Hay numerosos episodios de nuestra historia que han pasado tan desapercibidos que sabemos muy poco de ellos e incluso los ignoramos totalmente.
Uno de ellos, aunque en los últimos años se ha aireado bastante por razones más escabrosas que históricas, es la segunda boda del Rey Católico Fernando de Aragón con Germana de Foix y lo ocurrido a esta dama tras enviudar del rey de Aragón.
En efecto, al quedar viudo de la reina Isabel, quizás la monarca más prestigiosa de toda nuestra historia, Fernando se planteó la necesidad de un heredero para el trono de Nápoles e incluso para el de Aragón, rompiendo así la efímera unidad peninsular, pero sobre todo para evitar que Felipe El Hermoso, esposo de su hija Juana La Loca, pusiera sus manos en el trono de la reciente unidad peninsular y mucho menos en Aragón.
En eso estaba cuando decidió casarse con Germana de Foix, sobrina del rey francés Luis XII, con el que acababa de firmar la paz, después de muchos años de continuas guerras; y para ese matrimonio se firmaron unas capitulaciones matrimoniales que tras la boda, Fernando se afanó en revocar. Entre otras cosas se había pactado que el reino de Nápoles pasaría a la viuda, es decir, Germana, caso de fallecer Fernando sin descendencia, lo que a la postre vendría a significar que pasaría a la corona francesa.
El ladino rey católico, movió Roma con Santiago, nunca mejor dicho y consiguió que el papa Julio II, del que era su adalid, revocara dichas capitulaciones y siguió maquinando hasta conseguir que el papa fuera más allá, que excomulgara al rey francés con lo que en aquella época suponía una medida tan grave.
Fernando tenía cincuenta y tres años y su reciente esposa dieciocho, diferencia más que notable y mucho más en tiempos en que un hombre de esa edad era considerado casi un anciano.
Oleo de Germana de Foix y el escudo de armas familiar.
Pero a pesar de la diferencia, Fernando se afanó en lograr descendencia y a base de afrodisiacos y pócimas truculentas: la mosca hispánica (Cantárida), los testículos de toro, el “potaje crudo” y otros, consiguió embarazar a Germana, aunque el hijo alumbrado murió a las pocas horas de nacer.
A los diez años de matrimonio, Fernando falleció, dejando a su viuda, de veintiocho años en una situación muy comprometida.
Hacia España se dirigía en ese momento el heredero de la corona, Carlos de Habsburgo, hijo de Felipe y Juana, un joven de dieciocho años que no habla ni una palabra de castellano y que se encuentra solo ante un país que de momento le es hostil y al que habrá de ganarse poco a poco.
El rey Fernando había legado a su esposa las villas castellanas de Madrigal y Olmedo, además de cuantiosas rentas y cargos con los que la había dotado, como lugarteniente de Aragón, Cataluña y Valencia.
Unas rentas cuantiosas que ordenó a su nieto que cumpliera en su nombre en carta que le escribió poco antes de morir.
Sabiendo el nuevo rey que esas rentas serían muy difíciles de pagar en el futuro, se las cambió a su abuelastra por el señorío de Arévalo y de las dos villas que ya le habían sido legadas, con rango de vitalicio.
Actualmente Arévalo es una ciudad de mucho prestigio culinario, pero no alcanza a tener la importancia que en aquella época tuvo, porque fue incluso residencia real.
En Arévalo la noticia sentó francamente mal, pues habían conseguido, después de muchos años quitarse de encima a los Estúñiga, poderosa familia que ostentó el señorío de la ciudad y su comarca.
Pero Carlos estaba decidido a complacer los deseos de su abuelo y no solamente por obedecerle, sino porque “le había cogido mucha afición a su abuelastra”.
