Resulta
difícil imaginar qué pensarían nuestros antepasados, aquellos primeros hombres
que ya tenían la facultad de pensar, cuando observaran un eclipse.
Tanto daba
que fuese de Sol o de Luna, lo que estaba ocurriendo era algo inconcebible y
que solamente podía suponer el fin de todo.
Afortunadamente, no ocurren muchos eclipses, pues de otra manera, nosotros no existiríamos,
nuestros antepasados se habrían extinguido, de tanto miedo como pasaban.
Y así fue
durante siglos, quizás centenares o miles de siglos, hasta que, en la Grecia
Clásica, como parece natural, Metón descubrió, en el siglo V antes de nuestra
era, lo que se llama el “Periodo Saros”, o “Ciclo Metónico”, en su honor. Este
es un período de dieciocho años y entre diez y once días, en los que La Tierra
y La Luna, repiten casi exactamente su órbita y, por lo tanto, se vuelven a
producir los mismos eclipses que en el período anterior.
Pero para
darse cuenta de que un eclipse era la interposición de Luna, o de La Tierra
entre el Sol y el otro cuerpo celeste, tuvieron que pasar muchos años; años en
los que el pavor a lo desconocido condicionaba la conducta del hombre hasta el
extremo de que todo lo que no se podía explicar, obedecía a la intervención de los dioses y se interpretaba por los
chamanes de las tribus como algo favorable o de funestas consecuencias.
Es más,
muchos siglos después de que se conociera la mecánica que actúa para producir
un eclipse, ese conocimiento seguía estando en poder de unos pocos, porque la
inmensa mayoría de la población mundial, que ya vivía en un mundo civilizado, estaba
completamente ajena a aquel conocimiento y seguía pensando lo que, milenios
antes, pensaban nuestros ancestros.
Un eclipse
era cosa de magia. De magia que nada bueno presagiaba y así se interpretaba en
términos generales.
Hay que
pensar que para las civilizaciones primitivas, el eclipse siempre los cogía por
sorpresa y la inmediata interpretación no era otra que la proximidad del fin
del mundo, o el enojo de los dioses. En algunas de esas primitivas tribus, la
reacción inmediata era iniciar una serie de sacrificios, incluso humanos, con
el que contentar a las enojadas divinidades y como, al cabo de un rato el
eclipse acababa, la interpretación era que el sacrificio había sido agradable a
los dioses. Toda una concatenación de hechos funestos que quedaban grabados en
la memoria de los pueblos a la espera del próximo acontecimiento estelar.
El tener
conocimientos ha sido siempre algo que ha diferenciado a un grupo de personas
del resto de la ignorante humanidad. Por eso, algunos casos de conocimiento
sobre las cosas de la naturaleza llegan a dar un poder difícilmente alcanzable
por otros procedimientos. Saber que en determinada fecha se va a producir un
eclipse puede ser un arma poderosísima en un momento determinado.
La primera
vez que tuve conocimiento de esta circunstancia fue siendo adolescente, cuando
leía un libro que me produjo una tremenda impresión. Se trataba de “Un yanqui
en la corte del rey Arturo”, de Mark Twain.
Todos habíamos
leído como embobados al genial Twain, en las famosas aventuras de Tom Sawyer y
su íntimo amigo Huckleberry Finn, por eso cuando aquel libro llegó a mis manos,
lo leí de inmediato.
El libro es
el viaje al pasado que experimenta Hank Morgan, un ciudadano norteamericano,
como consecuencia de quedar inconsciente por el golpe sufrido en una pelea.
Transportado
a la Inglaterra del siglo VI, con el mítico rey Arturo, su mago Merlín y con
Camelot como escenario de fondo, es encarcelado y condenado a morir en la
hoguera, pero se salva al conocer que en esa fecha se va a producir un eclipse
de Sol. Una lectura muy recomendable para todos, aunque la fecha en que ocurre
el fenómeno, veintiuno de junio de 528, no hubo en realidad ningún eclipse.
Portada de
la primera edición
Profundizando
en la historia, la genialidad de este americano, no era original suya, pues ya
la había puesto en práctica Cristóbal Colón, en 1503, cuando la carcoma que
padecieron sus naves, le obligaron a varar sus dos carabelas en la costa norte
de Jamaica.
Al principio
las cosas fueron bien, pero al prolongarse la estancia de aquellos extranjeros
entre la población indígena, las cosas fueron cambiando hasta que se produjo
una escabechina entre unos y otros y los indígenas cautivaron a todos los
españoles, Colón incluido.
