotos, el primero de los cuales está registrado alrededor del año 1650 antes de nuestra era y que ocurrió en el centro del Mediterráneo, en la isla de Santorini. Éste no fue de origen sísmico, sino a consecuencia de la explosión de un volcán que dejó hueca la isla que cayó sobre sí misma, produciendo olas de entre 100 y 150 metros de altura.
Se puede consultar mi artículo, publicado hace ya varios años en esta dirección: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-isla-de-santorini.html
Pero anteriormente, entre 1.500 y 2.000 años antes de nuestra era, el Golfo de Cádiz fue objeto de maremotos que alcanzaron hasta quince kilómetros dentro de la costa, lo que supone olas de más de treinta metros.
En agosto de 1883, explotó el volcán de la isla de Krakatoa, en el Océano Índico, desapareciendo casi la mitad de la isla y produciendo un maremoto con olas de hasta cuarenta metros y que se cobró la vida de más de veinte mil personas.
Y ya en nuestro siglo las informaciones son mucho más concretas, sobre todo a partir de que se empezara a medir la intensidad de los terremotos según las escalas de Mercali o de Richter.
En 1908 un sismo en el mar, al sur de Italia, en el llamado Estrecho de Mesina, produjo un “tsunami” que arrasó parte de la isla de Sicilia y la región continental de Calabria, produciendo casi cien mil muertes.
En la memoria de algunos que ya somos mayores, está el terremoto de Chile del año 1960, que fue de una magnitud casi desconocida hasta la fecha, llegando hasta los 9,5 grados en la escala de Richter. Como consecuencia se produjo un maremoto que devastó islas y ciudades del Pacífico situadas a más de diez mil kilómetros.
La fuerza destructiva del maremoto es la mayor de las que la propia Tierra puede desencadenar, a la que casi seguro que solo puede aventajar la colisión de un enorme meteorito que, caso de hacerlo en el mar, también provocaría un maremoto.
Tsunami de Indonesia

Como se ve en la fotografía, toda una pared de agua de treinta metros va a arrasar la zona de casas bajas, en el maremoto de Indonesia.
Afortunadamente, las leyes de la física juegan a favor de la naturaleza y de la humanidad porque cuando se produce una ola gigante en aguas muy profundas, esta se desplaza con una velocidad cercana a los mil kilómetros a la hora, pero conforme la profundidad va descendiendo, también lo hace la velocidad, si bien aumenta la altura de la ola, hasta que al llegar a las costas, donde la profundidad no supere los diez metros, su velocidad se ve reducida a cuarenta kilómetros a la hora, aunque por el contrario su altura puede alcanzar fácilmente los cuarenta metros.
A pesar de lo que se dicho hasta ahora, sobre la potencia destructiva de los maremotos, es curioso que la ola más alta de las que se tiene registrada solamente acabó con la vida de dos personas.
El hecho fue muy singular y merece la pena describirlo.
Todo el Pacífico es una tierra volcánica y muy afectada por terremotos, alguno de los cuales, como el de Lima de 1674 debió llegar a los nueve grados en la escala Richter, otros como los que se han mencionado, fueron también devastadores. Pero esos enormes cataclismos levantaron olas de un máximo de cuarenta metros, sin embargo la ola más grande llegó hasta los quinientos veinte metros.
En la costa sur de Alaska se encuentra una extensa bahía, en la que confluyen tres grandes glaciares, el mayor de los cuales, el Lituya, da nombre a la bahía. La bahía es muy profunda pues tiene casi quince kilómetros de largo, por tres de ancho y la boca por la que se comunica al Pacífico es, sin embargo, muy estrecha.
Pasadas las diez de la noche del día 9 de julio de 1958, comenzó un sismo que alcanzó los 8,3 grados en la escala de Richter y que persistió por espacio de dos largos minutos.
Como consecuencia del fuerte movimiento de la tierra, del glaciar Lituya se desprendieron treinta millones de metros cúbicos de hielo, piedras y tierra que cayeron violentamente sobre las aguas del fondo de la bahía.
De inmediato se formó una gran ola que se desplazó hacia la entrada de la bahía a una velocidad vertiginosa.
Afortunadamente aquella zona, de clima extremadamente frío y que forma el Parque Nacional de la Bahía del Glaciar, está deshabitada, pero es muy buen lugar para le pesca, por lo que aquella noche de verano había tres embarcaciones pescando en sus aguas, curiosamente las tres compuestas por matrimonios, lo que por otro lado es bastante frecuente en Alaska.
Dos de las embarcaciones se salvaron milagrosamente del enorme “tsunami” que se formó, pero la tercera fue literalmente aplastada contra la costa.

