miércoles, 14 de abril de 2021

¿LO MATÓ EL PROTOCOLO?

 


Eso fue lo que se dijo en su momento, pero la ciencia, que no se detiene en ningún momento dice cosa muy distinta.

Es indudable que hablamos de una persona de alto rango, concretamente del más alto que se pudiera detentar en aquella época, pues esta persona era el rey de España Felipe III.

De escasa salud, indolente, desidioso e incapaz de sacrificarse por nada que no fueran los juegos de naipes o las partidas de caza, Felipe III fue el primer rey español que puso su corona a disposición de un valido, el duque de Lerma, que lo manejó como se manejan los hilos de una marioneta. Ya hubieron otros validos en Castilla, como Álvaro de Luna o Juan Pacheco, pero aún no era España.

Felipe III se casó con Margarita de Austria-Estíria, la última de tres hermanas de la nobleza alemana que se ofrecieron al príncipe Felipe que incapaz de elegir, dejó en manos de su padre y de su hermanastra la elección de la esposa, con tan mala fortuna que la primera elegida falleció de inmediato y mientras se comunicaba a Madrid la triste noticia y se elegía una segunda esposa, ésta también fallece, por lo que al final se casa con la única que continúa viva, la cual  viene a España con su hermanastra Greta, hija bastarda del mismo padre, el archiduque Carlos II de Baviera.

 

Retrato de Felipe III

La muerte de Margarita a los pocos días de dar a luz, por fin a un varón saludable, al que se pondrá de nombre Felipe y reinará como IV, está recubierta de un halo de misterio y tras el funesto desenlace se quiso ver la mano del duque de Lerma, el cual mantenía con la reina una tensión persistente, pues Margarita advertía constantemente a su esposo sobre las perversas intenciones del valido.

Después de un parto muy dificultoso y cuando empezaba la reina a reponerse, una tarde, tras tomar su taza de chocolate a que acostumbraba, empezó a sentirse mal y en pocas horas falleció.

Una desgracia para el rey, muy enamorado de su esposa y para el país que quería mucho a su reina. Felipe III no volvió a casarse y siguió con su rutina de vida, dejando al de Lerma al mando de todo.

Este valido pensaba únicamente en su beneficio personal y como si fuera de los tiempos actuales, su principal actividad lucrativa era la especulación del suelo. Estaba tan desprovisto de escrúpulos que tras comprar unos terrenos en lugares estratégicos de Valladolid, convenció al rey para trasladar allí la corte, con lo que el precio de sus terrenos se disparó de manera astronómica. Seis años más tarde hizo la misma operación en Madrid sin ningún recato y el rey accedió nuevamente a trasladar la corte a la villa.

Pero él no tenía la culpa, sino el que se lo consentía a pesar de las quejas que le llegaban al monarca.

El rey vivía prisionero de Lerma y del protocolo. Unas reglas estrictas asentadas en la corte desde que Felipe el Hermoso vino a España, instaurando lo que se llamó el Protocolo Borgoñón que tenía unas reglas difíciles de entender en estos tiempos y de las que puede servir de ejemplo ésta que Carmen Posadas relata en su novela sobre la perla Peregrina y que a su vez ha debido tener inspiración en unas crónicas publicadas por el Archivero Real Antonio Rodríguez Villa entre finales del siglo XIX y la fecha de su muerte, en 1912.

Cada una de las actividades del rey y de muchos de sus nobles que, por imitación a la corona, también adoptaron esas estúpidas costumbres, estaban regida por un protocolo férreo y si, por ejemplo, el rey quería tomar un vaso de vino, se lo tenía que comunicar al ujier que permanecía siempre cerca de él para atenderle en todas sus necesidades, el cuál a su vez tenía que llamar al “gentilhombre de boca”. Este caballero, en compañía del sumiller bajaba a las bodegas, donde otro sumiller le entregaba la copa en donde se serviría el vino, sobre una bandeja, normalmente de preciada factura.

Un servidor traía el vino en una jarra y otra jarra con agua, por si se quería rebajar. Con todos los elementos precisos subían a la estancia del rey, donde otro gentilhombre tomaba la copa y se la pasaba al médico para que la inspeccionara, tras lo cual se la cubría con un paño y se la entregaba al rey precedido por un grupo de seis maceros. Pero la copa no se entregaba directamente al rey sino al ujier al que el monarca había manifestado sus ganas de beber un poco de vino, el cual cogía la copa y arrodillándose, la ofrecía al rey mientras le sujetaba una bandeja bajo la barbilla, por si alguna gota se derramaba que no manchase su carísimo vestido.

