viernes, 8 de mayo de 2015

Y SEGUIMOS EXPULSANDO





Hace unos días, comentaba con mi cuñado Manolo, un erudito sobre temas de El Puerto de Santa María, su historia, sus costumbres y sus gentes, acerca de un plato muy típico de esta ciudad, una sopa de pescado, cebolla y zumo de naranjas amargas y que recibe el nombre de Caldillo de Perros.
Hay varias teorías acerca de la procedencia de ese nombre y no falta la que dice que al confeccionarse a veces con cabezas y espinas de pescado que luego se echaban a los perros, recibe de ahí su nombre, otra habla de que era un caldo que preparaban los moriscos cuando esperaban en El Puerto las naves en las que iban a salir de España.
Pero sostiene mi cuñado que no eran los moriscos, sino los moros que habitaban esta zona cuando fue conquistada por Alfonso X, El Sabio en 1260 los que cocinaban el famoso caldillo, claro que cinco siglos antes. No quiero entrar en debate, porque ignoro quienes eran en realidad los hábiles cocineros que con unas pescadillas de esas que en nuestra Bahía llamamos “del fondón”, un par de cebollas, perejil y el zumo agrio de las naranjas amargas que tanto abundan en las calles de esta ciudad, eran capaces de crear un plato tan exquisito como éste.
Los cristianos viejos llamaban “marranos” a los judíos; a los musulmanes, en su época de dominación, los llamaban moros y a los moriscos, que eran los moros que vivían entre los cristianos después de la Reconquista, los llamaban “perros”; de esa manera, el famoso caldillo sería el de los moriscos.
La cuestión es que a judíos y a moriscos los expulsamos de España sin ninguna misericordia, pero mientras que a los primeros era el mismo pueblo llano el que no los soportaba, los moriscos contaban con la simpatía de los terratenientes y artesanos, pues eran una mano de obra sumisa y barata que, aparte de sus creencias religiosas, no participaban para nada en la vida social ni económica de España, si bien eran una enorme cantera de jornaleros.
Expulsar judíos trajo enormes riquezas a las arcas públicas y sobre todo trajo al ánimo de aquellos cristianos viejos, vientos de venganza por la muerte del Salvador, pues no en balde la Santa Iglesia había cargado sobre ellos toda la culpa de su tormento y crucifixión.
Pero lo que en un principio hizo frotar las manos de los recaudadores, de los nobles, los reyes, la Iglesia y del  Santo Oficio, resultó a la larga una inigualable ruina para España.
Las arcas de los reinos peninsulares estuvieron siempre vacías, porque los reyes no hacían otra cosa que levantar ejércitos y guerrear; práctica que resulta carísima y en las más de las veces, absolutamente improductiva, porque la verdad resulta ser que más batallaban los reyes cristianos entre ellos, que contra el árabe invasor.
Por eso tardamos ochocientos años en echarlos de nuestra tierra y por eso vivíamos siempre en permanente ruina; tanta y tan extrema, que los Reyes Católicos, como ya antes hicieron otros, no pudiendo recurrir a la convocatoria de las Cortes para financiarse, hubieron de pedir prestado a banqueros judíos y para poner un poco de orden en las arcas reales, se trajeron de Portugal a un famoso financiero de la época llamado Isaac Abravanel que con mucho esfuerzo consiguió poner, en manos de los monarcas, capital suficiente para acabar con el último reducto musulmán. (Ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/expulsa-que-algo-queda.html )
Pero aun así, llegado el momento, los judíos fueron puestos de patitas en la calle y con ellos, aunque no se fueron gran parte de sus riquezas, se marchó la sabiduría financiera y el sentido común, imprescindible a la hora de trabajar con los capitales.
España se quedó sin “financieros”, sin los banqueros de aquella época, que aunque usureros, eran los únicos capaces de ordenar los capitales, de hacerlos productivos, de crear liquidez y de administrar las riquezas y así, todo el inmenso capital que nos llegó de las Américas, se desvanecía por la incapacidad demostrada para administrarlo.
En fin, este es un tema muy estudiado y sobre el que existe muchísima literatura que presenta la paradoja de que aunque nos llevó a la más absoluta ruina, produjo un alto grado de satisfacción en el pueblo y en las instituciones.
Todo el mundo quedó muy satisfecho de que se expulsaran a los judíos.
Solamente quedaban en España como infieles, los que llamaban “moriscos”; estos habían conseguido entremezclarse con el pueblo llano y aunque eran musulmanes, vestían como tales y se sabía que nunca habían renunciado de su fe, aunque se hubiesen bautizado, eran bastante bien tolerados entre los cristianos, sobre todo porque no tenían el poderío económico que tuvieron los judíos. Estos moriscos eran fundamentalmente musulmanes que cultivaban pequeños trozos de tierra en épocas del Califato o los reinos de Taifas, que según iban siendo conquistadas les era permitido quedarse en ellas para evitar la despoblación que amenazaba toda la zona conquistada, con la sola promesa de convertirse al cristianismo.
