No es la primera vez que trato sobre
la inmoralidad, la promiscuidad sexual, en la que muchos de los representantes
de Jesucristo en la Tierra se han visto envueltos, pero es que hay casos en los
que, sin querer ofender en ningún momento las creencias de los que tienen la
fortuna de seguir una doctrina sin detenerse a analizar su contenido, no tengo
más remedio que detenerme y exponerlo, a la vez que expreso mi más profunda
sorpresa al comprobar que aún después de tanto escándalo, la doctrina siga
existiendo, cuando lo normal es que se hubiera extinguido por la falta de
ejemplo de sus más altas magistraturas.
Ya me imagino cual será la respuesta
de alguno a los que antes me he referido, pero yo prefiero respuestas más
acertadas, más cercanas a la vida real y no tan próximas a la entelequia.
Hasta muy avanzada la Edad Media era
normal que los sacerdotes, vicarios, obispos, cardenales e incluso el papa,
estuviesen casados, o tuviesen novias, amantes, queridas o como queramos
llamarlas, tanto fijas como esporádicas.
Esta costumbre de tener a sus
ministros debidamente sujetos en la esfera matrimonial que muchas otras
religiones consideran como higiénica y beneficiosa para el clero, tenía una
fuerte corriente de oposición dentro de la Santa Madre Iglesia Católica, que
consideraba, no sé por qué razón, que Jesucristo había sido un soltero y que
sus apóstoles renunciaron a su familia para seguirle.
Indudablemente que tras esta singular
creencia se ocultaba la profunda misoginia de algunos de los llamados “Padres
de la Iglesia” de los primeros tiempos que abjuraban del matrimonio y que
llegaron a decir aquello de: “cosa impía e impura es el matrimonio”, sin
considerar que gracias a esa institución estábamos todos aquí.
Pero, en fin, así estaban las cosas y
de cuando en cuando, llegaba a la silla de Pedro un pontífice que se las
prometía felices para arreglar la cosa de los amancebamientos y las
barraganerías, además de prohibir totalmente los matrimonio.
El veintidós de abril de 1073 fue
elegido papa uno de esos: Hildebrando de Soana, hombre influyente en la curia
romana, pues había sido secretario de Gregorio VI, tesorero de León IX y el
hombre más influyente en los papados de Nicolás II y Alejandro II,
representando la corriente reformista que trataba de cambiar las costumbres
morales del curato, entendiendo por morales solamente las referidas a la
sexualidad.
Hildebrando adoptó el nombre de
Gregorio VII y ¡oh!, casualidad, resultó que ni siquiera estaba ordenado como
sacerdote, requisito imprescindible para ser papa. Por tanto no era cura y
mucho menos obispo o cardenal.
Un mes más tarde era ordenado a toda
prisa, así que la curia sentó en la silla de San Pedro a un laico.
Por supuesto que no había unidad de
criterios en el colegio cardenalicio y una buena facción de los llamados
príncipes de la Iglesia le censuraban que había alcanzado el pontificado
mediante sobornos, artimañas de baja estofa y otras acciones a cual más
censurable, por lo que le daban el apelativo de San Satanás.
Siglos más tarde, el propio Lutero,
reformador de la Iglesia, lo definía con el calificativo que da título a este
artículo: Hoguera del infierno.
No se puede negar que este Gregorio
era un hombre de carácter, pues llegó a excomulgar al emperador del Sacro
Imperio, Enrique IV, por el tema, que ya otras veces también he tratado, de las
investiduras.
Exigió a reyes y príncipes que besaran
sus pies, costumbre que ya existía pero sin exigencias y que se extiende desde
entonces hasta que un papa que padecía úlceras sifilíticas en los pies, eximió
a la humanidad de besárselos, a la vez que de soportar el hedor que
desprendían.
Algunos historiadores eminentes
estiman que este papa dictó personalmente el llamado “Dictatus Papae”. Una
colección de prerrogativas papales nada desdeñables y a la que todos deberíamos
echar un vistazo, aunque sea por la mera curiosidad de adentrarnos un poco en
la mentalidad papal de la época.
Con su recio carácter, el papa
Gregorio, pretendía imponer el celibato y proscribir el concubinato o el
amancebamiento de cualquier clase dentro de la Iglesia, sin embargo él
mantenía una relación amorosa con una de las mujeres más influyentes y
poderosos de su época: Matilda de Canossa, condesa de Toscana, joven y
bellísima esposa del hombre más poderoso de Italia, Godofredo el Jorobado y
públicamente reconocida como la amante del papa.
