Nada de extraño habría en que
cualquier persona subiera a un taxi y pidiera al conductor que le llevase a
Madrid. El viaje sería más o menos largo y costoso según se estuviese en Cuenca
o en La Coruña, pero aparte esa circunstancia, todo parecería una situación
normal.
Pero no nos sonaría tan corriente si
esa misma frase la pronunciara una persona que estuviese visitando Samarcanda.
¿A quién se le puede ocurrir coger un
taxi para ir a Madrid desde una ciudad que está a casi cinco mil kilómetros de
distancia?
Yo pienso que a nadie en su sano
juicio, a menos que no sea a este Madrid, la capital de España, a donde el
viajero desee ir.
Expliquemos un poco este asunto.
Samarcanda, una de las ciudades más
antiguas que existen en todo el mundo y que continúan habitadas desde que
fueron creadas, tuvo una época de verdadero esplendor. Está situada en el
corazón de Asia, al este del Mar Caspio y siendo una encrucijada de caminos,
era la ciudad más importante de la famosa Ruta de la Seda. Actualmente
pertenece a Uzbekistán, país del que fue su capital durante varios siglos.
Las caravanas que por allí pasaban la
hicieron famosa y hasta allí llegó Alejandro Magno para conquistarla, y Marco
Polo, para darle la fama mundial que ahora tiene.
La seda suponía enormes beneficios y
la famosa Ruta regaba a su paso grandes cantidades de dinero que fueron
haciendo que los primitivos “caravasares”, albergues a lo largo del camino, en donde se detenían las caravanas
para reponer fuerzas, cambiar las monturas, simplemente refrescarse por un
momento, fueran adquiriendo personalidad y convirtiéndose, poco a poco en
ciudades.
Eso le pasó a Samarcanda hace más de
dos mil setecientos años. Y su fama llegó a las páginas de Las mil y una
noches, uniendo la belleza de unos relatos a lo enigmático de su nombre, hasta
que la ciudad se convirtió en la capital de un inmenso territorio, rodeado de
desiertos que hacen que su clima sea soportable, pese a estar en el centro del
continente, lo que nos haría pensar en los fríos inviernos de Siberia, situada
un poco más al norte.
En el siglo XIV, alcanzó Samarcanda su
máximo esplendor cuando el guerrero Tamerlán, un turco-mongol, último de los
caudillos nómadas de Asia Central, conquistó territorios que ocupaban más de
ocho millones de kilómetros cuadrados, creando un imperio que gobernaba
personalmente con mano dura y apoyado por un ejército de mercenarios nómadas de
terribles costumbres bélicas .
Su figura y su nombre infundieron
terror en Europa, pues a la manera de las hordas mongoles, arrasaba cuanto
encontraba a su paso.
Pero Tamerlán tenía una especial
disposición para apreciar el arte y así, en cada una de sus conquistas, era
capaz de perdonar la vida a los artistas con la condición de que marcharan a
Samarcanda, ciudad a la que había convertido en la capital de su vasto imperio,
con la intención de embellecerla.
Así surgió una ciudad casi de ensueño,
con bellísimos edificios, en donde, además, floreció la cultura.
Los enemigos de Tamerlán eran los
turcos otomanos, por el oeste y los chinos, por el este y fue precisamente
preparando una incursión contra China, cuando murió el caudillo mongol.
Pero llegó a ser tan poderoso que
varios monarcas europeos, entre ellos Enrique III de Castilla y de León,
quisieron tener alianzas con él, sobre todo temiendo el poderío que los turcos
estaban adquiriendo en el Mediterráneo, desde donde asediaban al imperio romano
de Bizancio, así como infestaban de piratería el Mare Nostrum.
Plaza de Registán, centro
cultural de Samarcanda
Temeroso el rey castellano de que los
turcos, envalentonados por sus victorias, vinieran en auxilio del reino nazarí
de Granada, envió una embajada al sultán otomano, llamado Bayaceto I, embajada
que formaban Payo de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos que llegó a su
destino al mismo tiempo que los mongoles de Tamerlán se enfrentan a las tropas
otomanas.
Los dos embajadores castellanos
presenciaron, desde la primera fila del patio de butaca, cómo las huestes
mongoles exterminaban a los turcos y cómo Bayaceto perecía en la batalla.