Bahía de Lituya tomada de Google

Las expediciones que posteriormente se desplazaron a la zona para examinar la magnitud del cataclismos, comprobaron que la ola había alcanzado una altura de quinientos veinte metros.
Aunque parezca poco creíble, la altura a la que el mar puede llegar es fácil de determinar por la salinidad que queda en el terreno, incluso muchos años después de haber ocurrido y por eso, la altura que se estableció para la gran ola de Lituya, es incuestionable a la vez que sorprendente, pues una pared de agua de más de medio kilómetro de altura, no deja de ser un espantoso y sorprendente espectáculo.
Afortunadamente dos circunstancias contribuyeron a minimizar los efectos de la catástrofe: primero que la zona estaba despoblada lo que contribuyó a que no hubiera víctimas humanas, aunque la fauna del lugar debió sufrir las consecuencias; y segundo que la bahía Lituya tiene una boca al Pacífico muy cerrada, con lo que la enorme ola no consiguió salir del recinto casi cerrado de la bahía, pues en otro caso, de producirse en mar abierto, una ola de esas proporciones hubiera sido un verdadero desastre en las costas de Asia, sobre todo de Japón, situado al suroeste y a unos cinco mil kilómetros, ya que toda la zona del Pacífico de Siberia está despoblada.
Si una ola de treinta o cuarenta metros es capaz de desplazarse a mil kilómetros a la hora y a una distancia de diez mil kilómetros causar tremendos estragos, qué no podría haber causado una ola diez o doce veces superior al llegar a las costas de Japón, las más cercanas, o las de China, Vietnam, las islas Filipinas o todas las demás islas del Pacífico.


sábado, 26 de octubre de 2013

LA GUERRA DE LA SANDÍA



No es la primera vez que escribo sobre guerras raras, como la de la Oreja de Jenkins, o la Guerra de los Pasteles, o sobre la más corta que duró cuarenta y cinco minutos, o la más larga, con sus más de trescientos años y sin disparar ni un solo tiro.
En fin, que es un tema divertido y que da mucho juego. El de hoy es una guerra por una tajada de sandía, aunque más que una guerra fue un alboroto callejeroque terminó con una ocupación militar en toda regla y con insospechadas consecuencias, como más adelante se verá.
Aparte de la Guerra de la Independencia, para dejar de ser colonia británica y la de Secesión para establecer un poco lo que sería su perfil como nación, todas las demás guerras en las que Estados Unidos ha intervenido y han sido muchas, en sus doscientos y pico años de historia, las ha celebrado fuera de su solar patrio.
Y eso es una gran ventaja porque su población, si no quiere, no se entera de que están en guerra y así pueden ir repitiendo en uno y otro continente.


