viernes, 2 de enero de 2015

¡LLÉVEME A MADRID!




Nada de extraño habría en que cualquier persona subiera a un taxi y pidiera al conductor que le llevase a Madrid. El viaje sería más o menos largo y costoso según se estuviese en Cuenca o en La Coruña, pero aparte esa circunstancia, todo parecería una situación normal.
Pero no nos sonaría tan corriente si esa misma frase la pronunciara una persona que estuviese visitando Samarcanda.
¿A quién se le puede ocurrir coger un taxi para ir a Madrid desde una ciudad que está a casi cinco mil kilómetros de distancia?
Yo pienso que a nadie en su sano juicio, a menos que no sea a este Madrid, la capital de España, a donde el viajero desee ir.
Expliquemos un poco este asunto.
Samarcanda, una de las ciudades más antiguas que existen en todo el mundo y que continúan habitadas desde que fueron creadas, tuvo una época de verdadero esplendor. Está situada en el corazón de Asia, al este del Mar Caspio y siendo una encrucijada de caminos, era la ciudad más importante de la famosa Ruta de la Seda. Actualmente pertenece a Uzbekistán, país del que fue su capital durante varios siglos.
Las caravanas que por allí pasaban la hicieron famosa y hasta allí llegó Alejandro Magno para conquistarla, y Marco Polo, para darle la fama mundial que ahora tiene.
La seda suponía enormes beneficios y la famosa Ruta regaba a su paso grandes cantidades de dinero que fueron haciendo que los primitivos “caravasares”, albergues a lo largo del camino, en donde se detenían las caravanas para reponer fuerzas, cambiar las monturas, simplemente refrescarse por un momento, fueran adquiriendo personalidad y convirtiéndose, poco a poco en ciudades.
Eso le pasó a Samarcanda hace más de dos mil setecientos años. Y su fama llegó a las páginas de Las mil y una noches, uniendo la belleza de unos relatos a lo enigmático de su nombre, hasta que la ciudad se convirtió en la capital de un inmenso territorio, rodeado de desiertos que hacen que su clima sea soportable, pese a estar en el centro del continente, lo que nos haría pensar en los fríos inviernos de Siberia, situada un poco más al norte.
En el siglo XIV, alcanzó Samarcanda su máximo esplendor cuando el guerrero Tamerlán, un turco-mongol, último de los caudillos nómadas de Asia Central, conquistó territorios que ocupaban más de ocho millones de kilómetros cuadrados, creando un imperio que gobernaba personalmente con mano dura y apoyado por un ejército de mercenarios nómadas de terribles costumbres bélicas .
Su figura y su nombre infundieron terror en Europa, pues a la manera de las hordas mongoles, arrasaba cuanto encontraba a su paso.
Pero Tamerlán tenía una especial disposición para apreciar el arte y así, en cada una de sus conquistas, era capaz de perdonar la vida a los artistas con la condición de que marcharan a Samarcanda, ciudad a la que había convertido en la capital de su vasto imperio, con la intención de embellecerla.
Así surgió una ciudad casi de ensueño, con bellísimos edificios, en donde, además, floreció la cultura.
Los enemigos de Tamerlán eran los turcos otomanos, por el oeste y los chinos, por el este y fue precisamente preparando una incursión contra China, cuando murió el caudillo mongol.
Pero llegó a ser tan poderoso que varios monarcas europeos, entre ellos Enrique III de Castilla y de León, quisieron tener alianzas con él, sobre todo temiendo el poderío que los turcos estaban adquiriendo en el Mediterráneo, desde donde asediaban al imperio romano de Bizancio, así como infestaban de piratería el Mare Nostrum.