De inmediato cambiaron su embajada y
se presentaron ante Tamerlán, al que hicieron entrega de los presentes que
llevaban para el sultán turco.
El caudillo mongol queda muy
reconocido de que su fama haya llegado hasta tan lejos y dispone que el viaje
de vuelta a Castilla de los dos embajadores lo hagan acompañados de un
embajador suyo llamado Mahomad Al Qazl, hombre muy culto que hablaba varios
idiomas y acompaña a su embajada otros presentes para el rey castellano, así
como varias esclavas liberadas del harem de Bayaceto.
Regresan todos a Castilla y ponen en
conocimiento de Enrique III lo que ha ocurrido con los turcos, cuyo poder ha
desaparecido, al menos momentáneamente y cómo los embajadores, en un alarde de
astucia diplomática, habían trocado el destino de su embajada.
En vista de lo sucedido, el rey
castellano decido estrechar sus lazos con Tamerlán y envía otra embajada, esta
vez encabezada por el madrileño Ruy González de Clavijo, diplomático, poeta y
Camarero Real, al que acompañan el fraile Alonso Páez de Santa María, teólogo y
hombre de una gran cultura humanística que habla latín, griego, árabe y parsi;
también le acompaña un funcionario real encargado de la guarda de los
embajadores, llamado Gómez de Salazar, así como el embajador Al Qazl.
Esta embajada partió de El Puerto de
Santa María, el lunes día veintidós de mayo de 1403, embarcando en una carraca
en la que hicieron buena parte del viaje y llegando a Samarcanda un año más
tarde. Fue un periplo lleno de incidentes y peripecias que Ruy González dejó
plasmado por escrito en un libro de viajes llamado “Embajada a Tamorlán”,
narración similar a la de Marco Polo y que no la desmerece nada.
Portada del libro de Ruy
González
Casi todo el viaje se desarrolló por
mar, navegando sin perder la costa, salvo de Baleares a Italia y de ésta a la
península de Anatolia, la cual cabotearon.
Pasaron frente a Bizancio y
atravesaron el Bósforo, entrando en el Mar Negro que recorrieron hasta
desembarcar en la actual Georgia, para hacer a pie y a caballo el resto del
camino hasta Samarcanda.
Llegaron a la ciudad pasado un año
desde su salida de El Puerto de Santa María y cuando el caudillo mongol estaba
preparando una incursión contra China, pero aún tuvieron tiempo de establecer
con él buenos contactos, hasta el extremo de que el caudillo fundó una ciudad
al norte de Samarcanda a la que puso de nombre Madrid, en honor a sus ilustres
huéspedes.
Aún existe una calle en Samarcanda que
lleva el nombre del embajador castellano y no es una calle de suburbio ni está
perdida entre la maraña desconcertante de la ciudad. Por el contrario, es una
céntrica avenida, con la que desde hace seiscientos años, conmemoran la llegada
del embajador castellano.
Placa con el nombre de la calle
Pero aún hay más en aquel lejano país
y es que, según los que han viajado hasta allí y probado su gastronomía,
típicamente islámica, dicen haber comido un plato bastante característico que
se hace en un caldero y en el que sus ingredientes son garbanzos y cordero,
además de los aderezos propios, pero el resultado final es muy similar al del
famoso “cocido madrileño”.
Nada tiene de extraño que el madrileño
Ruy González les enseñase a preparar ese plato, en el que, como es lógico,
había que sustituir el cerdo por el cordero que es la carne preferida de los
mahometanos.
Así pues, en Samarcanda puedes coger
un taxi y decirle que te lleve a Madrid, sin causar extrañeza en nadie. Lo
único que ha cambiado con el tiempo es que la ciudad fue creciendo y engulló a
la cercana Madrid que actualmente se ha convertido en un barrio periférico.
Muy interesante me ha gustado mucho
ResponderEliminarExcelente, bien narrada y muy curiosa reseña histórica
ResponderEliminarExcelente e interesante a la vez
ResponderEliminarGracias!
Relato interesante, anecdótico y bien costruido!!! Un abrazo y que el año 2015 sea pródigo en artículos!!
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