viernes, 20 de febrero de 2015

IGNORADO POR JUDÍO





El día 13 de abril de 1660 el Tribunal de la Santa Inquisición celebró el último Auto de Fe de la ciudad de Sevilla.
En ese macrojuicio, como lo llamaríamos hoy, fueron condenados a la hoguera ochenta judíos, algunos recalcitrantes en su fe, otros falsos conversos que mantenían sus ritos ocultamente y otros muchos denunciados por envidias, venganzas e inquinas de sus propios vecinos, sin que, aparentemente, hubieran transgredido las “sagradas leyes de la Inquisición”.
Cierto que no todos estaban presentes para ser quemados, pues el Santo Oficio no podía detenerse ante bobadas como no haber capturado a alguno de los denunciados y entonces quemaban una representación del mismo: en efigie, lo llamaban. Una especie de burda estatua con alguna de la ropa del reo fugado y con su nombre en un cartel colgado del cuello.
La cuestión era quemar algo, lo que fuera y así se daba la sensación de triunfo absoluto contra el mal que causaban los herejes, en este caso los judíos, pero en otros muchos, disidentes católicos, personas con ideas no coincidentes con las imperantes en la época,  falsos magos o científicos cuyas teorías chocaban frontalmente contra la mal entendida fe cristiana.
El acto tuvo lugar en la Plaza de San Francisco, a espaldas del actual ayuntamiento sevillano, allí donde desemboca la famosa calle Sierpes. Una plaza espaciosa para dar cabida al numeroso público que estos macabros espectáculos concitaban, así como para sentar, cómodamente, a toda la curia religiosa, civil y militar de la ciudad que acudía a presenciar aquella barbaridad de quemar vivo a docenas de personas.
Este juicio divino tuvo dos características: la primera la ya referida de haber sido el último de la capital del Guadalquivir en el que se ajustició a los reos y el segundo es que uno de los que fueron quemados en estatua, estaba presente entre el público de la ciudad en la que vivía desde años atrás, con una identidad falsa.
La historia es curiosa, pero lo es mucho más si se conoce quien era esta persona y por qué ocultaba su identidad.
Se trataba de Antonio Enríquez Gómez, persona, o mejor, diría yo, personaje que a pesar de sus extraordinarias cualidades literarias, no ha pasado a la historia, o mejor dicho, no ha pasado a engrosar las listas de literatos que han alcanzado la fama y sus nombres se han visto incluidos en los libros de texto.
Esto, que puede ser un galimatías, tiene una explicación bien sencilla.
Antonio Enríquez nació en Segovia en 1600, según la Enciclopedia Larousse y todas las biografías escritas sobre él hasta que en 2003 se obtuvieron documentos fidedignos con los que sus principales biógrafos fijan su nacimiento en el mismo año, pero en la cercana ciudad de Cuenca.
Hijo de un judío converso, de ascendencia portuguesa, adquirió una esmerada educación, pues pertenecía a una familia adinerada. Siguió estudios de humanidades y con veintiún años ingresó en la carrera militar, en la que permaneció hasta 1636, sin que sobreviniera ningún sobresalto en su existencia.
En 1618 se casó con la burgalesa Isabel Alonso, cristiana vieja con la que trató de limpiar su pasado judío y con la que tuvo tres hijos. Fijada su residencia en Madrid, frecuentó círculos literarios, donde trabó amistad con el propio Lope de Vega, pero también se relacionó con Calderón de la Barca, Vélez de Guevara y otros importantes escritores de la época.
Hacia 1630 empezó a escribir diversas piezas que representaba en los famosos corrales de comedias y algunas de ellas fueron muy bien recibidas por el público. Su nombre y sus obras sonaban junto con las de los mejores dramaturgos de nuestro Siglo de Oro.
Pero en ese tiempo, la Inquisición inicia una serie de investigaciones sobre su familia, acusándolos de “criptojudíos”, un término para abarcar cualquier práctica del judaísmo realizada de manera oculta mientras se declara públicamente pertenecer a la fe católica. Fruto de las pesquisas inquisitoriales son detenciones y castigos a diversos familiares de Antonio, uno de cuyos abuelos, fue condenado a la hoguera y quemado en estatua, pues ya había fallecido en el momento de dictarse la sentencia.
Esta circunstancia hace que Enríquez huya a Francia, por la llamada “senda del marrano” que saliendo de Madrid, pasaba por Fuenlabrada, donde se reunían judíos procedentes de toda la península, y marchaban luego hacia Burgos y Navarra, desde donde por varias rutas, ya que la Inquisición vigila constantemente a los “marranos”, pasaban por fin a Francia, en ese momento, como casi siempre, en aquella época, en guerra contra España.
Allí tiene Enríquez familiares que viven a socaire de la política del momento, mucho más permisiva que la española, incluso favorecedora de aquellos que huían de la Inquisición, lo que le beneficia y permite vivir unos años de tranquilidad y prosperidad económica, pues desde el país vecino actuaba como representante de los negocios familiares, relacionados con la lana. Es en esa época cuando se desata su producción literaria, sobre todo como poeta y dramaturgo.

