viernes, 27 de febrero de 2015

TODO UN EJÉRCITO





Sin duda alguna, el ejército más ridículo del mundo, pero ejército al fin y al cabo, es la Guardia Suiza de el Vaticano. Ridícula su indumentaria, ridículas sus armas y ridículos su número y sus condiciones de acceso.
Porque no se debe olvidar que la famosa Guardia Suiza, esa que tanto colorido presta a las imágenes vaticanas, es un cuerpo de ejército, en donde hay soldados, suboficiales, oficiales y un capitán, su jefe, aunque el verdadero “jefe ceremonial” es el papa, al que los miembros de su guardia saludan militarmente, pero rodilla en tierra. Si el capitán es de noble ascendencia, se le asciende automáticamente a comandante.
 Su número total apenas sobrepasa los cien componentes, todos son mercenarios, suizos de nacionalidad, altos, rubios (preferentemente), mayores de diecinueve años, solteros al inicio, con posibilidad de casarse si han alcanzado el grado de cabo y se reenganchan por dos años más y, por supuesto, católicos hasta la médula. Desde su fundación, con muy pocas variantes, han venido ofreciendo la misma imagen que ahora vemos.
En muchas viejas familias suizas, pertenecer a la Guardia es una tradición que se va pasando de padres a hijos durante muchas generaciones.

