viernes, 21 de agosto de 2015

¿MATRIMONIO DE AMOR, O DE CONVENIENCIA?





La guerra de nuestra Reconquista es, sin duda alguna, de las más largas que la Historia ha conocido. Presumen los franceses de la suya de Cien Años cuando la nuestra duró siete siglos más.
Los moros se “merendaron” la Península en un plazo cortísimo, pero hacer que nos la devolvieran fue una tarea de ochocientos años.
La fuerza atacante era poderosísima, enfebrecida de fanatismo religioso y además, había infiltrado a numerosos musulmanes en nuestro territorio, sobre todo en las costas de Andalucía, con el fin de facilitar los desembarcos de las tropas invasoras.
Los visigodos eran un pueblo guerrero, bárbaros, según nuestra concepción actual del término y no como extranjero que es como lo definían los latinos; eran como los que habían borrado al imperio romano de la faz de la tierra y que habían llegado a construir en España un reino sólido, en muy gran medida heredado de Roma y en diez años, los musulmanes, enviados por el califato de los Omeya en Damasco, habían ocupado la Península Ibérica, menos una mínima parte de Asturias y Cantabria, desapareciendo todo rastro de poder de aquellos godos.
Esto fue posible porque muchos de los gobernantes visigodos no veían en el invasor un grave peligro para sus vidas y costumbres a la vez que suponían una fuerza militar muy superior a la que ellos podían ofrecer, por lo que temían el enfrentamiento.
Buen ejemplo de esto es el “Pacto de Teodomiro”, firmado en 713 en Orihuela entre Abdalaziz inb Musa y el poderoso, noble y riquísimo Teodomiro que durante el reino visigodo era una especie de virrey o gobernador con plenos poderes de una zona amplísima en el este de la Península, correspondiente a lo que hoy serían las provincias de Alicante y Murcia.
Este tratado establece que como Teodomiro se había entregado sumisamente, recibe la promesa de que su pueblo no se alterará, que sus súbditos no serán muertos, hechos prisioneros o separados de sus familias ni se impedirá que practiquen su religión, que será respetada, no quemándose sus iglesias ni saqueándolas. Para ello tiene que entregar diversas ciudades del territorio que él manejaba y pagar un tributo, a la vez que se compromete a no hacer nada que vaya contra los intereses de los invasores.
La pasividad incomprensible de los godos, únicos cristianos en la Península que detentaban poder, no es explicable más que porque entre ellos existían graves rencillas que los impulsaban temerariamente a pactar con los invasores, antes que unirse entre ellos y presentar un frente común.
Afortunadamente, en la península existían los cántabros, los asturcones, los iberos y otros muchos pueblos, ya mezclados entre sí, pero que conservaban la sangre brava que ofrecieron reiteradamente ante el ejército romano, el más poderoso desde Alejandro Magno. Y fue esa sangre, ese coraje por verse arrastrado a una vida servil, lo que puso en marcha la Reconquista.
Fueron pasando los años y los reductos astures y cántabros se fueron ampliando y se llegó a conquistar León y luego Galicia y más tarde Castilla y así sucesivamente cuando aún el califato de Córdoba era una potencia en todos los sentidos. Al desmembrarse y aparecer los Reinos de Taifas, los cristianos experimentaron un alivio porque en vez de guerrear contra el moro común, se dedicaron a hacer pactos y arreglos con algunos de los reyezuelos moros, contra otros de distinto reinos.
No existían las fronteras y los distintos reinos los componían los territorios que cada gobernante era capaz de controlar, ya fuera moro o cristiano y cuanto mayor ese territorio, mayor poder el de su rey.
Se acostumbraron los cristianos a cobrar las parias, en vez de pagarlas y a recibir el vasallaje que antes ellos otorgaban y hasta que vieron que nuevamente la amenaza se cernía sobre ellos, esta vez en forma de almorávides, los islámicos integristas de hace diez siglos, no volvieron a tomar las armas contra los ocupantes.
Y estos llegaron a España alertados por los reyes andalusíes que veían peligrar su estancia en Al-Andalus, sobre todo, tras la toma de Toledo por Alfonso VI.
Para entender un poco los sucesos que van acaeciendo, es necesario introducirse en la mentalidad musulmana y sobre todo, la de aquellos andalusíes que llevaban siglos dominando y a los que costaba mucho dejar de hacerlo.
Por eso, el rey de la taifa de Sevilla, Al Mutamid, que ha pasado a la historia como el rey poeta, a la vez que llamaba en su auxilio a los almorávides, ofrecía en matrimonio a su hija Zaida, de doce años, para desposarla con Alfonso VI, a la vez amigo y enemigo.
Algunos historiadores opinan que Zaida era en realidad la esposa de su hijo, señor de Córdoba que tras una derrota en la que fue muerto, obligó a la mora a refugiarse en Toledo, por consejo de su suegro y no habría sido en oferta de matrimonio, sino como rehén, de la que el rey se enamora y con la que mantiene un largo concubinato.