Esperaban la
muerte cuando Colón recurrió a las tablas astronómicas de “Regiomontanus”, un
astrónomo alemán que publico un almanaque en el que se predecían los
movimientos del Sol, la Luna y los planetas y que era de uso común entre
marinos. Estudiando el almanaque comprobó que el 29 de febrero de 1504, tendría
lugar un eclipse total de Luna. Quedaban tres días para le fecha indicada y el
almirante jugó sus cartas.
Su dios
estaba enojado con aquella tribu y para demostrarlo, en tres noches, borraría a
la Luna del cielo. A la tercera noche, una hora después de salir la Luna, fue
eclipsada totalmente, ante el terror de los nativos.
Aprovechar
el miedo y la confusión del momento y sobre todo, la enorme superioridad en los
conocimientos, es una astucia comúnmente usada y Colón supo aprovecharla y
desde aquel momento él y sus hombres fueron tratados como reyes, durante los
cuatro meses que tardó en aparecer otra carabela española que rescató a los
marinos españoles.
No es este
el único caso en que se ha aprovechado el fenómeno del eclipse contra la
ignorancia de ciertos pueblos y el caso más conocido es del que da título a
este artículo.
En los últimos
años del siglo XIX, el afán colonizador de los países europeos los había hecho
desembarcar en África, de la que entre británicos, franceses, alemanes y
belgas, se apoderaron de casi toda su geografía.
En 1865, el
Estado Libre del Congo era una propiedad privada del rey Leopoldo II de
Bélgica, el cual lo administró hasta que en1908, lo cedió a su país.
Una
situación completamente ilógica, pero que ocurrió y Bélgica explotó aquella
colonia que estaba considerada como parte de su territorio, hasta 1960, en que
alcanzó su independencia.
Pero a los
territorios que poseía de forma privativa el rey Leopoldo II, se le sumaron en
1905, una extensión de más de veintitrés mil kilómetros cuadrados, consecuencia
de una cuestión de suerte y de saber predecir.
El capitán
del ejército belga, Albert Paulis, mandaba un grupo de veinte soldados que
exploraban unos territorios limítrofes con el Congo, cuando fueron sorprendidos
por una tribu de temidos caníbales, los Mangbetu, que hostilizaban a todos sus
vecinos, incluidos los soldados de el Congo.
Fotografía
del capitán Albert Paulis
El grupo del
capitán Paulis fue torturado de forma inhumana, antes de que los prepararan
para ofrecerlos en un banquete a su rey, Yembio.
Ya habían
perdido toda clase de esperanzas de salir con bien de aquella aventura, cuando
Paulis, consultando un almanaque astronómico, se dio cuenta de que estaba a
punto de ocurrir un eclipse de Luna, una situación muy similar a la que se ha
narrado anteriormente.
Paulis
exigió a sus captures ser llevado ante el rey Yembio, al que pidió un cuchillo
con el que se hizo un corte en la mano, amenazando al reyezuelo con que
cualquier herida sobre su cuerpo, tendría repercusión en la Luna y que si
mataban a cualquiera de sus hombres, matarían al satélite.
Como es
natural, los caníbales se echaron a reír y los hechiceros de la tribu quisieron
matarlo en aquel momento, pero el rey debió ver algo en la seguridad de aquel
hombre que lo mando de regreso a la mazmorra.
Apenas unas
horas más tarde, desde su lugar de encarcelamiento, Paulis y sus hombres oyeron
un gran alboroto, durante el cual se abrió la puerta de aquella especie de
jaula en la que estaban encerrados y lo llevaron a presencia del rey.
Al salir de
la jaula, comprobó el tono rojizo que presentaba el cielo, señal inequívoca de
que el eclipse se estaba produciendo.
Nada más
entrar en la choza real, comprobó que en un rincón estaban las cabezas de los
hechiceros que antes quisieron matarle y el rey, sumamente afligido, le rogó
que devolviera su color a la Luna a cambio de lo que quisiera.
Como es
natural, el capitán aceptó el trato y pidió la libertad de todos sus hombre,
tras lo cual, salió al exterior y gritó a pleno pulmón dirigiéndose a la Luna
para que se detuviera.
A los pocos
minutos la Luna empezó a obedecer y a deshacerse el eclipse, lo que causó una
enorme alegría en aquellos infelices caníbales.
Fruto de
aquella añagaza, Leopoldo II se anexionó un montón de kilómetros cuadrados y el
capitán Paulis fue considerado un héroe.
Tu relato me ha hecho reflexionar sobre el aserto marxista de que, lo que Marx llamó clases sociales, se diferenciaban por razones economicas y de injusticia economica, yo creo que esas diferencias sociales se producen mas por las diferencias culturales y formativas. Rara es la sociedad que prospera si en ella reina la ignorancia, es decir, si está, como ahora se dice, por bajo del umbral de la pobreza, en este caso intelectual. Un abrazo
ResponderEliminar