Teatrera formación de la Guardia, con yelmo, coraza y pendón

La creación de este minúsculo ejército se debe a dos papas: Sixto IV y su sobrino Julio II, el Papa Guerrero, como se le conoce.
Sixto IV advirtió que sus dominios, que eran muchos, los llamados Estados Pontificios, no estaban protegidos y que su persona también era vulnerable, así que solicitó a la Confederación Helvética, le cediera algunos de los ya entonces famosos mercenarios suizos, para formar una especie de cápsula de protección que éstos le prestaron.
Más tarde, su sobrino, Julio II, a quien las guerras y las intrigas le gustaban más que cualquier cosa que a la religión o el espíritu se refiriera, coincidió con su tío en que sus territorios debían ser protegidos y a la vez, procurarse una escolta personal que preservara su integridad.
Recordando a aquellos mercenarios, tuvo la idea de crear su propio ejército y así, el veintidós de enero de 1506, un grupo de ciento cincuenta mercenarios suizos, al mando del capitán Kaspar von Silene, entraron en el Vaticano, donde fueron recibidos por el papa que les dio su bendición y a los que alojó en unos cuarteles construidos ex profeso.
Inmediatamente se pensó que aquella Guardia debía distinguirse de los demás ejércitos por su indumentaria y para eso se usaron los colores amarillo-azafranado y azul, del escudo de la poderosa familia De la Rovere, a la que pertenecía el papa. Más tarde, el papa León X, introdujo en el uniforme el color rojo, representativo de la Casa de los Medicis, no menos poderosa y de la que era miembro.
Con estos colores y poquísimas variaciones en su diseño, la Guardia Suiza, siglos después, viste el uniforme militar más antiguo del mundo.
Su entrenamiento de base militar es con espada y alabarda, lo que da buena idea de su actualización interna, aunque también reciben instrucción en armas de fuego y en tácticas de control de multitudes.
Los de menor empleo portan, además de la espada y la alabarda, un spray de gases lacrimógenos, por toda defensa.
Desde esa fecha, solamente una acción de verdadera guerra ha comprometido a los suizos del Vaticano y en esa ocasión fue contra el ejército español y alemán del Emperador Carlos V, el 5 de mayo de 1527, fecha en la que se inició el famosísimo Saqueo de Roma, un hecho singular, en el que el emperador arremetió contra su “jefe espiritual”.
Ha sido la única confrontación con sangre y en ella perdieron la vida ciento cuarenta y siete guardias, sobreviviendo cuarenta y dos que fueron los que acompañaron al papa Clemente VII por el pasadizo secreto que une el Vaticano con el castillo de Sant Ángelo, en donde se refugió.
Este hecho, en el que los guardias se portaron valerosamente, hasta el extremo de dar su vida por defender al papa, creó un fuerte vínculo entre la Guardia y el pontífice que dura hasta nuestros días y marcó una fecha tan señalada que desde entonces fue elegida para el juramento de los nuevos guardias que se van incorporando para sustituir a los que cumplen la edad reglamentaria que está fijada en treinta y cinco años.
Toda esta introducción tiene como objetivo exponer el cuando y el como de la creación de un ejército que proporcione seguridad a los antiguos Estados Pontificios, primero y a la actual Ciudad del Vaticano, después, pero el por qué de la creación de este ejército es de una explicación que no se compadece nada con la doctrina que desde esa sede se pretende transmitir al mundo.
Aquello de entregar todo lo que tengas a los pobres y seguirme, o lo de que mi reino no es de este mundo, duró poco. Vamos, no duró nada, porque enseguida llegó Saulo, nuestro San Pablo, con su afán de universalidad y poder y lo trastocó todo.
Ya no bastaba predicar a los gentiles, había que latinizar la religión, es decir, elevar las prédicas a todo el imperio romano y así lo hicieron, pero fue con Constantino cuando ya la naciente iglesia dio el vuelco definitivo: tocó poder y eso le gustó. Se había convertido en la religión oficial del Imperio aunque Constantino, su emperador, que fingió hacerse cristiano, no abjuró nunca de sus ancestrales dioses, a los que siguió adorando.
Y siguió tocando poder durante muchos siglos, pero empezó a comprender que como su Maestro decía, su poder era solamente espiritual, de otro mundo y que estaba a expensas de que cualquiera de los muchos reyes, caudillos y señores poderosos de aquellas épocas, le perdieran el miedo a la condenación eterna a la que se exponían yendo contra el santo representante de Dios en la tierra y le arrebatara sus posesiones en una sola galopada y entonces un papa se inventó lo del Sacro Imperio y escogió a Carlomagno al que coronó emperador en la navidad del año 800, convirtiéndolo en el adalid de la cristiandad, el brazo secular que estaba destinado a proteger al tan débil “poder eterno”.
Desde entonces ser emperador del Sacro Imperio, Rey de Romanos, como también se le denominaba, constituía un apetitoso objetivo, pues en una sociedad como la medieval, estigmatizada por la fuerza de la Iglesia, convertirse en el protector de la institución y sus territorios, era una quimera que en todo el mundo conocido, solamente alcanzaba un rey cada muchos años.
Nuestro Alfonso X, el Sabio, uno de los mejores reyes que ha tenido Castilla, también estuvo enredado en las marañas políticas para conseguir la corona sagrada, pero no estaba Castilla en ese momento para soportar muchas presiones externas, tenía ya bastantes con su lucha contra el invasor, la repoblación y la construcción de un “cuerpo jurídico” con el que gobernarse y diferentes papas pasaron de él en beneficio de monarcas mejor situados políticamente.
Pero gustarle, al rey Alfonso, sí que le hubiera gustado. De eso no cabe duda.
El único monarca español que consiguió el Rex Romanorum fue Carlos I, un monarca obsesionado fanáticamente con la religión católica, convertido en el azote de los protestantes a los que fue derrotando batalla tras batalla, consiguiendo una victoria tras otra, hasta que perdió definitivamente la guerra.
Dios no estaba de su lado y es más que probable que al analizar, en su retiro de Yuste, las consecuencias finales de su particular cruzada contra los luteranos, llegase a la conclusión de que como todo en la época se fiaba al juicio de Dios, posiblemente el Dios de los protestantes fuese más verdadero que el suyo.
Pues aun siendo tan profundamente católico y además paladín de la Iglesia, en 1527 arremetió contra el papa y la famosa Liga de Cognac (nada que ver con borrachos) que formaban alrededor del pontífice, Francia, y las ciudades-estado italianas de Milán, Venecia y Florencia.
Este extraño contubernio en el que los estados del norte de Italia se alían con la nación que desde siempre quería invadirlos y que lo propicie el papa contra el que es su defensor sagrado, no tenía otra pretensión que frenar el poder del emperador Carlos, tras su victoria sobre Francia, pero el poderío militar hispano-alemán del momento, no conocía oponente y el ejército de Italia, al mando del Condestable de Borbón, muy poderoso pero completamente en la ruina, no tuvo más remedio que acceder a lo que sus soldados, que llevaban meses sin cobrar, pedían, que era marchar sobre Roma y saquearla.
Y se doblegó el condestable y durante una semana devastaron Roma, saqueando edificios públicos y casas privadas, arramblando con cuanto objeto de valor encontraban y así durante una semana, en que se retiraron, bien por orden del condestable, bien porque ya no había nada más que robar.