Óleo de la mora Zaida

Lo curioso de la historia, siguiendo el hilo con el que la he iniciado es que el rey castellano-leonés aceptó aun cuando en ese momento estaba casado con Inés de Aquitania, pero existían poderosas razones para aceptar. Lo primero porque el rey no tenia descendencia masculina, luego porque sabía que había de esperar hasta la mayoría de edad de la princesa Zaida, también por la enorme dote de la que iba bien arropada y quizás y por último porque la princesa era una joven bellísima, culta y muy inteligente.
En la dote de Zaida figuraban ciudades como Cuenca, Ocaña, Alarcos y otras varias de menos importancia.
Por eso la princesa mora se quedó en la corte de Toledo, donde vio cómo el rey y la reina Inés vivían en matrimonio y cómo ésta moría de parto en el año 1078, cuando tendría alrededor de quince años.
Pero el rey, viudo, no se casó con la princesa en ese momento sino que lo hizo con Constanza de Borgoña, una bisnieta del rey de Francia, con la que tuvo descendencia femenina, únicamente, y que murió en 1093.
No se sabe con certeza si en ese momento el rey desposa a la princesa Zaida, lo cierto es que mantiene con ella un romance adúltero, fruto del cual, nace el único hijo varón de Alfonso: Sancho Alfónsez que inmediatamente es reconocido como heredero de la corona, lo que hace pensar que sus padres estuvieran casados, aunque no era nada extraño en la época nombrar heredero por ser de sexo masculino, al hijo de una amante o una barragana.
De todas formas hay que dar la posibilidad al heredero de presentarse ante sus vasallos, cristianos y por tanto partidarios del matrimonio, como hijo legítimo y cuando han trascurrido unos veinte años desde que el padre de Zaida, el rey Al Mutamid, se la entregara, se celebran los esponsales, para lo cual es absolutamente imprescindible que la mora cambie sus creencias y se haga cristiana, cosa que ella no duda en realizar y es bautizada, adoptando el nombre de Helisabeth, castellanizado Isabel.
Sin duda alguna, según afirman los historiadores, Alfonso aceptó aquel matrimonio por conveniencias políticas, entre las que la de mayor importancia era la de tener por suegro a uno de los reyes Taifas más poderosos, pero además la unión le resultaba muy rentable económicamente. Pero conforme la pareja se fueron conociendo, el rey empezó a demostrar un alto grado de enamoramiento de la reina mora, a la que dedicaba calificativos de los más ensalzados, con los que demostraba el amor que por ella sentía.
La reina, por su parte, introdujo en la corte el gusto por la música y la cultura, valores de los que el reino estaba más bien escaso y sin embargo, la corte toledana no estaba bien dispuesta a aceptar que en el trono del reino se sentara una musulmana, por mucho que esta hubiese abjurado de su religión y abrazado la cristiana.
Aún así, su influencia fue notable, aunque efímera, porque el idilio amoroso que surgió entre los monarcas duró poco y el 12 de septiembre de 1099, cuando daba a luz en León, falleció a consecuencia del parto.
El rey ya estaba algo mayor, pero aún así, volvió a casarse con Berta, una italiana de la que se tienen muy pocas noticias.
Cuando su hijo Sancho Alfonsez contaba catorce años, participó con las huestes de su padre en la batalla de Uclés, donde fue hecho prisionero y luego ajusticiado por el ejército musulmán.
De no haber encontrado la muerte a tan temprana edad, hubiese supuesto para los cristianos, tener en el trono del reino más poderoso de la Península, a un mestizo, mitad leonés, mitad moro, lo que sin duda alguna hubiera dado un vuelco a la historia.

Una buena parte de historiadores no acepta el matrimonio del Alfonso y Zaida, entonces ya llamada Isabel, entre otras cosas porque eso supondría que habría sido Isabel I, puesto de honor que desde siempre le ha sido otorgado a la Reina Católica.

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