Alejados en alquerías o pequeños poblados, iban subsistiendo de la agricultura y la ganadería fundamentalmente, pero sobre todo, ofreciéndose como mano de obra.
Pasó un siglo y aquella minoría acabó siendo inasumible por los cristianos que denunciaban constantemente que su conversión era falsa, no eran leales a las instituciones españolas y en cuanto podían, establecían contacto con los corsarios berberiscos que plagaban las costas mediterráneas, a los que daban información sobre qué puntos eran más vulnerables y cuales más ricos, para sus correrías.
A tal estado llegaron las cosas que en 1605 se reunieron en un municipio de Castellón llamado Toga, hasta sesenta y seis representantes moriscos de las aljamas de Valencia, con observadores franceses e ingleses y en donde trataron de una sublevación general del colectivo, contando con el apoyo de los corsarios y los que pudieran prestar nuestras dos eternas enemigas.
Hasta entonces, los nobles y terratenientes españoles habían protegido a este colectivo, pues ya se ha mencionado que eran una magnífica fuente de mano de obra barata y bien cualificada, pero ante aquella amenaza, salieron atemorizados de lo que se pudiera estar gestando.
En una España desgastada por tantas guerras, con un problema constante por preservar y defender los nuevos territorios de ultramar, un “quiste” como el de los moriscos tenía escasa consideración y desde luego no merecía la pena consumir recursos para tratarlo, así que, como otras veces, se decidió extirparlo a través de la cirugía que practicaba la Santa Inquisición.
Pero los años pasaban y nada se conseguía con aquel colectivo, cada vez más numeroso, dada su prolijidad, que se mantenía en sus costumbres con una tenacidad, que hizo que los inquisidores se dieran por vencidos.
No cabía ya otra opción que expulsarlos, lo mismo que se había hecho con los judíos y el rey, a la sazón, Felipe III, se armó de valor, se asesoró debidamente y decretó su expulsión en 1601.
La medida se mantuvo en inexplicable secreto hasta 1609, pero en tantos años hubo filtraciones que motivaron incluso aquella reunión en Toga de la que se ha hablado más arriba.
El número de moriscos que fueron expulsado no se puede calcular, aunque algunas fuentes los cifran en medio millón de personas, pero hubo muchos, incluso muchísimos, que lograron ocultarse bajo la protección de familiares cristianos o de amigos; a otros, buenos trabajadores, los ocultaron los señores feudales; algunos emigraron dentro de España a zonas donde no fueran conocidos, haciéndose pasar por cristianos y otros, incluso, consiguieron volver clandestinamente después de su expulsión, usando siempre de una discreción más acentuada y olvidando sus hábitos de costumbres, religión o vestido.
Fue tanta la discreción que adoptaron que terminaron diluidos entre el resto de la población, sin que nunca más se produjeran incidentes.
El verdadero incidente es el que sobrevino a la expulsión. En un país devastado por tantos siglos de guerras, con unos campos casi abandonados por esas mismas guerras y por el reclamo de una mejor vida en las Indias, con una economía sin controlar por causa de la expulsión de los judíos y por una escasísima mano de obra cualificada, hemos de sumar una despoblación gravísima en una tierra ya de por sí despoblada.
Las peores consecuencias las padeció el antiguo reino de Valencia, donde se afincaba la mayoría de moriscos, los cuales, en tres días, fueron concentrados en los puertos con los escasos bienes que hubieran podido coger. Desde allí fueron conducidos a los puertos del norte de África, no sin antes despojarlos de lo que llevaban y sufriendo innumerables calamidades. Luego se expulsaron los de Extremadura, Castilla y La Mancha, que fueron más ordenadas, pues se hicieron muchas hacia Portugal.
Los últimos en salir fueron los de Andalucía, Aragón, Cataluña y Murcia que lo hizo en 1614, es decir, cinco años desde que se iniciaron las expulsiones.
Los moriscos andaluces salieron en 1610, lo que supone más de un año esperando su expulsión, razón por la que muchos se concentraron en los puertos, malviviendo como podían y esperando un barco que los acercara al litoral africano, a cualquier sitio, mientras que en mi pueblo, El Puerto de Santa María, se alimentaban con aquella sopa de pescado, a la que supieron sacar un exquisito sabor partiendo de unos ingredientes tan humildes.
Dice algún autor que el resultado de aquella expulsión en el Reino de Valencia es que en aquella tierra se hable hoy el valenciano, derivado del catalán, pues fue tal la despoblación que se hizo necesario repoblar con gente del Pirineo y de Cataluña, que llegaron hablando su idioma.
Otros dicen que la competencias que el norte de África hace a la agricultura española, sobre todo a los cítricos valencianos, se debe a los conocimientos que del medio tenían aquellos moriscos expulsados y que aplicaron en sus lugares de destino.

Caldillo de perros cocinado por el autor del artículo
(La receta está disponible para quien la pida)


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