Extraño suceso en el que el defensor ataca con saña al defendido, siendo aquel el monarca más católico de la cristiandad y éste el representante de Dios en la tierra, aunque es posible que el emperador estuviese ignorante de lo que estaba sucediendo hasta muchos días después, que las noticias entonces viajaban muy despacio.

viernes, 20 de febrero de 2015

IGNORADO POR JUDÍO





El día 13 de abril de 1660 el Tribunal de la Santa Inquisición celebró el último Auto de Fe de la ciudad de Sevilla.
En ese macrojuicio, como lo llamaríamos hoy, fueron condenados a la hoguera ochenta judíos, algunos recalcitrantes en su fe, otros falsos conversos que mantenían sus ritos ocultamente y otros muchos denunciados por envidias, venganzas e inquinas de sus propios vecinos, sin que, aparentemente, hubieran transgredido las “sagradas leyes de la Inquisición”.
Cierto que no todos estaban presentes para ser quemados, pues el Santo Oficio no podía detenerse ante bobadas como no haber capturado a alguno de los denunciados y entonces quemaban una representación del mismo: en efigie, lo llamaban. Una especie de burda estatua con alguna de la ropa del reo fugado y con su nombre en un cartel colgado del cuello.
La cuestión era quemar algo, lo que fuera y así se daba la sensación de triunfo absoluto contra el mal que causaban los herejes, en este caso los judíos, pero en otros muchos, disidentes católicos, personas con ideas no coincidentes con las imperantes en la época,  falsos magos o científicos cuyas teorías chocaban frontalmente contra la mal entendida fe cristiana.
El acto tuvo lugar en la Plaza de San Francisco, a espaldas del actual ayuntamiento sevillano, allí donde desemboca la famosa calle Sierpes. Una plaza espaciosa para dar cabida al numeroso público que estos macabros espectáculos concitaban, así como para sentar, cómodamente, a toda la curia religiosa, civil y militar de la ciudad que acudía a presenciar aquella barbaridad de quemar vivo a docenas de personas.
Este juicio divino tuvo dos características: la primera la ya referida de haber sido el último de la capital del Guadalquivir en el que se ajustició a los reos y el segundo es que uno de los que fueron quemados en estatua, estaba presente entre el público de la ciudad en la que vivía desde años atrás, con una identidad falsa.
La historia es curiosa, pero lo es mucho más si se conoce quien era esta persona y por qué ocultaba su identidad.
Se trataba de Antonio Enríquez Gómez, persona, o mejor, diría yo, personaje que a pesar de sus extraordinarias cualidades literarias, no ha pasado a la historia, o mejor dicho, no ha pasado a engrosar las listas de literatos que han alcanzado la fama y sus nombres se han visto incluidos en los libros de texto.
Esto, que puede ser un galimatías, tiene una explicación bien sencilla.
Antonio Enríquez nació en Segovia en 1600, según la Enciclopedia Larousse y todas las biografías escritas sobre él hasta que en 2003 se obtuvieron documentos fidedignos con los que sus principales biógrafos fijan su nacimiento en el mismo año, pero en la cercana ciudad de Cuenca.
Hijo de un judío converso, de ascendencia portuguesa, adquirió una esmerada educación, pues pertenecía a una familia adinerada. Siguió estudios de humanidades y con veintiún años ingresó en la carrera militar, en la que permaneció hasta 1636, sin que sobreviniera ningún sobresalto en su existencia.
En 1618 se casó con la burgalesa Isabel Alonso, cristiana vieja con la que trató de limpiar su pasado judío y con la que tuvo tres hijos. Fijada su residencia en Madrid, frecuentó círculos literarios, donde trabó amistad con el propio Lope de Vega, pero también se relacionó con Calderón de la Barca, Vélez de Guevara y otros importantes escritores de la época.
Hacia 1630 empezó a escribir diversas piezas que representaba en los famosos corrales de comedias y algunas de ellas fueron muy bien recibidas por el público. Su nombre y sus obras sonaban junto con las de los mejores dramaturgos de nuestro Siglo de Oro.
Pero en ese tiempo, la Inquisición inicia una serie de investigaciones sobre su familia, acusándolos de “criptojudíos”, un término para abarcar cualquier práctica del judaísmo realizada de manera oculta mientras se declara públicamente pertenecer a la fe católica. Fruto de las pesquisas inquisitoriales son detenciones y castigos a diversos familiares de Antonio, uno de cuyos abuelos, fue condenado a la hoguera y quemado en estatua, pues ya había fallecido en el momento de dictarse la sentencia.
Esta circunstancia hace que Enríquez huya a Francia, por la llamada “senda del marrano” que saliendo de Madrid, pasaba por Fuenlabrada, donde se reunían judíos procedentes de toda la península, y marchaban luego hacia Burgos y Navarra, desde donde por varias rutas, ya que la Inquisición vigila constantemente a los “marranos”, pasaban por fin a Francia, en ese momento, como casi siempre, en aquella época, en guerra contra España.
Allí tiene Enríquez familiares que viven a socaire de la política del momento, mucho más permisiva que la española, incluso favorecedora de aquellos que huían de la Inquisición, lo que le beneficia y permite vivir unos años de tranquilidad y prosperidad económica, pues desde el país vecino actuaba como representante de los negocios familiares, relacionados con la lana. Es en esa época cuando se desata su producción literaria, sobre todo como poeta y dramaturgo.

Retrato de Antonio Enríquez Gómez

Durante unos años, se carece de datos sobre su vida y sus actividades hasta que hacia el año 1649, regresa a España bajo una nueva identidad y después de haber desvalijado las arcas de su floreciente negocio en Francia. Ahora se llama don Fernando de Zárate y Castronovo, con cuyo nombre se instala primero en Granada, en donde se amanceba con una joven de la localidad a la que hace pasar por su esposa, pues quiere dar sensación de familia normal y dos años más tarde se afinca en Sevilla, razón por la que se dice al principio que presenció su ejecución en efigie.
Durante este tiempo ha continuado con su producción literaria, hasta que en 1661 fue detenido por el Santo Oficio que no cejaba en su persecución y aunque ya lo había quemado dos veces en efigie, una en Toledo en 1651 y otra, la ya mencionada de Sevilla, seguía persiguiéndolo como a un fantasma. Ingresado en prisión, murió dos años más tarde cuando su proceso aún no había concluido, por lo que no pudo “reconciliarse” en vida.
“Reconciliación” era el término eufemístico que la inquisición usaba para justificar sus ejecuciones tras confesar el reo su pertenencia a la herejía, judaísmo, magia o cualquier otra actividad que mereciera la persecución religiosa. Pero en aquellos tiempos importaba poco que el reo no estuviera presente, como se ha dicho ya anteriormente, para quemarlo en efigie o como en este caso para “reconciliarlo” en ausencia, el 14 de junio de 1665, dos años después de su muerte.
Su muerte debió tener causa en los tormentos a los que fuera sometido, pues Enríquez delató a parte de su familia que se vio por ello en prisión y no cabe pensar que un hombre de la determinación de éste, delatara a nadie y menos a familiares si no hubiese sido sometido a las más dolorosas torturas.
Quizás las características de su vida hayan influido en que su figura como literato no se diera a conocer en su momento y más tarde, la nebulosa de los tiempos fue ocultándola hasta que alguien se topó con él, rescatándolo de las sombras en las que se hallaba envuelto.
Y ese alguien fue el sacerdote, poeta y editor Carlos de la Rica que tras una profunda labor en archivos, sacó su verdadera biografía, tal como se conoce actualmente.
La obra de Enríquez Gómez es muy extensa y comprende poesía, novela, dramas, comedias y escritos de muy variada índole, desde culturales hasta políticos y además, en su exilio francés, escribió muchas obras para distribuir exclusivamente en las sinagogas.
Por su educación, enfocada en principio hacia la milicia y luego a los negocios, se piensa que su formación fue autodidacta, pero muy extensa, pues a lo largo de su obra se aprecia una profunda cultura con conocimiento de los clásicos, de la historia, de las religiones y un amplio sentido crítico de la sociedad de su tiempo.
Toda su obra es de una gran profundidad -según dicen sus biógrafos, pues yo aún no he encontrado ningún trabajo suyo, más que algunas poesías sueltas- y de ellas se ha entresacado gran parte de su pensamiento y de sus motivaciones para marchar de España o para volver años después.

Por qué un literato de su envergadura no figura en nuestros anales y resulta además prácticamente desconocido, es realmente incomprensible, sobre todo cuando numerosos investigadores extranjeros se han ocupado de él y muchas de sus obras están traducidas al inglés y francés. No cabe otra explicación que la mojigatería de siempre: era judío, por tanto un “marrano” que no merecía ni el más mínimo reconocimiento; pero el tiempo es inexorable y pone a cada cual en su lugar y a Antonio Enríquez Gómez le ha llegado su tiempo y con él, el reconocimiento de su obra.