Y así era todo, incluso para ir al excusado a hacer aguas menores o mayores, en donde después de cada evacuación, un gentilhombre de orinales, retiraba el producto del desecho. Y lo peor es que para este puesto, como para muchos otros había puñaladas traperas.

Todo un ejercicio de sencillez con el que se quería dejar patente, alejándose de la austeridad castellana, el carácter divino del monarca y su enorme distanciamiento del pueblo llano e incluso de la nobleza.

Como es natural y para cubrir las necesidades de personal que cada acto del rey necesitaba, la sola figura del monarca contaba con unos cinco mil servidores, número por otra parte similar a los servidores/asesores que tiene nuestro actual presidente del gobierno.

 

Hasta una serie de sellos correos, hace mofa del extremado protocolo

Hay que tomar en consideración varios factores que hacían necesarios tan elevado número de servidores. En primer lugar había cuatro instituciones que se encargaban de estos menesteres: La Casa Real, para administración, intendencia, conservación, seguridad, etc.; La Cámara Real, encargada del servicio, aseos, vestuarios, etc.; La Real Caballeriza, encargada de todo tipo de transportes y por último La Capilla Real, que se ocupaba de todos los aspectos religiosos que solían ser muchos.

En un almuerzo diario, al que se admitía público pueblerino, para ver alimentarse al monarca, se le servían hasta cien platos diferentes.

Felipe V, el primer Borbón, quiso aliviar tan rígido protocolo, pero incluso habiendo vencido en la Guerra de Sucesión, fue incapaz de vencer en aquella batalla y poner cortapisas al despilfarro que suponía aquellas costumbres, pues era tal la trama de intereses entrecruzados, que no tuvo sino obstáculos desde todos los lados.

Así las cosas, continuamos con el relato de lo que pudo haber acontecido para que el desafortunado Felipe III encontrase la muerte de una manera tan grotesca.

Según las crónicas a la que antes se hizo alusión, el monarca se encontraba sentado frente a una chimenea en el Alcázar de Madrid, un enorme palacio fortaleza que quedó destruido por un incendio en 1734 y sobre cuyo solar se levantó el actual Palacio de Oriente.

Era costumbre en tiempos de mucho frío tener chimeneas encendidas en diferentes lugares de palacio y en las grandes casas nobiliarias y frente a una de éstas enormes chimeneas, su majestad, el rey Felipe, descansaba de no haber hecho nada en muchos días.

La chimenea ardía a placer, quemando gran cantidad de leña y caldeando en demasía la estancia real. Parece que el rey tenía mucho calor, pero el protocolo le impedía levantarse y retirar un poco de leña, o llamar a alguien que lo hiciera. Eso tenía que hacerlo uno de los gentilhombres encargados de la persona real, ninguno de los cuales estaba presente en aquel momento.

Por fin apareció un noble (parece que identificado como Marqués de Polar), al que el rey le pidió que apagase o disminuyese el fuego, pero el marqués se excusó so pretexto de que el protocolo le impedía hacerlo, para lo cual tenía que llamar al duque de Uceda, hijo del duque de Lerma, valido del rey caído en desgracia.

Pero el de Uceda había salido y no estaba en el Alcázar, por lo que el rey tuvo que seguir soportando el calor que desprendía la chimenea que le produjo un sobrecalentamiento tal que al día siguiente tenía una erisipela en toda la cabeza, con fiebres muy altas de las que no se pudo recuperar.

Pero lo cierto es que el rey realizó en 1619 un viaje a Portugal con el fin de darse a conocer por su pueblo. De ese viaje ya regresó enfermo, además de muy aquejado por una melancolía extrema que lo acompañaba desde hacía muchos años y que ambas dolencias se fueron agravando con el tiempo. Es muy posible que el episodio de la chimenea contribuyese a un agravamiento de esa enfermedad que trajo de Portugal y que no está muy descrita, pero por sí misma, una erisipela no va a producir la muerte.

Una muerte estúpida tras una vida estúpida y vacía, en una sociedad no menos estúpida, porque nadie en su sano juicio, para no mermar su dignidad real, permanece sentado achicharrándose, en vez de levantarse y apagar el fuego, o simplemente retirarse de él.


3 comentarios: