sábado, 18 de julio de 2015

EL EMPERADOR NORTON I




Acaba de ingresar en prisión, no sé muy bien por qué motivos, el líder de la casa Ruiz-Mateos, el octogenario empresario protagonistas de escenas esperpénticas en las que aparecía vestido de presidiario o de Superman, o queriendo dar una “leche” a un compungido Boyer, causante de sus males.
El recurso al esperpento en algunas personas que habiéndolo tenido todo, se ven de pronto en la más profunda ruina, suele ser más común de lo que parece, aunque afortunadamente hay muchas otras personas que en situaciones parecidas, conservan la calma y el sentido común, aunque su situación sería para rebelarse de cualquier manera.
Una situación de verdadero esperpento es la que vivió, a finales del siglo XIX, un ciudadano de los Estados Unidos, llamado Joshua Abraham Norton, que pasó a los anales de la historia como “Norton I”, cuando se autoproclamó “Emperador de los Estados Unidos y Protector de Méjico”.
Claro está que una autoproclamación no supone nada más que la realización de un sueño que no tiene más reconocimiento que el que se haga a la vesania del protagonista, pero en este caso particular la cosa llegó más lejos, pues por diversas razones, los conciudadanos de Nortón I, empezaron a tomarle cariño, a preocuparse por él, e incluso a sentirlo en el momento de su muerte.
La historia no aclara mucho que procedencia tenía este ciudadano de familia judía y que muy probablemente tenía sus raíces en Inglaterra.
Su fecha de nacimiento permanece ignorada y solo se conoce la de su defunción, el ocho de enero de 1880, en la que se certificó la muerte de un varón de entre sesenta y cinco y setenta años, lo que nos lleva pensar que nació entre 1810 y 1815, sin embargo, documentos posteriores revelan que a la edad de dos años, emigró con sus padres a Sudáfrica en 1820.
Allí, en lo más alejado del continente negro, la familia Norton consiguió hacerse un hueco en el próspero mercado de materias primas que se explotaban en Sudáfrica y apoyados por otras familias judías, con las que estaban emparentados, consiguieron acumular una importante fortuna.
 A la muerte de sus padres y lo suficientemente rico, Norton emigró a los Estados Unidos, asentándose en San Francisco allá por el año 1849, en plena euforia de la fiebre del oro.
Norton se inició en el mundo de los negocios americanos, empezando a invertir en productos de alimentación, de los que la costa del Pacífico andaba escaso, pues todos los campos se habían abandonado para ir a buscar oro.
Ganó mucho dinero, pero su espíritu ambicioso le jugó una mala pasada cuando quiso, con su potencial económico, influir en el precio del arroz, que se consideraba un producto alimenticio clave.
La operación le salió mal cuando, después de invertir todo su capital en la compra de arroz chino, las autoridades de aquel país hubieron de detener las exportaciones de este cereal a causa de una hambruna de desconocidas proporciones que se desató en China. Esto hizo que los precios subieran de manera estelar, lo que habría supuesto unas enormes ganancias para Norton, pero se negaba a vender su arroz, esperando mayores ganancias, cuando empezaron a llegar cargamentos desde Perú, que Norton trataba de comprar, para mantener revalorizada su mercancía. Pero llegó un momento en el que las existencias del cereal eran tan altas que el precio cayó en picado, arrastrando al judío a la ruina.
Entonces se metió en pleitos con distintas empresas importadoras e incluso con las instituciones gubernamentales que fue perdiendo uno a uno, hasta que los bancos hipotecaron sus propiedades para pagar las deudas y en 1858 no tuvo más remedio que declararse en bancarrota.
Se exilió voluntariamente de San Francisco y durante un año desapareció, regresando luego con unas ideas nuevas, en las que culpaba al sistema norteamericano de su ruina y de la de muchos otros comerciantes como él y que para remediar aquella injusta situación, se proclamaba “Emperador de los Estados Unidos”, en una declaración que envió a todos los medios de comunicación más importantes del país y en la que venía a decir que por decisión suya y a petición de una gran mayoría de los ciudadanos, se declaraba y proclamaba emperador, conminando a los representantes de los Estados de la Unión a reunirse con él en asamblea, para lo que ofrecía la sala de conciertos de la ciudad de San Francisco.
No se tiene constancia de que asistieran los convocados representantes y la prensa daba a la noticia el toque jocoso que merecía, pero Norton, lejos de arredrarse empezó a publicar decretos en los que denunciaba el fraude, la corrupción de la casta política y de los jueces, la violación de las leyes por parte de los partidos, la influencia soterrada de las sectas políticas y muchas cosas más que dejaban indefenso al ciudadano frente a los poderes.
Llegó incluso a decretar la abolición del Congreso de los Estados Unidos, ordenando al comandante en jefe del ejército que desalojara todas las salas del edificio.