viernes, 13 de febrero de 2015

UN ATAUD CON LADRILLOS





En un momento en que toda España anda convulsa, acuciada por los innumerables casos de corrupción política, buscando, quizás, un remedio a tanto desbarajuste, muchos no encuentran nada más que el desgastado “y tú más”, y el tan ajado “eso ha existido siempre”, para salir del atolladero en el que nos encontramos.
Y ambas muletillas pueden ser verdad, porque la corrupción está repartida por todos los barrios y, además, desde tiempo inmemorial.
“No me des nada, hermano, ponme donde haya”, reza un proverbio que unos dicen árabe y otros atribuyen a diferentes culturas, pero que es, como casi todo proverbio, de una realidad contundente.
En cuanto una persona, por muy honrada que haya sido durante gran parte de su vida, accede al lugar donde “hay”, su recta y honesta trayectoria sufre un cambio que es directamente proporcional a la cantidad que puede obtener de “donde hay”, e inversamente proporcional a los sólidos cimientos de su convicciones.
En la España moderna, aquella que empezó con los Reyes Católicos y siguió con el emperador Carlos y su hijo Felipe, del que me ocupaba la pasada semana, seguro que hubo corrupciones y ataques a la hacienda pública por parte de algunos muy allegados al poder, pero los reyes reinaron y gobernaron, no permitiendo que otros, a veces poco escrupulosos, ostentasen el máximo poder del estado.
Los Reyes Católicos se trajeron de Portugal a Isaac Abravanel, un judío experto en finanzas para poner orden en las arcas y evitar los despilfarros. Gracias a esta especie de ministro de Economía y Hacienda, hubo dinero para culminar la Reconquista con la toma de Granada y para financiar el descubrimiento de América.
Pero fue un caso excepciona, lo normal en la época es que el rey obrara a su mal saber y peor entender, sin dejarse aconsejar demasiado y controlando personalmente las arcas de la hacienda.
Al morir Felipe II, que ya se había quejado a Dios por no haberle dado un hijo capaz de gobernar sus reinos, la cosa cambió.
Y lo hizo radicalmente. Al contrario que los anteriores y para empezar, Felipe III no tuvo las familiares debilidades de las partes húmedas, en las que tanto tiempo consumían los monarcas, descuidando su deberes coronarios. No se le conoció desliz amoroso de ninguna clase y su honradez y honestidad están hoy fuera de toda duda, pero no basta ser honesto, honrado y fiel a tu esposa, para gobernar un reino como era entonces el nuestro. Son necesarias muchas más cualidades y de esas estaba el monarca más bien escaso.
La historia no lo trata de bobo, tonto o deficiente mental, simplemente lo acusa de inepto para el ejercicio del mando, aunque dotado de una piedad y fe cristiana tan proverbiales que no concebía siquiera la posibilidad de irse a dormir con la sospecha de haber cometido un pecado durante el día, razón por la que cada noche hacía un acto de contrición y se imponía una penitencia. Nada comparable a cuando sentía la más ligera indisposición, en cuyo caso llamaba a su confesor a quien pedía su bendición, tras lo cual se sentía aliviado del peso que le lastraba.
Como cualquiera comprenderá, con esos condicionantes no se puede dirigir un estado y mucho menos si es de las dimensiones del español.
El joven rey lo comprendió pronto y por eso, puso todo su reino, por primera vez en nuestra historia, en manos de lo que luego se fue conociendo como “un valido”. Una persona con todos los poderes de la corona en sus manos, pero sin compromiso alguno de continuidad, sin sentimientos de ser el cabeza del estado, ni de otras  muchas aptitudes que debían tener los monarcas, siquiera por herencia.
Este primer valido fue también el primero que no pedía nada más que le pusieran donde había; y tanto que había: éramos a la vez el país más rico del mundo y también el más pobre, por lo que don Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia y conde de Lerma, de indudable alta alcurnia, aunque en un momento delicado en cuanto a los posibles de la casa Sandoval, de la que era cabeza visible, frotose las manos de placer.
Siempre estuvo su casa próxima a la corona; su padre fue el carcelero del degenerado hijo de Felipe II, el príncipe Carlos y su abuelo y su bisabuelo habían sido los carceleros de doña Juana la Loca.