Retrato de Antonio Enríquez Gómez

Durante unos años, se carece de datos sobre su vida y sus actividades hasta que hacia el año 1649, regresa a España bajo una nueva identidad y después de haber desvalijado las arcas de su floreciente negocio en Francia. Ahora se llama don Fernando de Zárate y Castronovo, con cuyo nombre se instala primero en Granada, en donde se amanceba con una joven de la localidad a la que hace pasar por su esposa, pues quiere dar sensación de familia normal y dos años más tarde se afinca en Sevilla, razón por la que se dice al principio que presenció su ejecución en efigie.
Durante este tiempo ha continuado con su producción literaria, hasta que en 1661 fue detenido por el Santo Oficio que no cejaba en su persecución y aunque ya lo había quemado dos veces en efigie, una en Toledo en 1651 y otra, la ya mencionada de Sevilla, seguía persiguiéndolo como a un fantasma. Ingresado en prisión, murió dos años más tarde cuando su proceso aún no había concluido, por lo que no pudo “reconciliarse” en vida.
“Reconciliación” era el término eufemístico que la inquisición usaba para justificar sus ejecuciones tras confesar el reo su pertenencia a la herejía, judaísmo, magia o cualquier otra actividad que mereciera la persecución religiosa. Pero en aquellos tiempos importaba poco que el reo no estuviera presente, como se ha dicho ya anteriormente, para quemarlo en efigie o como en este caso para “reconciliarlo” en ausencia, el 14 de junio de 1665, dos años después de su muerte.
Su muerte debió tener causa en los tormentos a los que fuera sometido, pues Enríquez delató a parte de su familia que se vio por ello en prisión y no cabe pensar que un hombre de la determinación de éste, delatara a nadie y menos a familiares si no hubiese sido sometido a las más dolorosas torturas.
Quizás las características de su vida hayan influido en que su figura como literato no se diera a conocer en su momento y más tarde, la nebulosa de los tiempos fue ocultándola hasta que alguien se topó con él, rescatándolo de las sombras en las que se hallaba envuelto.
Y ese alguien fue el sacerdote, poeta y editor Carlos de la Rica que tras una profunda labor en archivos, sacó su verdadera biografía, tal como se conoce actualmente.
La obra de Enríquez Gómez es muy extensa y comprende poesía, novela, dramas, comedias y escritos de muy variada índole, desde culturales hasta políticos y además, en su exilio francés, escribió muchas obras para distribuir exclusivamente en las sinagogas.
Por su educación, enfocada en principio hacia la milicia y luego a los negocios, se piensa que su formación fue autodidacta, pero muy extensa, pues a lo largo de su obra se aprecia una profunda cultura con conocimiento de los clásicos, de la historia, de las religiones y un amplio sentido crítico de la sociedad de su tiempo.
Toda su obra es de una gran profundidad -según dicen sus biógrafos, pues yo aún no he encontrado ningún trabajo suyo, más que algunas poesías sueltas- y de ellas se ha entresacado gran parte de su pensamiento y de sus motivaciones para marchar de España o para volver años después.

Por qué un literato de su envergadura no figura en nuestros anales y resulta además prácticamente desconocido, es realmente incomprensible, sobre todo cuando numerosos investigadores extranjeros se han ocupado de él y muchas de sus obras están traducidas al inglés y francés. No cabe otra explicación que la mojigatería de siempre: era judío, por tanto un “marrano” que no merecía ni el más mínimo reconocimiento; pero el tiempo es inexorable y pone a cada cual en su lugar y a Antonio Enríquez Gómez le ha llegado su tiempo y con él, el reconocimiento de su obra.

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