Alguien
pensará que me he equivocado, que no era conde sino Conde-Duque, pero es que no
me propongo hablar de Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, sino de su
padre, Enrique de Guzmán, solamente Conde.
¡Pero qué
clase de conde!
Nació en
Madrid en 1540, en el seno de una de las más poderosas familias aristocráticas
españolas en la que recibió una exquisita formación, iniciándose precozmente en
los servicios de palacio, pues ya, con catorce años, acompañaba a su padre que
estaba al servicio del príncipe Felipe (futuro Felipe II) y con el que viajaron
por toda Europa.
Más tarde,
como paje del príncipe, le acompañó a Inglaterra donde contrajo matrimonio con
la reina María Tudor (María la Sangrienta o Bloody Mery, como la llaman los ingleses).
Como es
sabido este matrimonio estaba condenado al fracaso y a la muerte de la Tudor,
Felipe se casa de nuevo, esta vez con Isabel de Valois, para cuyo enlace el
conde es nombrado embajador en Francia.
Era una
persona de muy fuertes convicciones, testarudo, valiente y leal, que sufrió una
herida en una pierna en la batalla de San Quintín que le hizo cojear de por
vida, aunque él mismo decía que le había sido de enorme utilidad, pues con la
excusa de esa notable cojera, se liberaba de cuantos actos le resultaban poco
atractivos.
Se casó
con la hija del conde de Monterrey, María Pimentel de Fonseca, con la que tuvo
cinco hijos, el mayor de los cuales, Jerónimo murió en la infancia, lo que
proyectó la carrera de su segundo hijo, Gaspar de Guzmán y Pimentel, que llegó
a ser valido del rey Felipe IV, grande de España y sí, éste fue el Conde-Duque
de Olivares.
Al
fallecer su primogénito, sacó a Gaspar de los hábitos eclesiásticos que le
correspondían como segundón de familia y lo tuvo a su lado todo el tiempo,
acompañándolo, como él había ido con su padre, a cuantas actividades se vio en
la necesidad de afrontar.
Por su
fuerte carácter fue designado por Felipe II como embajador en Roma, a donde se
traslado con toda su familia. Allí, en el Vaticano, tuvo que lidiar con tres
papas, Gregorio XIII, Sixto V y Gregorio XIV.
Durante
los diez años que permaneció en el puesto, mantuvo una nutrida correspondencia
con el rey Felipe II, que según consta en la real correspondencia le tenía en
alta estima y consideración, de hecho lo mantuvo tantos años en el Vaticano,
pese a los calentamientos de cabeza que aquella embajada le supuso, como se
verá más adelante.
En el año
1569 falleció su padre, el primer conde de Olivares y él heredó el título y la
fortuna familiar que no era precisamente escasa y acrecentada por la de su
esposa, le convertía en uno de los hombres más ricos de este país y si sumamos
a eso el inmenso poder que detentaba ante el monarca, queda bien claro que era
un noble preeminente.
Tras esos
diez años de embajada, fue nombrado virrey de Sicilia y más tarde de Nápoles,
la perla italiana de la corona española.
Incluso
hasta en el decir de quienes fueron sus enemigos, ya en vida como después de su
muerte, pues entre la nobleza había fobias de lo más descarnadas, el conde
demostró tener una cabeza muy bien abastecida y resolvió problemas y conflictos
con inteligencia, discreción y agudeza.
Consiguió
casi todo en la vida, pero le quedó algo por lograr, mas educó y modeló a su
hijo Gaspar para que él lo consiguiera para la familia: ser Grande de España.
Retrato a plumilla de Enrique de
Guzmán
Pero
volvamos a su estancia en Roma, como embajador español.
En 1572,
gracias a su amistad con Felipe II y las presiones de este monarca, salió
elegido papa Gregorio XIII, el de la reforma del calendario, que desde entonces
se llama “Gregoriano”.
Este papa
gobernó la iglesia con inteligencia y autoridad durante trece años, al final de
los cuales el conde de Olivares estuvo como embajador, pero a la muerte de este
inteligente y estudioso pontífice, fue elegido Sixto V, hombre de carácter
enérgico que se proponía acabar con el desorden que imperaba en toda Roma y en
los Estados Pontificios.
No era muy
diplomático mantener al embajador de España, hombre enérgico donde los hubiera,
en un puesto diplomático, donde se las tenía que ver con un papa tan terco o
más que él mismo, pero Felipe II era el príncipe más importante de la
cristiandad, sostén de la Iglesia y emperador del mundo y en su mentalidad no
cabía doblegar su autoridad ante un poder tan escaso como el del papado que de
no ser por los poderes seculares, no se sostenía y así, contra todo pronóstico
y toda conveniencia política, mantuvo en su cargo al de Olivares.