El duque de Lerma, pintado por Rubens

Nada más hacerse con el poder y frisando los sesenta años, de escasas luces, vanidoso, de trato agradable e inteligencia corta, pero clara, en la que solamente destacaba en su desmedida ambición, se traslado a vivir al palacio real comenzando a colocar a sus familiares en puestos claves, honrándolos con títulos y honores que empiezan por marquesado para su primogénito, comendaduría para el segundón, marquesado también para su hermana, grandeza de España a su cuñado, condado a su suegro e incluso algunas dignidades religiosas, pues a su tío Bernardo de Rojas, lo nombró arzobispo y para no ser él menos que los demás, promocionó su condado de Lerma a ducado, que es la cabeza del escalafón de la nobleza.
Llegó a tanto su poder y a tanta la desidia del rey que ni siquiera se dignaba a firmar los documentos en los que su firma era imprescindible y que se amontonaban por meses en la mesa de su despacho.
Para evitarle la desagradable tarea de firmar a diario, el de Lerma le propuso al rey que su firma valiera tanto como la del monarca.
Únicamente en la elección del confesor real, consiguió el rey imponer su decisión, pues el valido quería colocar en ese puesto a un hombre de su entera confianza, pero el rey eligió al padre Aliaga que ya venía asistiéndole a su completa satisfacción y no veía la necesidad de cambio alguno.
Como el valido había comprado casas y fincas en Valladolid, hizo al rey trasladar la corte y la capitalidad del estado a la ciudad del Pisuerga.
La ciudad no estaba preparada para recibir a tantas personas que acompañaban al rey y a la corte, por lo que muchos se hacinaron en casas de mala construcción y otros en fondas y posadas, mientras Madrid se quedaba tan desolada que los alquileres y ventas de fincas hundieron la economía de muchos y otros, para evitar el deterioro de sus edificios los cedían gratis a cambio de mantenerlos conservados; y así se alojaron en palacetes madrileños humildes ciudadanos, mientras los miembros de la corte se los cedían para irse ellos a Valladolid a vivir en una mísera casucha.
La situación duró cinco años, tras los cuales la corte se volvió a Madrid, fundamentalmente por dos razones ambas de mucho peso, como se verá.
La primer fue la escasez de caza en los alrededores de la ciudad contra la abundancia de los montes de El Pardo y Riofrío y la segunda y quizás la más contumaz la emprendida por la reina y el confesor del rey, el cual llegó a decirle que si seguía consintiendo los desmanes del duque de Lerma, sería responsable de sus pecados, lo que impediría su salvación.
Aquello debió llegar a los más profundo de aquel rey y tímidamente empezó a retirar la confianza en el valido, que viéndolo venir, solicitó al papa Pablo V, un capelo cardenalicio que el santo padre, tan venal como el propio duque, le concedió, lo mismo que años antes le había concedido la santificación de su tío materno Francisco de Borja, desde entonces un santo más de la Iglesia.
Esta concesión iconoclasta sirvió al duque para preservar su vida, aunque no para evitar el destierro al que fue relegado, en su villa de Lerma, al final de su trayectoria.
Por España circuló un chascarrillo descarnado que describía perfectamente la situación: “Para  no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”.
Y viene ahora la explicación del título de este artículo, en el que se expone, quizás, uno de los mejores ejemplos de hasta dónde puede llegar la estupidez humana sobre todo si va acompañada de la ambición de poder y riquezas.
El día tres de junio del año 1603, cuando la corte llevaba en Valladolid dos años y medio, falleció en Buitrago doña Catalina de la Cerda, esposa del  duque de Lerma y también grande de España, emparentada con la princesa de Éboli. Por decisión familiar, el cadáver fue trasladado a Valladolid para recibir sepultura, como deseaba el duque, pero el viaje fue penoso y además hizo un calor que preconizaba un verano ardiente.
Al llegar a Valladolid, seis día después, el cadáver desprendía tal hedor que hubieron de enterrarlo de inmediato en el convento de Belén, donde la comitiva se había detenido.
Pero el duque no podía prescindir de la pompa y boato que merecía el entierro de su dignísima esposa, pasando por las calle de la capital del reino, así que colocó en el interior del ataúd unos cuantos ladrillos con peso equivalente al del mermado cuerpo de la difunta y tras esa caja, irrespetuosamente llena de material de construcción, colocó, con todas las galas de la iglesia, al obispo de Valladolid encabezando a toda las órdenes religiosas asentadas en la ciudad, los miembros de los consejos, los grandes de España, el cardenal de Toledo, el arzobispo de Zaragoza y no iba el rey porque seguramente estaba cazando y además no era costumbre entre la realeza acudir a entierros, pero de otro modo, seguro que el todopoderoso y corrupto valido, le hubiera obligado a desfilar a su lado.

