viernes, 6 de febrero de 2015

FELIPE, EL IMPRUDENTE




Hace pocas semanas publicaba un artículo sobre el rey Felipe II y los beneficios que pretendía sacar de la alquimia, pseudo-ciencia que pretendía trastocar metales innobles en oro y en la que confiaba para salir de los enormes apuros económicos que atravesaba España.
Al escribir el artículo anteriormente mencionado, en el que a veces me referí al rey con el apelativo con el que ha pasado a la historia: El Prudente, recordé que cuando estudiaba historia en el bachiller, una profesora nos presentaba al rey como a una persona abúlica, con graves errores en su reinado que pasaron desapercibidos gracias a la enorme dimensión que tenía España en aquellos momentos y en todos los órdenes de la vida.
No pretendo y además, ni mis conocimientos ni mi formación me lo permiten, enjuiciar la figura histórica de Felipe II que ya han hecho insignes historiadores y biógrafos, solamente quiero destacar algunos aspectos de su vida, algunas de sus decisiones que me parecen que no son precisamente las de una persona prudente, sino más bien de todo lo contrario.
Aquella profesora nos comentó que uno de los grandes errores o imprudencias que Felipe II cometió durante su reinado fue no trasladar la capital del imperio a Lisboa, cuando por una de esas carambolas que el destino depara, se vio con la corona de Portugal sobre sus ya muy coronadas sienes.
En efecto, si Lisboa hubiese sido la nueva capital del imperio hispano-luso, la ciudad donde se asentara la corte más poderosa del mundo, aunque no hubiera sido con carácter definitivo, pero sí por algunos años alternándose luego con Madrid, es más que probable que los portugueses hubiesen aceptado de mejor ánimo la unión peninsular, como siglos atrás había sido y hoy, quizás, seguiríamos siendo un solo país.
Incluso no hubiese sido necesario rodear de gran boato el acontecimiento, pero una acción prudente aconsejaba que al menos el monarca, se hubiese desplazado hasta Lisboa con parte de su corte y durante algunos años hubiese alternado la capitalidad, él y sus sucesores, entre las dos ciudades.
Pero no, Felipe ni se movió de Madrid, ni nadie le debió aconsejar el hacerlo. Grave error que perjudicó a los dos imperios peninsulares que vivían y siguieron viviendo, de espaldas unos a otros.
De España ni buenos vientos, ni buenos casamientos, dicen los portugueses y, con ese dicho, retratan perfectamente cómo son las cosas.
Sin embargo, Felipe ha pasado a la historia como un gran rey, incluso como el Rey Prudente y es que no hay nada mejor para la posteridad que tu historia la escriba una amigo.
Porque ya pensando en aquel tremendo fallo estratégico, se me ocurrieron otros, que quizás no sean de mi total originalidad, pero el que alguien más cualificado lo hay pensado, no me priva de haberlo hecho yo también por mi cuenta.
Y así, repasando la vida del poderoso monarca, encontré algunas situaciones, en las que evidentemente el rey no daba ninguna muestra de ser prudente.
Felipe se casó con una doble prima, María Manuela de Portugal, de quien tuvo un hijo nacido en 1545, el príncipe Carlos. Un niño enfermizo, sin apenas vitalidad, de reacciones desconcertantes e inmorales que lo retrataban como un auténtico degenerado. A las puertas de la muerte por un grave accidente en el que se fracturó el cráneo al caer por unas escaleras cuando iba obsesivamente tras la hija de un jardinero de palacio, fue trepanado por el famoso médico Vesalio que consiguió mantenerlo con vida a costa de acentuar sus infortunadas y negativas cualidades, hasta convertirse en un verdadero esquizofrénico. Admitido por todos como un enfermo excéntrico y peligroso, su prudente padre se esforzó en nombrarlo heredero de la corona y así fue jurado en un acto de verdadera imprudencia al pretender colocar la corona sobre una mente desquiciada.

