Lo pienso
ahora y se me ponen los vellos de punta. Nunca podemos imaginar lo atrevida que
es la ignorancia. Durante bastantes años de mi vida profesional, estuve
destinado en lo que entonces se llamaba “Gabinete de Identificación”.
Este
Gabinete tenía la responsabilidad de realizar las inspecciones oculares en los
lugares en los que se hubiera cometido un delito para, fundamentalmente,
certificar que ese delito se había perpetrado, determinar el móvil y las
consecuencias y tratar de identificar al autor o autores.
En esta
última tarea era en la que se empleaba mucho más tiempo y también una sustancia
de la que ahora voy a hablar, pero para situarnos en el tiempo es necesario
decir que esto sucedió hasta la época de los setenta. Luego cambió
radicalmente.
Para
identificar las huellas latentes que todas las personas vamos depositando en
los lugares en los que tocamos, se empleaban fundamentalmente dos tipos de
polvos: uno negro y otro blanco.
Al negro lo
llamábamos Negro de humo y estaba hecho de huesos quemados, mezclados con otras
sustancias muy pesadas.
El blanco
era “la cerusa” o “albayalde” que no era otra cosa que carbonato de plomo. Un
metal pesado, extremadamente peligroso que produce la grave enfermedad conocida
como “saturnismo” y que se empleaba en varios usos, pero sobre todo en la
fabricación de pinturas de todo tipo y en cosmética.
Pues bien,
durante años y años, los policías destinados en los Gabinetes de Identificación
estuvimos usando carbonato de plomo que tomábamos con un pincel de una cajita
que contenía un polvo blanco muy denso, que rellenábamos de cuando en cuando.
Con el pincel extendíamos el polvo sobre las superficies susceptibles de
encontrar huellas, lo repasábamos y soplábamos el polvo sobrante, que volaba en
el aire y se depositaba en nuestras manos, cara… y nos lo tragábamos.
En fin, un
disparate que afortunadamente cambió cuando aquellos polvos fueron sustituidos
por unas finísimas limaduras magnéticas mucho más útiles y efectivas y sobre
todo, menos peligrosas.
Y por qué
cuento esto, pues porque leyendo algo sobre la biografía de Goya, me llamó
poderosamente la atención un cuadro en el que aparece el propio pintor, muy
enfermo y el médico que le atiende; en los márgenes, en tonos muy oscuros
aparecen unas caras que se identifican con la muerte, que espera recibir al
enfermo. El cuadro se llama “Goya atendido por el doctor Arrieta”.
El
protagonista presenta un feo aspecto: extremadamente pálido, cara desencajada,
casi sin fuerzas para sostenerse, agarrado convulsivamente a las mantas que lo
cubren. Parece entregado a su suerte, mientras su amigo, el doctor Eugenio
García Arrieta, le mantiene incorporado y le hace beber una supuesta medicina,
mientras le tiende su brazo izquierdo sobre el hombro del artista, en una
actitud cariñosa y compasiva.
El cuadro se
encuentra en la actualidad en Minneapolis, Estados Unidos, en el Instituto de
Arte que es su propietario y en su parte inferior figura una anotación,
supuestamente manuscrita por el autor que dice: “Goya agradecido a su amigo
Arrieta: por el acierto y esmero con que le salvó la vida en su aguda y
peligrosa enfermedad, padecida a fines del año 1819, a los setenta y tres años
de edad. Lo pintó en 1820”
¿Qué grave
enfermedad padeció Goya de la que fue salvado gracias a los cuidados de su
amigo?
Como es
natural, no se sabe con certeza y todo lo que sobre el tema se ha escrito es
pura especulación que médicos, psicólogos, escritores y otras personalidades
dedicadas a escudriñar en la historia, han compuesto.
Goya
atendido por el doctor Arrieta
Por supuesto
que hay variedad de interpretaciones, desde crisis psicótica, para la que el
doctor le estaría dando una infusión tranquilizante, a la más grave y quizás
más acertada: saturnismo.
Goya, igual
que todos los pintores, usaba polvos de carbonato de plomo para componer sus pinturas
al óleo y además tenía la costumbre de sujetar un pincel con la boca mientras
pintaba con otro. Esto habría hecho, con el paso de los años, envenenarse progresivamente
la sangre hasta el extremo de presentar la temida enfermedad, presagiada por
los permanentes cólicos abdominales y otras dolencias gástricas que el artista
padecía.
Años más
tarde, otro sordo ilustre, Beethoven, también murió víctima de la intoxicación
por plomo, como demostró el análisis que se hizo recientemente de un mechón de cabellos
del músico que se salvó de la tala capilar a la que lo sometieron sus
admiradores después de muerto.