Habiéndose desecho de este infausto personaje, no obligó el rey, como tampoco parece que se obliga ahora, a que fueran devueltas a las arcas reales toda especie salidas de ella. Lo único que se consiguió y lo hizo el Conde-Duque de Olivares, fue desterrar al de Lerma, al que no pudo ahorcar por aquello que decía el chascarrillo.

viernes, 6 de febrero de 2015

FELIPE, EL IMPRUDENTE




Hace pocas semanas publicaba un artículo sobre el rey Felipe II y los beneficios que pretendía sacar de la alquimia, pseudo-ciencia que pretendía trastocar metales innobles en oro y en la que confiaba para salir de los enormes apuros económicos que atravesaba España.
Al escribir el artículo anteriormente mencionado, en el que a veces me referí al rey con el apelativo con el que ha pasado a la historia: El Prudente, recordé que cuando estudiaba historia en el bachiller, una profesora nos presentaba al rey como a una persona abúlica, con graves errores en su reinado que pasaron desapercibidos gracias a la enorme dimensión que tenía España en aquellos momentos y en todos los órdenes de la vida.
No pretendo y además, ni mis conocimientos ni mi formación me lo permiten, enjuiciar la figura histórica de Felipe II que ya han hecho insignes historiadores y biógrafos, solamente quiero destacar algunos aspectos de su vida, algunas de sus decisiones que me parecen que no son precisamente las de una persona prudente, sino más bien de todo lo contrario.
Aquella profesora nos comentó que uno de los grandes errores o imprudencias que Felipe II cometió durante su reinado fue no trasladar la capital del imperio a Lisboa, cuando por una de esas carambolas que el destino depara, se vio con la corona de Portugal sobre sus ya muy coronadas sienes.
En efecto, si Lisboa hubiese sido la nueva capital del imperio hispano-luso, la ciudad donde se asentara la corte más poderosa del mundo, aunque no hubiera sido con carácter definitivo, pero sí por algunos años alternándose luego con Madrid, es más que probable que los portugueses hubiesen aceptado de mejor ánimo la unión peninsular, como siglos atrás había sido y hoy, quizás, seguiríamos siendo un solo país.
Incluso no hubiese sido necesario rodear de gran boato el acontecimiento, pero una acción prudente aconsejaba que al menos el monarca, se hubiese desplazado hasta Lisboa con parte de su corte y durante algunos años hubiese alternado la capitalidad, él y sus sucesores, entre las dos ciudades.
Pero no, Felipe ni se movió de Madrid, ni nadie le debió aconsejar el hacerlo. Grave error que perjudicó a los dos imperios peninsulares que vivían y siguieron viviendo, de espaldas unos a otros.
De España ni buenos vientos, ni buenos casamientos, dicen los portugueses y, con ese dicho, retratan perfectamente cómo son las cosas.
Sin embargo, Felipe ha pasado a la historia como un gran rey, incluso como el Rey Prudente y es que no hay nada mejor para la posteridad que tu historia la escriba una amigo.
Porque ya pensando en aquel tremendo fallo estratégico, se me ocurrieron otros, que quizás no sean de mi total originalidad, pero el que alguien más cualificado lo hay pensado, no me priva de haberlo hecho yo también por mi cuenta.
Y así, repasando la vida del poderoso monarca, encontré algunas situaciones, en las que evidentemente el rey no daba ninguna muestra de ser prudente.
Felipe se casó con una doble prima, María Manuela de Portugal, de quien tuvo un hijo nacido en 1545, el príncipe Carlos. Un niño enfermizo, sin apenas vitalidad, de reacciones desconcertantes e inmorales que lo retrataban como un auténtico degenerado. A las puertas de la muerte por un grave accidente en el que se fracturó el cráneo al caer por unas escaleras cuando iba obsesivamente tras la hija de un jardinero de palacio, fue trepanado por el famoso médico Vesalio que consiguió mantenerlo con vida a costa de acentuar sus infortunadas y negativas cualidades, hasta convertirse en un verdadero esquizofrénico. Admitido por todos como un enfermo excéntrico y peligroso, su prudente padre se esforzó en nombrarlo heredero de la corona y así fue jurado en un acto de verdadera imprudencia al pretender colocar la corona sobre una mente desquiciada.