El príncipe Carlos, muy favorecido, en retrato de Sánchez Coello

Gracias a que, poco después, su intento de marchar a Flandes para unirse a los rebeldes, contra su padre, hizo que el rey lo confinara en palacio, en donde murió seis meses más tarde; de otra forma, a pesar de la extraordinaria prudencia de su padre, lo habríamos tenido de rey, en vez de Felipe III, aunque ¿quién sabe qué habría sido peor?
Claro que ya Carlos I, el emperador, había dado también muestras de poca prudencia en su forma de gobernar y en 1526 había prohibido la lengua árabe y el uso de las tradicionales vestimentas musulmanas.
Pues bien, en 1567, Felipe II renueva aquellas disposiciones y con mucho más rigor, pues a este rey le cegaba su fe y todo lo que no fuera catolicismo, le olía a azufre. Como contrapartida a sus exigencias religiosas, cuyo incumplimiento iba acompañado de graves castigos, tuvo que sofocar la insurrección de los moriscos, en la que Hernando de Córdoba y Válor, convertido en el caudillo Abén Humeya, tuvo en jaque, en Las Alpujarras, al ejército más poderoso del mundo y todo por la imprudencia de querer imponer un cristianismo a gentes fanáticas de otra religión.
La rebelión de los moriscos fue sofocada, más por tensiones internas de los insurrectos que por méritos propios del ejército español, pero el problema no se acabó, ni siquiera cuando fueron deportados y repartidos por diversas regiones españolas.
Lo mismo que quiso hacer con la Inglaterra de Isabel I, conocida como la Reina Virgen, que trataba de imponer lo que se dio en llamar religión anglicana en contra de Roma y con la que mantuvo una larga enemistad como consecuencia del apoyo español a los católicos. Aquella nefasta confrontación terminó con el desastre de la Armada Invencible, a cuyo frente el rey Felipe colocó a un hombre que no había visto el mar en su vida y que incluso se mareaba. Segunda imprudencia en un mismo asunto.
El duque de Medina Sidonia, Alonso Pérez de Guzmán trató de negarse a aceptar el nombramiento de almirante de la flota, cuando la mala fortuna se había llevado a uno de los mejores marinos que tenía España, don Álvaro de Bazán.
Pero nuevamente la imprudencia del rey le obliga a aceptar el encargo y claro, entre la poca suerte y la impericia del duque, el resultado fue el desastre de la Armada.
Pero si hubo un detalle revelador de la imprudencia de este rey no es otro que la confianza que por muchos años depositó en su secretario Antonio Pérez, el personaje más turbio de cuantos rodearon al monarca, a la vez que el más poderoso hasta que su ambición lo traicionó.
Este funesto episodio se conoce como Las alteraciones de Aragón y se inicia cuando Pérez se ve implicado en el asesinato político de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria, estando de por medio la princesa de Éboli (véase mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-plaza-de-la-hora.html ), incidente en el que también estuvo implicado el propio rey, del que se dijo que mantenía relaciones íntimas con la famosa y manipuladora princesa.

El secretario Antonio Pérez

Valgan estos ejemplos que ido entresacando del texto de Historia Moderna que estudié en Bachiller y que reflejan lo que al principio manifestaba.
No parece que, efectivamente, Felipe II fuese un rey prudente, es más seguro afirmar que era de una timidez invencible, de carácter retraído, que disfrazaba de una altivez que hacía temblar al cortesano más forjado.
Más que prudente, indeciso, como le hizo ver el papa Sixto V, cuando le pidió dinero para una segunda Armada contra el anglicanismo, y le contestó diciendo que no y alegando que el rey consumía tanto tiempo en meditar sobre sus empresas que cuando tomaba una decisión se había consumido el tiempo y el dinero.
Abúlico, tímido, desconfiado, irresoluto, altivo e imprudente y sin embargo quizás el mejor rey de la historia de España que no es culpable de que su cautela y falta de decisión haya sido interpretada como prudencia.
Su padre, el emperador Carlos, abdicó en 1556 y se retiró a Yuste. Un año después, los monjes del monasterio felicitaron al emperador en el primer aniversario de su abdicación y el emperador les contestó: Hoy hace justamente un año que abdiqué y un año que me arrepentí.
Cuentan también que el emperador, al tener noticias de la brillante victoria española en la batalla de San Quintín, contra el permanente enemigo francés, preguntó a su informador si su hijo había seguido la marcha victoriosa hasta París y al contestarle que no, exclamó: ¡A su edad y con su fortuna, yo no me habría parado a mitad del camino!
Y ciertamente hubiese sido una decisión muy acertada para acabar con la rivalidad francesa de una vez por todas, pero nuevamente la indecisión, que no la prudencia, obraron en su contra.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado el articulo. Pienso igual.

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    1. Estoy de acuerdo con que siempre la timidez se confunde con la prudencia.

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