Eso y que desde que la incipiente nación de las barras y estrellas empezó a considerarse importante en el panorama mundial, no cejó, ni cejará, en su empeño de controlar exhaustivamente su continente.
Por otro lado, Estados Unidos es un país muy grande que abarca de océano a océano; distancia enorme y que lo era mucho más a mediados del siglo XIX cuando transcurre esta historia. En aquella época el Este estaba muy poblado, mientras que el Oeste empezaba a colonizarse, pero he aquí que en 1848 se descubre oro en California y se desata lo que se dio en llamar la Fiebre del Oro.
Muchas personas, afincadas en la costa Atlántica y centro, se desplazaron a California en busca del preciado metal, en una avalancha tal que produjo un colapso total en la intendencia de la zona. Pero cruzar todo el territorio entre costas, poblado de tribus indias hostiles y con un clima y una orografía poco recomendables, era una empresa ardua y peligrosa.
Mucho material y maquinaria, así como los alimentos que se necesitaban en la costa del Pacífico, había que mandarlo desde el Atlántico en los sistemas de transportes de la época, el tradicional y peliculero sistema de caravanas, porque el primer ferrocarril que uniera las dos costas no llegó hasta 1860, o en barco pasando por la punta sur del continente.
Había que encontrar una ruta más corta y más cómoda que dar la vuelta a América y se encontró en el istmo de Panamá, entre las ciudades de Colón y Panamá capital, las más importante y mejor situadas a ambos lados del istmo y aprovechando la estrechez de la lengua de tierra, solamente setenta y siete kilómetros, trasladar a personas y mercancía de un lado al otro, usando embarcaciones que remontaban ríos y cruzaban lagos, o caravanas como en cualquier otro lugar, no era por demás complicado. De esta forma se daba cumplida satisfacción a las necesidades, pero la ruta era difícil y se tardaba cuatro o cinco días en cubrirla.
Parece como si alguna mente preclara, en el gobierno de Washington, hubiera previsto lo que iba a pasar y así, en 1846, la entonces República de Nueva Granada, que la formaban Colombia, Panamá y durante un tiempo Nicaragua, firmó con los Estados Unidos, un tratado por el que se concedía a la potencia del norte unos derechos comerciales realmente abusivos, si bien las compensaciones, en muchos sentidos, equilibraban la balanza.
Entre estos privilegios, se le concedió el monopolio para construir un ferrocarril que uniera las costas de los dos océanos, a una compañía estadounidense llamada Panamá Railroad Company.
El ferrocarril, el auge del comercio, la boyante economía de la zona, no hizo nada más que atraer más y más inmigrantes que en pocos años pasaron de unos doscientos al año, hasta más de treinta mil en 1855, en su mayoría aventureros estadounidenses, irlandeses y negros de Haití y Jamaica que llegaron a transformar las costumbres de los locales. Incluso aparecieron ciudades con nombres en inglés y el dólar y el oro se convirtieron en las únicas monedas de cambio. Por lo general el idioma que se usaba era el inglés y todos los anuncios solicitando mano de obra o publicitando artículos eran en esa misma lengua. La prensa, mayoritariamente dirigida a los inmigrantes, se escribe en inglés.
Solamente existía un problema para la completa hegemonía norteamericana: el clima y sus consecuencias. A los estadounidenses les costaba adaptarse a la selva, los mosquitos, las enfermedades, las constantes lluvias torrenciales y el calor.
Sin ser una potencia ocupante, en términos de léxico militar, la población nativa empieza a ver a los blancos americanos como unos invasores y los conflictos y altercados empiezan a producirse con asiduidad, hasta llegar al extremo de que los blancos del norte crean una Comisión de Vigilancia, una especie de “patrullas urbanas armadas” que pretende solucionar los problemas de inseguridad por la violencia y al margen de las autoridades de la república. Durante un año, estas patrullas fueron actuando indiscriminadamente y sin control, si bien, al no conseguir apenas logros en el incremento de la seguridad, se autodisolvió, pero el odio en la población nativa se había incrementado de manera notable.
Pero si a la supremacía que los blancos extranjeros ejercían sobre los nativos y los negros, se suma la circunstancia del radical cambio de vida que experimentaba la zona y de la que se culpaba a aquellos, la cosa se ponía mucho peor, empeorando, si cabe, con la terminación del ferrocarril que dejó sin trabajo a infinidad de nativos que vivían de explotar las tradicionales formas de transporte.
Esta situación devino en enfrentamientos en los que se produjeron muertes por parte y parte, aun cuando la lucha era desigual, pues los blancos disparaban con sus rifles, mientras los nativos lo hacían con armas arrojadizas y sables.
El odio, el resquemor, la sed de venganza, se fue acumulando en los indígenas que poco a poco se fueron armando, hasta que en 1856 sucedió la llamada Guerra de la Sandía.
Tuvo lugar en la ciudad de Panamá el día 15 de abril. En aquel momento se encontraban en la ciudad muchos estadounidenses que marchaban a California en busca de oro, otros que volvían descorazonados de la infructuosa búsqueda del preciado metal y bastantes mercenarios que se dirigían a Nicaragua para apoyar la consolidación de su auto nombrado presidente, el filibustero William Walker.
Entre estos últimos se encontraba un estadounidense llamado Jack Oliver, que estando borracho en el Mercado del Marisco, un lugar cenagoso e insalubre, quiso una tajada de sandía que un niño le ofreció por cincuenta centavos, los que se negó a pagar después de comérsela. El pequeño vendedor le reclama su dinero y su madre que estaba muy cerca, amenaza al blanco, el cual le da una patada, derribándola, a la vez que saca su revolver y dispara al pequeño, al que hiere en un muslo.
La madre grita pidiendo auxilio, a la vez que le llama asesino.
De inmediato, desde el campanario de la iglesia de Santa Ana, muy próxima al lugar, se da la alarma y en pocos minutos, más de quinientos nativos, la mayoría negros, armados de cuchillos, palos, piedras y algunos fusiles, avanzan sobre la estación de ferrocarril, donde un grupo de americanos se habían refugiado. Comienza una batalla campal, donde de una parte se combate a tiros de rifle y revólver, mientras de la otra se dispara algún tiro, se lanzan pedradas, palos y cuchilladas.