El príncipe Carlos, muy favorecido, en retrato de Sánchez Coello

Gracias a que, poco después, su intento de marchar a Flandes para unirse a los rebeldes, contra su padre, hizo que el rey lo confinara en palacio, en donde murió seis meses más tarde; de otra forma, a pesar de la extraordinaria prudencia de su padre, lo habríamos tenido de rey, en vez de Felipe III, aunque ¿quién sabe qué habría sido peor?
Claro que ya Carlos I, el emperador, había dado también muestras de poca prudencia en su forma de gobernar y en 1526 había prohibido la lengua árabe y el uso de las tradicionales vestimentas musulmanas.
Pues bien, en 1567, Felipe II renueva aquellas disposiciones y con mucho más rigor, pues a este rey le cegaba su fe y todo lo que no fuera catolicismo, le olía a azufre. Como contrapartida a sus exigencias religiosas, cuyo incumplimiento iba acompañado de graves castigos, tuvo que sofocar la insurrección de los moriscos, en la que Hernando de Córdoba y Válor, convertido en el caudillo Abén Humeya, tuvo en jaque, en Las Alpujarras, al ejército más poderoso del mundo y todo por la imprudencia de querer imponer un cristianismo a gentes fanáticas de otra religión.
La rebelión de los moriscos fue sofocada, más por tensiones internas de los insurrectos que por méritos propios del ejército español, pero el problema no se acabó, ni siquiera cuando fueron deportados y repartidos por diversas regiones españolas.
Lo mismo que quiso hacer con la Inglaterra de Isabel I, conocida como la Reina Virgen, que trataba de imponer lo que se dio en llamar religión anglicana en contra de Roma y con la que mantuvo una larga enemistad como consecuencia del apoyo español a los católicos. Aquella nefasta confrontación terminó con el desastre de la Armada Invencible, a cuyo frente el rey Felipe colocó a un hombre que no había visto el mar en su vida y que incluso se mareaba. Segunda imprudencia en un mismo asunto.
El duque de Medina Sidonia, Alonso Pérez de Guzmán trató de negarse a aceptar el nombramiento de almirante de la flota, cuando la mala fortuna se había llevado a uno de los mejores marinos que tenía España, don Álvaro de Bazán.
Pero nuevamente la imprudencia del rey le obliga a aceptar el encargo y claro, entre la poca suerte y la impericia del duque, el resultado fue el desastre de la Armada.
Pero si hubo un detalle revelador de la imprudencia de este rey no es otro que la confianza que por muchos años depositó en su secretario Antonio Pérez, el personaje más turbio de cuantos rodearon al monarca, a la vez que el más poderoso hasta que su ambición lo traicionó.
Este funesto episodio se conoce como Las alteraciones de Aragón y se inicia cuando Pérez se ve implicado en el asesinato político de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria, estando de por medio la princesa de Éboli (véase mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-plaza-de-la-hora.html ), incidente en el que también estuvo implicado el propio rey, del que se dijo que mantenía relaciones íntimas con la famosa y manipuladora princesa.

El secretario Antonio Pérez

Valgan estos ejemplos que ido entresacando del texto de Historia Moderna que estudié en Bachiller y que reflejan lo que al principio manifestaba.
No parece que, efectivamente, Felipe II fuese un rey prudente, es más seguro afirmar que era de una timidez invencible, de carácter retraído, que disfrazaba de una altivez que hacía temblar al cortesano más forjado.
Más que prudente, indeciso, como le hizo ver el papa Sixto V, cuando le pidió dinero para una segunda Armada contra el anglicanismo, y le contestó diciendo que no y alegando que el rey consumía tanto tiempo en meditar sobre sus empresas que cuando tomaba una decisión se había consumido el tiempo y el dinero.
Abúlico, tímido, desconfiado, irresoluto, altivo e imprudente y sin embargo quizás el mejor rey de la historia de España que no es culpable de que su cautela y falta de decisión haya sido interpretada como prudencia.
Su padre, el emperador Carlos, abdicó en 1556 y se retiró a Yuste. Un año después, los monjes del monasterio felicitaron al emperador en el primer aniversario de su abdicación y el emperador les contestó: Hoy hace justamente un año que abdiqué y un año que me arrepentí.
Cuentan también que el emperador, al tener noticias de la brillante victoria española en la batalla de San Quintín, contra el permanente enemigo francés, preguntó a su informador si su hijo había seguido la marcha victoriosa hasta París y al contestarle que no, exclamó: ¡A su edad y con su fortuna, yo no me habría parado a mitad del camino!
Y ciertamente hubiese sido una decisión muy acertada para acabar con la rivalidad francesa de una vez por todas, pero nuevamente la indecisión, que no la prudencia, obraron en su contra.