La estrafalaria figura del “Emperador”

Como es natural, estas locuras eran sistemáticamente ignoradas por los poderes, pero calaban muy hondo en el sentimiento popular y muchas personas empezaron a apoyarle en su loca tarea.
Llegó a alquilar un edificio de apartamentos en donde instaló “su corte” de chiflados visionarios como él que le acompañaban cada tarde en el recorrido de inspección que hacía por la ciudad, controlando el funcionamiento de los servicios, el estado de las alcantarillas, la fluidez del tráfico, la presencia de embarcaciones en los puertos y cuantas otras cosas se le pudieran ocurrir.
Pero no todo eran locuras en este estrafalario personaje, pues en una de las órdenes que lanzó, mandaba construir un puente que comunicase las dos riberas de la bahía de San Francisco sin interrumpir la navegación y señalaba los dos puntos en que debía tocar la tierra que son exactamente los mismos que hoy ocupa el famoso Golden Gate.
Aunque casi nadie lo tomaba en serio, a nadie molestaba su amistad, o su simple trato y de esa forma era invitado cada día a los mejores restaurantes de la ciudad o tenía reservado asiento en los teatros, en los que hacía unas entradas histriónicas, acompañado siempre por dos magníficos perros y recibiendo el respeto del público que se ponía de pie a esperar que el “emperador” se sentase.
De natural soltero, decidió casarse en un momento de su solitaria vida y no pensó nada más que hacerlo con la reina Victoria, con la que llegó a cartearse.
Hasta el genial Mark Twain se hizo eco de este personaje e incluso le escribió un epitafio cuando murió uno de sus famosos perros.
En el censo de la ciudad, verificado en 1870 el agente que rellenó los datos de Norton, consignó su nombre completo, su domicilio y en su ocupación puso “emperador”.
Llegó a imprimir billetes que, sorprendentemente, los ciudadanos aceptaban y cambiaban en paridad con los del mismo valor facial y que pasado el tiempo se han convertido en piezas de colección alcanzando altos precios en las subastas.
Al estallar la Guerra de Secesión americana, en 1861, Norton mandó llamar a los presidentes Lincoln y Jefferson, con el fin de mediar en el conflicto y acabar con las hostilidades. Como es natural, ninguno de los dos acudió al llamamiento del Norton, el cual decretó el alto el fuego que no fue seguido por nadie, pero sí muy bien acogido en aquella lejana parte del país que vivía la guerra como cosa extraña.
Con el paso de los años, su aspecto se fue degradando hasta el extremo de que en 1867 fue arrestado por vagabundo, lo que produjo tal indignación en la población de la ciudad que el propio ayuntamiento tomó cartas en el asunto, ordenando la liberación de Norton así como la adjudicación de un presupuesto para reponer su vestuario. Una comisión de concejales le visitó en su casa y le pidió disculpas, a lo que el emperador, haciendo gala de su magnanimidad, prometió olvidar el desagradable incidente.
Durante veintiún años estuvo afincado en esta farsa, viviendo permanentemente en San Francisco, hasta el extremo de que su figura llegó a convertirse en una atracción turística de la ciudad, hasta que en enero de 1880, víctima de un ataque de apoplejía, murió mientras daba un discurso en la Academia de Ciencias Naturales.
Fue enterrado, tras un funeral al que asistieron más de diez mil personas que congregó una cola de tres kilómetros, en el cementerio masónico de la ciudad y, ¡oh casualidad!, al día siguiente hubo un eclipse de Sol, que quizás inspirase a Mark Twain en el pasaje nudo de su novela Un Yankee en la corte del rey Arturo, ya que el famoso autor estuvo muy pendiente de la vida de Norton I.


Tumba de Norton I


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