Grabado del incidente

Alertado por el toque de alarma, el gobernador del estado en compañía de un familiar y del cónsul y el canciller de los Estados Unidos en la ciudad de Panamá, se personan en el lugar con la intención de detener el alboroto.
Más sumisos, los nativos deponen su actitud, pero los blancos del norte no están por acatar ninguna mediación y del interior de la estación sale una descarga hacia el lugar en el que se encuentra el gobernador, cuyo sombrero es atravesado por una bala, su pariente es herido en una pierna, mientras tres proyectiles alcanzan al cónsul y otros cinco a su caballo. Varios de los nativos colocados tras el gobernador, recibieron impactos de bala de distinta consideración, por lo que se recrudece el enfrentamiento. Poco después llega una dotación de soldados republicanos que a la orden del gobernador, abren fuego sobre la estación en donde los atrincherados están preparando un pequeño cañón, cargado con metralla que pretenden disparar sobre sus asaltantes, sin que fuera posible hacer el disparo.
Durante más de seis horas los negros, los soldados y los indígenas que se han unido, realizaron una horrible matanza de blancos, a los que se les había acabado la munición y los que no fueron muertos o heridos, huyeron precipitadamente.
Del lado norteamericano hubo diecisiete muertos, ocho heridos de gravedad y veintiocho de menor consideración. Del lado panameño solamente hubo dos muertos y ocho heridos.
Siendo este hecho de mucha trascendencia, lo ocurrido después fue determinante. La población nativa, enfurecida, atacó a todo lo que representaba intereses de los Estados Unidos, destrozando y saqueando dos hoteles y la estación de ferrocarril, en una operación que duró hasta el día siguiente.
Los norteamericanos solicitan la intervención de la armada de su país, al tiempo que las autoridades de Panamá solicitan ayuda de la república, que no consiguen, por lo que los nativos, negros e indios, deciden armarse temiendo una inminente invasión, la cual es solicitada constantemente, no sólo desde los estadounidenses que están en Panamá sino de los habitantes de las dos costas de los Estados Unidos. El gobierno de los Estados Unidos consideró que las autoridades de Nueva Granada habían actuado a destiempo y mal y que la libre circulación de sus ciudadanos no estaba garantizada en aquel istmo, lo que sirvió de excusa para desplegar sus tropas a lo largo de todo el brazo de tierra, sin considerar para nada las protestas de las autoridades locales.
No queda la cosa ahí, pues a mediados de agosto de aquel mismo año, se firman las negociaciones entre los dos países que obliga a la república a pagar más de cuatrocientos mil dólares-oro como indemnización por los incidentes.
No fue sólo el pago de la indemnización, ni el tener que tragar con las tropas norteamericanas patrullando su territorio, es que además hasta bien pasada la mitad del siglo XX, no se deshicieron los panameños de la bota yankee apretando sobre su pescuezo. Si es que de verdad lo hicieron.
¡Y todo por una tajada de sandía!