jueves, 1 de octubre de 2020

EL HURACÁN DE CÁDIZ


Los recuerdos de la infancia se graban de forma casi indeleble y aunque no es posible recordarlo todo, gran cantidad de esos recuerdo permanecen inalterables al paso de los tiempos.

Hace sesenta y dos años, en el mes de diciembre de 1958, nos despertamos una madrugada con un ruido constante y atronador de cristales rotos y objetos cayendo y rompiéndose.

No sé cuánto duró aquello, pero tan de pronto como había surgido, desapareció aquel estruendo. Había sido un ciclón, o un huracán, dijeron.

Asustados, nos levantamos y nos asomamos al patio. Mi casa tenía un patio central con una montera de cristales. No había ninguno en su lugar. Fuimos a ver qué pasaba en la calle y vimos cantidad de macetas que cayeron de los balcones, más cristales y toda clase de objeto que el viento había desplazado: trozos de cornisas, alguna almena de las azoteas y algún animal, perro, gato, gallina o conejo, al parecer muertos. Era muy común que en las azoteas de las casas hubiera pequeños gallineros o jaulas de conejos que el “huracán” destrozó.

Poco a poco la vida se fue normalizando y los vecinos salieron a la calle a comentar lo ocurrido.

Luego, nos vestimos y junto con los amigos del barrio, nos fuimos a recorrer la ciudad.

Ya he dicho muchas veces que mi pueblo es San Fernando, La Isla de León y entre muchas otras cosas es conocido por la gran cantidad de araucarias que lucen enhiestas como trofeos de los jardines de las casas de familias adineradas y en algunos parques públicos, casi todas traídas de las Américas por los marinos que allí estuvieron destinados y que ahora vivían en mi pueblo.

 

Portada del diario de Cádiz

La araucaria es un árbol majestuoso, alto y muy derecho y había sufrido muy mal el paso de aquella ventolera y muchos de aquellos testigos de cientos de años, habían sucumbido y yacían en el suelo, habiendo arrasado casas y jardines en su caída.

Con la normalización de la vida, nos dijeron que había sido un ciclón que había soplado desde el suroeste, con una fuerza extraordinaria y rachas de hasta ciento cincuenta kilómetros a la hora.

El desastre en que quedo sumida la ciudad duró muchos días y algunos de los amigos y compañeros de aquella época, lo recuerdan.

Parece que estas cosas solo pasan en el Caribe, donde cada año uno o dos huracanes azotan las islas y la costa sur de Estados Unidos, pero no es cierto, pueden suceder en cualquier lugar, siempre que se den una serie de condiciones climatológicas.

En la provincia de Cádiz han ocurrido algunas otras catástrofes naturales, sobre las que planea la más grave de todas: el maremoto de 1755, conocido como el de Lisboa, aunque en la bahía gaditana tuvo grandes repercusiones.

Hace ya unos años escribí un artículo en el que trataba este desastre natural que se puede consultar en este enlace:

http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2013/03/mi-cunado-manolo-y-el-ilustrado-roche.html

El pasado otoño la prensa publicó numerosas fotografías y documentales de una manga marina, es decir, un tornado, que se paseó a su antojo frente a las costas de Cádiz, afortunadamente sin tocar tierra, pero no siempre las cosas son así.

En la Historia de Cádiz de Adolfo de Castro ya se hace mención a un “huracán”  que asoló la ciudad y la bahía, causando enormes pérdidas en vidas humanas y bienes materiales. Pero con mucha más precisión se describe el catastrófico incidente en un libro llamado “Emporio del orbe”, Cádiz Ilustrada”, del fraile carmelita Gerónimo de la Concepción,

Este fenómeno ocurrió el 15 de marzo de 1671, domingo que en aquellos tiempos se conocía como Domingo de Lázaro, que en el calendario hispano mozárabe se refiere al quinto domingo de cuaresma.

En aquellos momento Cádiz era una de las ciudades más pujantes de España. Reinaba Carlos II y Sevilla y su importante puerto fluvial, estaban en declive frente a las comodidades náuticas que ofrecían Cádiz y su resguardada bahía.

