jueves, 2 de abril de 2015

QUE PAGUE QUIEN NO DEBA





No estoy nada seguro, pero creo que fue Shakespeare, con El mercader de Venecia, de los primeros en llevar a la escena un juicio, con sus exposiciones y con su fallo. Fallo que por cierto resulta sorprendente para el auditorio que contempla la comedia por primera vez, dada la extrema y extraña originalidad del razonamiento del juez: una libra de carne, lo más cercana al corazón, pero nada se ha dicho de sangre, así que mucho cuidado en derramar ni una sola gota.
Después y hasta nuestros días, la capacidad de sorprendernos ante sentencias judiciales no tiene fin, basta echar un vistazo a las hemerotecas: "con los pantalones ajustados la mujer incitó al violador"; "solo o en compañía de otros" y un etcétera hasta donde queramos.
Pero esos veredictos salidos de contexto no son cosa privativa de nuestros días. Desde la más remota antigüedad se han venido produciendo juicios y sentencias como de la que hablamos hace un par de semanas.
Este que voy a comentar está mucho más próximo en el tiempo y en el espacio, pues ocurrió en España, eso sí, por la alta Edad Media y en un pueblo de Aragón, región con fama de varones rústicos que han generalizado el término “baturro” hasta el extremo de que se emplea para definir a personas de escasa sensibilidad.
En la localidad de Almudévar, pueblo situado a dieciocho kilómetros al oeste de Huesca y que en la actualidad tiene unos dos mil quinientos habitantes, faenaba en aquellos años del medievo un herrero cuyo nombre no se ha conservado; un rudo artesano que solía maltratar a cuantas personas a las que, considerando que estaban por debajo de él, no les admitía fallo de ningún tipo. Y como suele ser común en estos casos de violencia, maltrataba muy especialmente a su esposa, una humilde y resignada mujer que soportaba los constantes agravios de su marido que la hacía dormir desnuda en el suelo en pleno invierno, o la ataba y azotaba ante la más mínima falta, o jugaba con ella como si fuese un carnero al que iba a degollar.

Panorámica de Almudévar con su castillo románico.