Germana era diez años mayor que él, no era muy guapa y además cojeaba sensiblemente, pero era muy alegre, divertida, buena conversadora, culta y hablaba francés, única lengua que Carlos dominaba, por lo que la corriente afectiva entre ambos surgió de inmediato. A esto hay que sumar que su abuela llevaba diez años en la corte y conocía a todos los nobles de España, por lo que al nuevo rey le resultó muy útil tenerla a su lado y en su afán por seducirla, la agasajaba con toda clase de veladas, torneos y demás fiestas palaciegas.
No tardó mucho en caer Germana en los brazos y en el lecho del rey y poco después de un año nació la infanta Isabel de Castilla, fruto de los amores entre la abuela y el nieto, que nunca la llegó a reconocer como hija y con la que tuvo escasas relaciones.
Desde muy niña fue acogida en el convento de Nuestra Señora de Gracia, en Madrigal de las Altas Torres, de donde Germana era señora y en donde ya custodiaban a dos hijas bastardas del rey Fernando el Católico.
Como es natural, en una España estigmatizada por el pecado, aquellas relaciones incestuosas eran muy mal vistas, pero se encargaron los amantes de disimularlas lo más posible y para acallar voces maledicentes, unos años después casó a su amante con un distinguido miembro de su séquito de alemanes que le acompañaron, concretamente con Fernando, el hermano del duque de Brandeburgo.
El nuevo matrimonio contaba con todo el apoyo real por partida doble y buena prueba es que Carlos la nombró a ella virreina de Valencia y a su esposo capitán general del mismo reino.
Por otro lado y siguiendo con la dación de Arévalo como señorío a Germana, ya decía más arriba que había sentado muy mal, tanto a la población como a su alcaide, el poderoso Juan Velázquez, testamentario de la reina Isabel la Católica, y además muy amigo del cardenal Cisneros, a la sazón regente de España tras la muerte de Fernando.
Fue el cardenal el que informó a su amigo lo que se cernía sobre Arévalo y este hombre, a pesar de su afección a la corona, decidió enfrentarse a ella, contra la arbitrariedad real de regalar la ciudad a su amante, para no pagarle las rentas que su abuelo había fijado.
Arévalo se preparó para un enfrentamiento armado, levantando barricadas a orillas del río Adaja y haciendo acopios de armas y artillería, así como formando un fuerte ejército con gente de a pie y a caballo.
Se da una circunstancia bastante desconocida acerca del alcaide Velázquez y es que su plana mayor figuraba una persona que andando el tiempo alcanzaría una extraordinaria fama. Se llamaba Ignacio de Loyola y en aquellas escaramuzas con las tropas reales, que no batallas, tomó la primera determinación importante de su vida que fue dedicarse por completo a la carrera de armas, dejando a un lado las relaciones cortesanas, para lo que había sido acogido en la villa por la esposa de Velázquez, María de Velasco, en otro tiempo íntima de la reina Germana.
Su segunda decisión fue crear la Compañía de Jesús, a la que transfirió el espíritu militar con el que había vivido.
Tras esa somera resistencia, más de cara a la galería, en Arévalo se aceptó la entrega a Germana, aunque los vecinos de la villa con su alcaide a la cabeza nunca reconocieron el nuevo señorío y siempre se consideraron integrados en la Corona y el solemne momento de la dación fue pospuesto hasta que el rey estuviese presente.
Al final, con la guerra contra los Comuneros, la importancia estratégica de la villa de Arévalo se consideraba de primer orden y el rey Carlos se vio en la obligación de ceder ante el concejo de la villa y a declarar que no se podía hacer la donación que se había otorgado a la que él llamaba “serenísima Señora Reyna de Aragón”.
Así pues aunque su voluntad era favorecer a su amante y su interés ahorrarse las rentas prometidas por su abuelo, al final la sensatez y el orden le hicieron desdecirse por lo más sensato.
Germana murió en Valencia en 1538, había engordado muchísimo, perdiendo parte de su atractivo, pero aún así fue capaz de enamorar a un tercer marido.
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