Retrato de Matilda de Canossa
En el año 1075, el papa Gregorio
proclamó la Ley del celibato sacerdotal “ad divinis” y destituyó a todos los
curas casados, pero su lucha topó con una fuerte contestación, en Alemania,
Francia e Inglaterra, aunque entre el populacho aquella directiva papal supuso
levantar la veda contra los clérigos y en buena parte de Europa, de la que
España no quedó libre, se desató una persecución a muerte que se llegó a
cumplir, tan sacrílegamente, como que muchos sacerdotes murieron dentro de las
iglesias, asaltadas por las turbas y en el pleno ejercicio de su ministerio.
Nada mejor les ocurrió a las esposas de estos clérigos que fueron violadas y
asesinadas y su hijos muertos en las mismas iglesias.
Muchos obispos y arzobispos
protestaron por tan sangrientos sucesos, recriminando al papa que era capaz de
prohibir castos matrimonios dentro de la Iglesia, cuando aprobaba el asesinato.
Matar a un clérigo no era un crimen, pero lo era que estos amasen a sus
esposas.
Muchas esposas consiguieron huir
degradando sus vidas para poder subsistir hasta convertirse en prostitutas,
ladronas o buscándose la vida de la mejor manera posible.
Pero aunque el populacho, que si le
das la oportunidad de divertirse a costa de un cura o de su mujer, estará
encantado en aprovecharla, veía con buenos ojos la política de austeridad que
el papa quería imponer, las jerarquías eclesiásticas sabían que no podrían
encontrar hombres castos con los que reemplazar a los buenos sacerdotes casados
que se negaban a abandonar a sus esposas, pues lo que ocurrió es que mucho
advenedizo entró a formar parte del clero con el voto de castidad, mientras
oculta en su casa mantenía a su amante. Y así, bajo el liderazgo del obispo de
Pavía, un buen número de prelados decidieron excomulgar al papa que había
propiciado el libertinaje del clero en lugar de la moral del matrimonio. Los
obispos rebeldes, reunidos en el concilio de Brixen, bellísima ciudad del Tirol
austriaco, decidieron condenar al papa por el innoble divorcio entre
matrimonios legítimos, acusándole además de herejía, magia, simonía y pacto con
el diablo.
La Nochebuena del año 1075, mientras
el papa Gregorio oficiaba en la iglesia de Santa María la Mayor, un grupo de
hombres armados irrumpió por la fuerza en el templo, prendieron al papa y lo
hicieron prisionero en una torre del castillo de la familia Cenci. Un grupo de
sus adeptos, consiguió liberarlo pocos días después.
Francesco Fiorentini, historiador del
siglo XIX, estima que fue Godofredo el Jorobado quien planeó el golpe contra el
papa y no solamente por la cuestión sacra, sino también por el peso de los
cuernos que cada vez le costaba más trabajo llevar.
El emperador del Sacro Imperio Germánico,
Enrique IV y veintiséis obispos, se reunieron en Alemania para juzgar al papa,
al que encontraron culpable de tres delitos, el más grave el de su concubinato
con mujer casada, pero el papa no lo dudó, los excomulgó a todos y también
excomulgó al emperador.
En aquellos tiempos, estar a mal con
la Iglesia era una situación muy comprometida, así que Enrique IV decidió pedir
perdón al papa, para lo que viajó hasta la fortaleza de Matilda Canossa, en
donde se encontraba el papa con su amante, el cual se negó a recibirlo,
obligándole a permanecer tres días a la intemperie y solo por la intervención
de su amante, consintió recibirlo en ropas de penitente y con la cabeza
cubierta de cenizas.
Enrique IV implorando el perdón
del papa, ante Matilda de Canossa
Enrique se arrepintió y besó los pies
del papa, pero su arrepentimiento duró poco y en 1080 invadió Roma, deponiendo
al papa y colocando en el trono de Pedro a Clemente III, un antipapa. Gregorio
se refugió en el castillo de Sant Angelo, de donde fue rescatado por un
ejército de mercenarios de las más diversas etnias que su amante Matilda formó.
Nuevamente en la silla de Pedro, los
mercenarios que le servían de guardia pretoriana, se dedicaron, durante cuatro
años, al saqueo y violaciones en la ciudad de Roma, hasta que el pueblo, harto
de soportar la situación, decidieron repudiar a Gregorio y reconocer al
antipapa Clemente.
Gregorio murió poco después, en 1085.
Su sucesor, Desiderio, el abad de Montecasino, le sucedió en el solio
pontificio con el nombre de Víctor III y del que se dijo que para llegar al
trono había pasado previamente por la cama de Matilda.
Otros dos papas posteriores también
pasaron por la alcoba de la bella Matilda que junto con Teodora y su hija
Marozia, de las que ya hablé artículos atrás, forma una trilogía de mujeres
influyentes en el papado por la vía de lo “húmedo”.
Por cierto, siglos después,
concretamente en el XVII, Gregorio fue santificado.
Enterrada en el Vaticano.
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