sábado, 11 de abril de 2015

UNA ISLA PARA PERDERSE




Una mañana de principios de julio del año dos mil dos, nos levantamos sobresaltados con una noticia de alcance internacional: Marruecos había desembarcado y ocupado la isla del Perejil, un islote de titularidad española.
Aquella ocupación fue un incidente armado patrocinado por media docena de gendarmes marroquíes y un número igual de Guardias Civiles españoles que desembarcaron también para restablecer el dominio español.
Al margen de que una estupidez como aquella nos podía haber llevado a un conflicto con Marruecos y que felizmente se resolvió sin emplear la violencia, la inmensa mayoría de españoles se hacía otra pregunta: ¿Dónde está la isla de El Perejil?
Y es que nadie había oído hablar de aquella isla, salvo los ciudadanos de Ceuta y los que de una u otra manera hubiéramos estado vinculados a aquella ciudad.
Allí, en Ceuta, cuando alguien quería aparentar más de lo que era, o mostraba en público su falta de modestia, rápidamente era nombrado “Marqués de la Isla de Perejil”.
El islote es un peñasco inhóspito, en donde solamente viven unas cuantas cabras que un cabrero marroquí cuida, sin que nadie se haya metido nunca con él, porque nunca nadie ha tenido interés alguno con esa peña que está a ocho kilómetros de Ceuta, pero oculta para la ciudad tras el promontorio del pequeño poblado de Belyounes, en donde tiempo atrás hubo una factoría ballenera española.
El incidente no tuvo más mérito que sacar del anonimato un “importante enclave español” al que después de recuperarlo militarmente, se le ha seguido dando la misma importancia que tenía antes, es decir, ninguna.
Y hago toda esta reflexión para sacar a colación algo que muchos españoles hemos ignorado durante muchos años y es que España, además de las Baleares, las Canarias, las Cíes, Alborán, las tres Chafarinas y el peñasco de Perejil, posee la titularidad legal sobre varias islas diseminadas por esos mares del mundo.
A ciento sesenta y cinco kilómetros al norte de las Canarias hay un mísero archipiélago que recibe el nombre de Islas Salvajes. Está compuesto por tres islas y varios islotes rocosos y en todo el conjunto solamente hay dos casas, uno del gobierno y otra de una pareja de ingleses que suele visitarlas de vez en cuando.
Estas islas habían sido descubiertas por pescadores canarios, cuando un navegante portugués dijo haberlas avistado por primera vez, cosa que era falsa. Desde hace quinientos años, España y Portugal mantienen ese litigio que no se ha solucionado y que, sin embargo, careciendo de interés político, esas islas tienen un gran interés económico de cara al futuro, pues ejercen la soberanía sobre una enorme extensión de mar y su fondo marino, de cara a futuras explotaciones, tanto pesqueras como de todo tipo, sin contar su potencial como turismo ecológico, ya que esas exiguas islas encierran numerosas especies autóctonas, tanto animales como vegetales.
En plena guerra civil española, Portugal presentó ante los organismos internacionales, demanda de titularidad de aquellos islotes que al no ser contestado por España que por razones obvias estaba a otros asuntos de mayor interés, fue fallado a su favor, pero por la parte española nunca fue aceptada aquella titularidad.