Las
diferencias entre ambos personajes empezaron pronto y por cosas pueriles que el
conde trataba de zanjar sin prestar demasiada atención a la rigidez que
pretendía el pontífice, pero ocurrió un hecho de lo más grotesco que agrió
permanentemente la relación, al menos entre los personajes, ya que las
instituciones se guardaban muy mucho de agredirse, sabiendo el daño que se
podía acarrear.
Así,
empezaron las desavenencias, cuando el papa demostraba un claro enfrentamiento
con el rey español, por el que sentía verdadera antipatía y no quiso censurar a
los católicos franceses que apoyaban a Enrique de Navarra, contra Felipe II.
El
embajador español le pidió que condenase o censurase estas acciones y en vista
de la negativa papal, se la exigió con amenazas.
El papa
quiso expulsar de Roma al embajador y pidió su cese en varias ocasiones, pero
Felipe II no desaprobó a su diplomático. Al final esta situación insostenible
la arregló una epidemia de malaria que se llevó al papa por delante, dejando el
solio vacante para persona más afín a los intereses españoles.
Pero antes
de este episodio, de verdadera crisis diplomática, ocurrieron otros varios,
entre ellos éste.
Resulta
que el Conde de Olivares tenía por costumbre, como muchos otros nobles, llamar
a sus servidores por medio de una campana. Así, para servir los aperitivos, las
comidas, cerrar las cortinas o cualquier otra actividad doméstica, el conde
hacía sonar su campana.
Según
decía el propio papa, esta prerrogativa estaba exclusivamente reservada a los
cardenales, por lo que el embajador no podía usar dicho método, ni siquiera en
su propia casa, lo que era de todo punto chocante.
Óleo del papa Sixto V
Pero era
tal la autoridad espiritual pontificia que una acción como esta, traía
consecuencias y Olivares recibió la visita del cardenal Pereto que en principio
rogaba al embajador que no la tocase la dichosa campana. A esta petición
estaban prestos a unirse todos los enemigos y envidiosos del poder español y el
embajador francés y otras personalidades se adhirieron a la postura papal y el
conde de Olivares tuvo que prescindir de la campana.
Una
persona del carácter del conde no se iba a quedar de brazos cruzados ante
semejante ignominia y por tres veces se entrevistó con el papa pidiendo primero
y exigiendo después que le permitiese usar la campana.
Entre
otras razones, no muy consistentes, pues contra una orden estúpida poco se
puede argüir, esgrimía que su rey era el mayor príncipe del mundo y que la
Santa Sede obtenía de España dos veces más dinero que de todo el resto de la
cristiandad, cosas ambas que eran ciertas, pero que ninguna mella hacían frente
a la tozudez de Sixto V.
En una de
estas reuniones, el papa, queriendo mostrarse distante con el embajador,
jugueteaba con un perrillo faldero, al que parecía prestar mucha más atención
que al noble español. Éste, encolerizado, le arrebató el perro y lo dejó en el
suelo, obligando al papa a que le prestase atención.
Pero de
nada servían las muchas razones aducidas por el embajador, que se encontraba
con la férrea negativa del papa a que utilizara una campana para llamar a su
servicio.
En vista
de que por la buenas no era posible hacer entrar en razones al pontífice, el
conde de Olivares, que no se arredraba ante nada, optó por cambiar la forma de
llamar a sus servidores y esta fue disparando cañonazos cada vez que se le antojaba
que le prestaran algún servicio.
A los
pocos días, Roma estaba soliviantada por los tremendos estallidos y los
temblores que los cañonazos producían, pero nada podía decir el papa de esta
forma de llamar al servicio.
Ante el
cariz que tomaban los acontecimientos, el papa le envió un recado en el que le
decía que podía seguir usando la campana.
Dicen que
los berrinches que agarraba el Santo Padre, por los desplantes impetuosos y
altaneros del español, fueron capaces de amargar sus días, ante la impotencia
para quitarse de encima a este personaje y que incluso pudieron acelerar su
muerte.
Sobre este
último punto, parece ser cierto que murió a consecuencia de la malaria, o al
menos eso es lo que sus médicos certificaron, pero mucho se habló de que había
sido envenenado y de hecho, en una correspondencia encontrada años después,
cuando incluso su hijo, el Conde-Duque de Olivares ya había caído en desgracia,
se dice que el padre de este valido había manifestado que por servicios a su
patria y a su rey tenía en su conciencia haber muerto a un papa, siendo
embajador.
Si esto es
cierto o no, será difícil de averiguar, pero que coraje no le faltaba, es muy
cierto.
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