Desde luego
no parece que el músico pudiera tener mucho contacto con pinturas o con plomo,
sin embargo, se descubrió que sentía verdadera pasión por las tencas y los
lucios, pescados de río que se daban mucho en el Danubio, el cual se encuentra
altamente contaminado del metal pesado. Precisamente el famoso vals de Strauss
“Danubio Azul”, expresa la tonalidad azulada de las aguas del famoso río,
teñidas de color “azul plomo”.
También se
manejan otras hipótesis de las causas por la que altas concentraciones de plomo
se encontraban en el cuerpo del músico, como la ingesta de aguas de un balneario
al que acudía frecuentemente para aliviar sus dolencias, aunque fue prontamente
descartada porque la enfermedad padecida no era hídrica.
La última
alternativa es una larga secuencia de cataplasmas de jabón y plomo que su
médico le aplicaba para combatir el edema pulmonar que padecía.
Sin análisis
previos es muy difícil diagnosticar la enfermedad que acarreó la muerte de
famosos siglos atrás, pero la ciencia avanza cada vez más y por la
sintomatología se pueden sacar conclusiones bastante certeras, como en el caso
del también pintor Vincent Van Gogh, que usaba profusión de “cerusa” para
componer sus tonos amarillos. Y puede que la misma suerte corriera el español
Mariano Fortuny, que murió prematuramente a la edad de treinta y seis años con
los síntomas de haber padecido la temida intoxicación. Fortuny fue el pintor
vivo más cotizado de su época.
El plomo es
un metal mal visto en la actualidad, pero con enorme presencia hasta hace pocos
años. Hasta las gasolinas llevaban altas concentraciones de plomo, como
antidetonante.
Los tubos de
pasta de diente eran de plomo. En mi casa, yo los iba guardando cuando se
acababan y cuando tenía bastantes, los vendía en una chatarrería y obtenía
buenas pesetas.
En aquel
plomo se contenía una pasta que iba directamente a la boca y estuvimos así años
y décadas y no nos pasó nada.
El plomo se
empleaba en la imprenta para fundir los moldes de las letras y en las
cristalerías, para hacer las famosas “vidrieras emplomadas” y en la
construcción, pues la práctica totalidad de las tuberías eran de plomo que, por
cierto, solían picarse con frecuencia y allá que venía al fontanero con la
lamparilla y el estaño a reparar la fuga. Con plomo se hacían los adornos de
rejas, cancelas y balcones y con plomo se reparaban los fondos de las sartenes
consumidas por el fuego y el uso.
Y sin
embargo, no nos ha pasado nada, o es que sí que hubo numerosas
intoxicaciones que pasaban inadvertidas. No lo sabemos, pero yo puedo asegurar
que ni en mi familia ni mi entorno ha habido ninguna muerte por esta causa.
Pero el
artículo responde a otro título que nada tiene que ver con lo que se ha
expuesto hasta ahora.
Cuando Goya
fue nombrado pintor de la corte, se trasladó definitivamente a Madrid, pues
antes había residido en diversas ciudades como Sevilla o Cádiz.
Allí, en el
municipio entonces cercano a Madrid y actualmente absorbido por la capital, de
Carabanchel Bajo, se compró una finca en la que vivía alejado de la corte en la
que no se encontraba muy a gusto, dado su carácter liberal. Pero también para
ocultar los amores que mantenía Leocadia Zorrilla, esposa de un conocido
personaje madrileño.
Foto de la
maqueta conservada en el Museo de Historia de Madrid
La quinta
adquirió mucha fama porque en sus paredes pintó Goya los catorce murales que
componen la conocida serie de Pinturas Negras, entre las que se encuentran
Saturno devorando a sus hijos o el Duelo a Garrotazos, pero en realidad se
trataba de una finca modesta y sin pretensiones, aislada y a unos trescientos
metros del río Manzanares.
Ha pasado a
la historia por sus murales y se la conoce como “La quinta del Sordo”,
habiéndose creído siempre que recibía este nombre por la sordera del pintor,
pero resulta que no es cierto. Cuando Goya la compró a un ciudadano llamado
Pedro Marcelino Blanco, la finca ya se llamaba así y en este caso sí que debía
su nombre a la sordera del anterior propietario.
Allí vivió
Goya con su amante y una hija de esta, de la que muy posiblemente fuera el
padre, pues la joven Rosario demostró un talento natural para la pintura.
Pero al
terminar la etapa de Riego y el Trienio Liberal, el pintor comprendió que en
España no estaría cómodo y se marchó a Burdeos donde falleció en abril de 1828.
La “Quinta
de los Sordos” fue demolida después que sus murales se trasladasen a lienzos
que se exhiben actualmente en el Museo del Prado.
En mis correrías infantiles por el Almendral con mi escopeta de plomillos, yo al igual que muchos otros, los plomos los llevamos en la boca para poder recargar rápido, la toxicidad del plomo parece ser por los gases que desprende al calentarse, por eso las calderas de cobre utilizadas en las matanzas en su interior estaban estañadas. Me ha gustado mucho.
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