Una de las Islas Salvajes

Pero lo más llamativo en lo referente al tema que se trata es la titularidad española sobre varias islas del Océano Pacífico.
Después de haber sido durante siglos la primera potencia mundial presente en el distante océano, tanto que la historiografía lo llama “El lago español”, España entró en épocas de declive, como todo el mundo sabe, y que terminaron con la pérdida en 1898 de las Islas Filipinas, nuestro más importante enclave comercial en oriente.
Pero antes de que aquella pérdida ocurriera, ya potencias emergentes, como Alemania, habían tratado de apropiarse por la fuerza de algunas colonias españolas del Pacífico. Fue la llamada Crisis de las Carolinas, que por una vez y sin que sirviera de precedente, dado nuestro proverbial infortunio, se concluyó de manera favorable a los intereses españoles.
Años después llegaría la debacle y perdimos lo poco que nos quedaba como colonias importantes; eso sí, aunque una gran mayoría lo ignorábamos, conservamos numerosas posesiones en diferentes archipiélagos diseminados por el Índico y el Pacífico, a los que nadie interesaba, pues de otro modo los Estados Unidos, que nos arrebató Guam, Filipinas Puerto Rico y Cuba, hubiera hecho lo mismo con aquellos archipiélagos.
Acabadas las guerras de Cuba y Filipinas, España y EE.UU firmaron el llamado Tratado de París, por el que cedimos toda soberanía sobre las colonias.
Pero aquellos archipiélagos diseminados seguían siendo españoles, aunque la metrópoli era incapaz de atenderlos en ningún sentido, por lo que, un año más tarde, firmamos con Alemania el Tratado Hispano-Alemán, por el que les vendimos, por una cantidad ridícula, las islas, atolones, islotes, peñascos y archipiélagos, extendidos por una superficie del Pacífico mayor que la propia Europa. Y su precio fue veinticinco millones de pesetas.
Se elaboró una relación, una especie de inventario de todas las posesiones, pero era tan extenso el espacio sobre el que se actuaba que forzosamente algunas de nuestras posesiones hubieron de ser pasadas por alto y no se incluyeron en aquella relación.
Concretamente cuatro enclaves quedaron fuera del tratado pero de una forma tan natural que nadie se percató de que aquellas posesiones no se transferían. Eran los pequeñísimos archipiélagos de Güedes, Coroa, Pescadores y Ocea.
El archipiélago conocido por nosotros como Güedes, se llama actualmente Mapia y se encuentra al norte de Nueva Guinea; Coroa es actualmente Rongerik, a doscientos kilómetros al este de las celebre Islas Bikini.
Pescadores, situada al sur de la Micronesia, se llama actualmente Kapingamarangi y por último, Ocea, es un arrecife semihundido a pocos kilómetros de Güedes.

Mapa de la “Micronesia española” en rojo

En el año 1948, un jurista empleado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, llamado Emilio Pastor de los Santos, entretenía su tiempo ojeando los tratados firmados por España en los últimos años y casualmente fue a dar con el Hispano-Alemán, al que antes se hizo referencia.
También de forma casual descubrió que la soberanía de aquellos cuatro archipiélagos no había sido transferida a Alemania, por una razón muy simple: eran titularidad española, pero España nunca los había ocupado de manera formal, sino como parte integrante de otros archipiélagos más considerables.
Por tanto, España seguía siendo la titular de aquellas tierras, por muy poco importantes que fuesen y así se lo comunicó a sus superiores que, como suele ser ya una costumbre, actuaron de la manera que se esperaba.
España era un país muy pobre, apenas empezábamos a calmar el hambre que por lustros había atenazado a la población, estábamos aislados del mundo por aquella supuesta alianza con el Eje, no formábamos parte del concierto internacional y la OTAN nos ignoraba porque no éramos una democracia. Por otra parte, si España no había ocupado aquellas tierras cuanto tenía posesiones interesantes en sus alrededores, hacía suponer el escaso o nulo valor de las mismas y también, y de paso, la desfavorable interpretación que se pudiera hacer de los tratados internacionales, basándose en el nulo interés demostrado por nuestras posesiones.
A eso había que sumarle que España había demostrado claramente su intención de deshacerse de “todas” las posesiones en el Pacífico y que si se produjeron los lapsus detectados por el jurista, fueron ajenos a cualquier voluntad, por lo que no se estimaba la posibilidad de reclamar con éxito la titularidad de aquellas islas.
La respuesta ministerial estaba acertada, porque, además, aquellas posesiones que nunca fueron ocupadas por España, estaban afectas a estados soberanos e independientes de la Polinesia, que por uso y ocupación de los mismos durante siglos, ya estaban asumidos como propios.
Es evidente que España carecía de interés ni legal, ni administrativo, ni político para reclamar aquellas islas, pero quizás debió hacerlo, por una razón que ya antes se dijo y no es otra que por la soberanía en las aguas territoriales, que de momento no se sabe qué atesoran.
Afortunadamente, y aunque solo sea por mantener un principio de romántica dignidad, el propio jurista que había descubierto el gazapo del tratado, empezó a acuñar un término: Estado de Oceana, con el que empezó a describir las posesiones que todavía eran españolas.
Años después, alguien ha revalidado el título, incluso ha creado una página web que se puede visitar en esta dirección: http://www.estadodeoceana.org/ .
No es que nos valga de mucho, pero es una constancia de que España está presente en tres continentes y que aunque lo hemos perdido casi todo, aún conservamos algunas islas para perdernos.



Kapingamarangi, ¿quién no se quiere perder aquí?

3 comentarios:

  1. Es lo que necesito, una Isla para perderme una temporada!!

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  2. Todos los que hemos nacido en una isla pequeña, añoramos el poder visitar cualquiera de ellas, por muy pequeñas que sean.

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