Plaza de Registán, centro cultural de Samarcanda

Temeroso el rey castellano de que los turcos, envalentonados por sus victorias, vinieran en auxilio del reino nazarí de Granada, envió una embajada al sultán otomano, llamado Bayaceto I, embajada que formaban Payo de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos que llegó a su destino al mismo tiempo que los mongoles de Tamerlán se enfrentan a las tropas otomanas.
Los dos embajadores castellanos presenciaron, desde la primera fila del patio de butaca, cómo las huestes mongoles exterminaban a los turcos y cómo Bayaceto perecía en la batalla.
De inmediato cambiaron su embajada y se presentaron ante Tamerlán, al que hicieron entrega de los presentes que llevaban para el sultán turco.
El caudillo mongol queda muy reconocido de que su fama haya llegado hasta tan lejos y dispone que el viaje de vuelta a Castilla de los dos embajadores lo hagan acompañados de un embajador suyo llamado Mahomad Al Qazl, hombre muy culto que hablaba varios idiomas y acompaña a su embajada otros presentes para el rey castellano, así como varias esclavas liberadas del harem de Bayaceto.
Regresan todos a Castilla y ponen en conocimiento de Enrique III lo que ha ocurrido con los turcos, cuyo poder ha desaparecido, al menos momentáneamente y cómo los embajadores, en un alarde de astucia diplomática, habían trocado el destino de su embajada.
En vista de lo sucedido, el rey castellano decido estrechar sus lazos con Tamerlán y envía otra embajada, esta vez encabezada por el madrileño Ruy González de Clavijo, diplomático, poeta y Camarero Real, al que acompañan el fraile Alonso Páez de Santa María, teólogo y hombre de una gran cultura humanística que habla latín, griego, árabe y parsi; también le acompaña un funcionario real encargado de la guarda de los embajadores, llamado Gómez de Salazar, así como el embajador Al Qazl.
Esta embajada partió de El Puerto de Santa María, el lunes día veintidós de mayo de 1403, embarcando en una carraca en la que hicieron buena parte del viaje y llegando a Samarcanda un año más tarde. Fue un periplo lleno de incidentes y peripecias que Ruy González dejó plasmado por escrito en un libro de viajes llamado “Embajada a Tamorlán”, narración similar a la de Marco Polo y que no la desmerece nada.

Portada del libro de Ruy González

Casi todo el viaje se desarrolló por mar, navegando sin perder la costa, salvo de Baleares a Italia y de ésta a la península de Anatolia, la cual cabotearon.
Pasaron frente a Bizancio y atravesaron el Bósforo, entrando en el Mar Negro que recorrieron hasta desembarcar en la actual Georgia, para hacer a pie y a caballo el resto del camino hasta Samarcanda.
Llegaron a la ciudad pasado un año desde su salida de El Puerto de Santa María y cuando el caudillo mongol estaba preparando una incursión contra China, pero aún tuvieron tiempo de establecer con él buenos contactos, hasta el extremo de que el caudillo fundó una ciudad al norte de Samarcanda a la que puso de nombre Madrid, en honor a sus ilustres huéspedes.
Aún existe una calle en Samarcanda que lleva el nombre del embajador castellano y no es una calle de suburbio ni está perdida entre la maraña desconcertante de la ciudad. Por el contrario, es una céntrica avenida, con la que desde hace seiscientos años, conmemoran la llegada del embajador castellano.

Placa con el nombre de la calle
  
Pero aún hay más en aquel lejano país y es que, según los que han viajado hasta allí y probado su gastronomía, típicamente islámica, dicen haber comido un plato bastante característico que se hace en un caldero y en el que sus ingredientes son garbanzos y cordero, además de los aderezos propios, pero el resultado final es muy similar al del famoso “cocido madrileño”.
Nada tiene de extraño que el madrileño Ruy González les enseñase a preparar ese plato, en el que, como es lógico, había que sustituir el cerdo por el cordero que es la carne preferida de los mahometanos.

Así pues, en Samarcanda puedes coger un taxi y decirle que te lleve a Madrid, sin causar extrañeza en nadie. Lo único que ha cambiado con el tiempo es que la ciudad fue creciendo y engulló a la cercana Madrid que actualmente se ha convertido en un barrio periférico.

4 comentarios:

  1. Muy interesante me ha gustado mucho

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  2. Excelente, bien narrada y muy curiosa reseña histórica

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  3. Relato interesante, anecdótico y bien costruido!!! Un abrazo y que el año 2015 sea pródigo en artículos!!

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