En fin, que el hombre no era de muy agradable convivencia, pues sus reacciones eran siempre imprevisibles y temidas.
Cierto día en que se encontraba en su taller de herrería calentando unos hierros para hacer una reja para un arado, se presentó su mujer a llevarle la comida del mediodía, cosa que era costumbre en los pueblos y hasta no hace mucho, que para no perder tiempo en la faena, la mujer o alguno de los hijos, cuando los había, se desplazaban con el rancho hasta el lugar de trabajo del padre.
En esta ocasión, el herrero encontró que la comida estaba fría y cogiendo uno de los hierros que calentaba en la fragua, se lo metió en la boca a su mujer, llegándole hasta la garganta y causándole tales quemaduras que la pobre señora murió casi instantáneamente.
En este caso, el constante maltrato a que el herrero la sometía, había llegado demasiado lejos y el alcalde mandó prenderlo y ponerlo entre rejas.
Casi de inmediato se vio el juicio, en el que se acusó al herrero de la muerte de su mujer y se le condenó a morir en la horca.
Pero ocurrió algo que en cualquier otro tiempo y lugar resultaría incomprensible, pero allí, en Almudévar, un pueblo del más profundo Aragón, los vecinos tenían unas necesidades básicas que tenían que defender a toda costa por lo que al enterarse  de la sentencia, se reunieron en cónclave y analizaron cómo quedaría la población cuando ahorcaran al único herrero que tenía el pueblo.
Los que tenían tierras de labor se preguntaban quien forjaría las rejas y los arados, imprescindibles para preparar la tierra para la siembra, o quien fabricaría azadas y hachas para las labores del campo y del monte.
Los que tenían caballerías se preguntaban quién fabricaría las herraduras para herrar los mulos y los jumentos y todos los demás se quedaban sin respuesta acerca de quien le fabricaría unos morillos para el fuego, quien le repararía una trébede rota, arreglaría la falleba averiada, o reemplazaría la llave de la puerta, por no pensar en los ganchos para colgar las carnes, las escarpias y tantísimos utensilios de hierro que en una casa se precisaban.
¡Aquello no podía ser! ¿Cómo iban a ahorcar al único herrero del pueblo cuando era tan necesario? ¿Porqué no ahorcan a otro en su lugar?
¡Eso, que ahorquen a un tejedor! ¡En el pueblo hay varios y además sirven para bien poco, porque en cada casa hay al menos una persona que sabe tejer!
Y con aquella encomienda fueron al alcalde al que expusieron la imposibilidad de sacrificar al único herrero, cuando había varios tejedores que no servían para nada.
Parece que la autoridad, representada por el alcalde, consultó al Justicia Mayor de Aragón, persona que acumulaba el máximo poder en la defensa de los derechos de las personas y del cumplimiento de las leyes, al cual, aquella sinfonía de despropósitos debió sonarle a música de los infiernos y despachó el asunto con cajas destempladas, culpando al alcalde de plegarse a los deseos de la plebe.
“En justicia tiene que pagar quien lo haya hecho, quien se lo deba a la sociedad, porque de otra forma pasaríamos a la historia –como de hecho así ha sido-, con un dicho que lo resume todo: La justicia de Almudévar: que pague quien no deba.”
Esas debieron ser las palabras del Justicia Mayor, pero la historia y el refranero han sido inexorables con él y con el pueblo y en la revista que el gaditano José María Sbarbi y Osuna empezó a publicar en 1879 y que llevaba por título algo tan sugerente como : “El Averiguador Universal” –que se puede encontrar en esta dirección: https://archive.org/stream/elaveriguadorun01madrgoog#page/n6/mode/2up –, y en donde se hace una exhaustiva relación de refranes, sentencias y dichos populares, se encuentra reflejada la relativa a la justicia en aquel pueblo aragonés, pueblo que no sólo por la circunstancia descrita pasaría a los anales del esperpento, pues atesora también otra historia que es digna de contarse.
En alguna ocasión he tratado asuntos tan insólitos como aquel en que se le puso pleito a las langosta que esquilmaban los campos y cómo la Iglesia tomó parte en el asunto, pero en esta ocasión la insensatez humana va mucho más allá.
Almudévar se encuentra al oeste de Huesca, la capital de la provincia y lugar de mercados, negocios, ferias y punto de encuentro comarcal, de extrema importancia en todos los tiempos, pero sobre todo en épocas pasadas, en donde todo se cocía en la capital.
Al estar situada al oeste, cuando sus moradores emprendían la marcha, a primeras horas de la madrugada, para llegar a Huesca a la hora del mercado, pasada la mitad del camino se encontraban con la salida del Sol que les daba en plena cara, casi cegándolos y haciendo muy incómodo el final del viaje.
Después de pasar todo el día en la ciudad, comprar o vender sus mercaderías, arreglar sus pleitos, sacarse una muela o solucionar sus asuntos, emprendían el camino de vuelta a casa, encontrándose que aquel mismo Sol que los había cegado por la mañana, volvía a cegarles por la tarde, haciendo igualmente incómodo el viaje de vuelta.
Aquella situación era insostenible, por lo que los vecinos de Almudévar, decidieron, una vez más, acudir al Justicia Mayor de Aragón para que solucionase tan enojoso asunto.
Como es natural el estupor del Justicia sería mayúsculo, cuando tuvo que escuchar a la comisión de vecinos, encabezados por el alcalde que le presentaba tan irrazonable queja y para la que ni él, ni nadie, podía tener solución.
De cualquier manera estaba obligado a admitir la querella, por muy descabellada que esta fuese y también a dar una solución al hecho, aunque en este caso no era posible solucionarlo, pero tras varios días de estudio, consultas y búsquedas de antecedentes sobre situaciones semejantes, uno de los componentes del jurado tuvo una ocurrencia insólita que el Justicia Mayor adoptó y transmitió a los Almudevarenses en forma de consejo: Los días que los vecinos del pueblo tuvieran que ir a Huesca que emprendieran el viaje por la tarde, así el Sol les daría de espalda y que regresaran por la mañana, con lo que volverían a ver caminar su sombra delante de ellos y el problema estaba resuelto.
No sé si quedaron muy conformes con aquella sentencia pero era lo único que se podía hacer…, bueno hasta que José Luís Cuerda hizo aquella memorable película: “Amanece, que no es poco”, en donde, al final, el Sol amanece por donde se pone, ante la indignación del cabo de la Guardia Civil que se lía a tiros con el astro rey.

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