La riqueza que fluía en la ciudad la había remozado considerablemente y las viejas construcciones habían sido sustituidas por modernos edificios de piedra en sus calles estrechas y bien alineadas

Es de considerar que en la época no se tuvieran elementos necesarios para hacer una distinción adecuada sobre los fenómenos atmosféricos, por eso desde el primer momento a éste se llamó “huracán”, cuando lo más probable es que se tratara de un tornado, dadas las circunstancias que se expondrán.

Para medir la intensidad de un tornado se emplea actualmente la llamada Escala de Fujita que igual a otras que dimensionan las catástrofes, lo hace por el poder de devastación. Sobre un límite de cinco, aquella situación llegó al grado tres, lo que da idea de su gravedad.

El fenómeno comenzó a las tres de la madrugada, con fuertes lluvias y vientos del sur con gran profusión de truenos y relámpagos y poco a poco se fue acercando a la costa un frente de fuertes vientos que terminó por entrar en la ciudad casi por su centro arrasando edificios, tejados, vallas y arbolado.

Según crónicas de la época y posteriores investigaciones, el “huracán”, cambió de rumbo, cosa que hizo en dos o tres momentos posteriores, sembrando muerte y destrucción a su paso, pero la dirección final fue de oeste a este, tocando el primer punto de la ciudad por el baluarte de San Sebastián y la recogida playa de La Caleta y saliendo a la Bahía más o menos a la altura del actual Muelle. En total, la zona de máxima devastación no superó los trescientos metros de anchura.

El hecho, relatado en varios documentos, de que las fuertes rachas de viento respetasen totalmente algunas partes de la ciudad y que a su vez hicieran cambios bruscos en la dirección, hace pensar que se trataba más del recorrido errático de un tornado que de un verdadero huracán, ya que si bien éstos suelen cambiar de dirección, sus frentes son lo suficientemente amplios como para abarcar zonas mucho más extensas que toda la ciudad de Cádiz.

Pasada la estrecha franja del istmo en el que se asienta la ciudad, las rachas de viento llegaron a la bahía, donde toda la flota anclada a resguardo se vio afectada y muchas de cuyas embarcaciones quedaron completamente destrozadas. Hasta un total de diecinueve embarcaciones de alto bordo, como navíos, naos, bergantines y otras, sufrieron tremendos daños y precisamente entre la marinería se registró el mayor número de víctimas, que se cifraron en más de seiscientas personas, de muy diferentes nacionalidades, pues los buques surtos eran de distintas banderas.

Muchos días después de la tragedia continuaban saliendo a las playas cuerpos de personas ahogadas.

Según estas cifras que junto con toda la descripción del fenómeno fueron recogidas por el escribano municipal Juan de la Sena, estaríamos ante uno de los tornado más mortífero de cuantos hay constancia, pues solamente lo superaría otro ocurrido en 1925 en los estados vecinos de Missouri, Indiana e Illinois, en los Estados Unidos que causó seiscientos noventa y cinco muertes.

Una de las principales consecuencias de aquella catástrofe fue el cambio radical que sufrió la construcción en la ciudad, donde se acostumbraba a tener en las azoteas unos miradores de influencia árabe, usados como lugar de esparcimiento, construidos de forma muy somera de los que el tornado no dejó ni uno solo a su paso.

Aquellos miradores fueron sustituidos por las llamadas torres-miradores que cumplían la doble finalidad de resultar un lugar de esparcimiento y un punto de observación sobre la llegada de barcos de las Américas y que forman una emblemática imagen de Cádiz.

 

Típico edificio gaditano con Torres-miradores

 




3 comentarios:

  1. Esperemos no vivir un fuerte tornado, con el virus que estamos sufriendo, nos sobra...

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  2. Amigo JM. No sé porqué siempre he creído que eras del Puerto. Como siempre, buena información. ¡Que no se repitan! GIR

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  3. Mi querido y admirado amigo, yo vivía en tu barrio, calle Jorge Juan y lo recuerdo vívidamente. Un abrazo

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