viernes, 27 de febrero de 2015

TODO UN EJÉRCITO





Sin duda alguna, el ejército más ridículo del mundo, pero ejército al fin y al cabo, es la Guardia Suiza de el Vaticano. Ridícula su indumentaria, ridículas sus armas y ridículos su número y sus condiciones de acceso.
Porque no se debe olvidar que la famosa Guardia Suiza, esa que tanto colorido presta a las imágenes vaticanas, es un cuerpo de ejército, en donde hay soldados, suboficiales, oficiales y un capitán, su jefe, aunque el verdadero “jefe ceremonial” es el papa, al que los miembros de su guardia saludan militarmente, pero rodilla en tierra. Si el capitán es de noble ascendencia, se le asciende automáticamente a comandante.
 Su número total apenas sobrepasa los cien componentes, todos son mercenarios, suizos de nacionalidad, altos, rubios (preferentemente), mayores de diecinueve años, solteros al inicio, con posibilidad de casarse si han alcanzado el grado de cabo y se reenganchan por dos años más y, por supuesto, católicos hasta la médula. Desde su fundación, con muy pocas variantes, han venido ofreciendo la misma imagen que ahora vemos.
En muchas viejas familias suizas, pertenecer a la Guardia es una tradición que se va pasando de padres a hijos durante muchas generaciones.

Teatrera formación de la Guardia, con yelmo, coraza y pendón

La creación de este minúsculo ejército se debe a dos papas: Sixto IV y su sobrino Julio II, el Papa Guerrero, como se le conoce.
Sixto IV advirtió que sus dominios, que eran muchos, los llamados Estados Pontificios, no estaban protegidos y que su persona también era vulnerable, así que solicitó a la Confederación Helvética, le cediera algunos de los ya entonces famosos mercenarios suizos, para formar una especie de cápsula de protección que éstos le prestaron.
Más tarde, su sobrino, Julio II, a quien las guerras y las intrigas le gustaban más que cualquier cosa que a la religión o el espíritu se refiriera, coincidió con su tío en que sus territorios debían ser protegidos y a la vez, procurarse una escolta personal que preservara su integridad.
Recordando a aquellos mercenarios, tuvo la idea de crear su propio ejército y así, el veintidós de enero de 1506, un grupo de ciento cincuenta mercenarios suizos, al mando del capitán Kaspar von Silene, entraron en el Vaticano, donde fueron recibidos por el papa que les dio su bendición y a los que alojó en unos cuarteles construidos ex profeso.
Inmediatamente se pensó que aquella Guardia debía distinguirse de los demás ejércitos por su indumentaria y para eso se usaron los colores amarillo-azafranado y azul, del escudo de la poderosa familia De la Rovere, a la que pertenecía el papa. Más tarde, el papa León X, introdujo en el uniforme el color rojo, representativo de la Casa de los Medicis, no menos poderosa y de la que era miembro.
Con estos colores y poquísimas variaciones en su diseño, la Guardia Suiza, siglos después, viste el uniforme militar más antiguo del mundo.
Su entrenamiento de base militar es con espada y alabarda, lo que da buena idea de su actualización interna, aunque también reciben instrucción en armas de fuego y en tácticas de control de multitudes.
Los de menor empleo portan, además de la espada y la alabarda, un spray de gases lacrimógenos, por toda defensa.
Desde esa fecha, solamente una acción de verdadera guerra ha comprometido a los suizos del Vaticano y en esa ocasión fue contra el ejército español y alemán del Emperador Carlos V, el 5 de mayo de 1527, fecha en la que se inició el famosísimo Saqueo de Roma, un hecho singular, en el que el emperador arremetió contra su “jefe espiritual”.
Ha sido la única confrontación con sangre y en ella perdieron la vida ciento cuarenta y siete guardias, sobreviviendo cuarenta y dos que fueron los que acompañaron al papa Clemente VII por el pasadizo secreto que une el Vaticano con el castillo de Sant Ángelo, en donde se refugió.
Este hecho, en el que los guardias se portaron valerosamente, hasta el extremo de dar su vida por defender al papa, creó un fuerte vínculo entre la Guardia y el pontífice que dura hasta nuestros días y marcó una fecha tan señalada que desde entonces fue elegida para el juramento de los nuevos guardias que se van incorporando para sustituir a los que cumplen la edad reglamentaria que está fijada en treinta y cinco años.
Toda esta introducción tiene como objetivo exponer el cuando y el como de la creación de un ejército que proporcione seguridad a los antiguos Estados Pontificios, primero y a la actual Ciudad del Vaticano, después, pero el por qué de la creación de este ejército es de una explicación que no se compadece nada con la doctrina que desde esa sede se pretende transmitir al mundo.
Aquello de entregar todo lo que tengas a los pobres y seguirme, o lo de que mi reino no es de este mundo, duró poco. Vamos, no duró nada, porque enseguida llegó Saulo, nuestro San Pablo, con su afán de universalidad y poder y lo trastocó todo.
Ya no bastaba predicar a los gentiles, había que latinizar la religión, es decir, elevar las prédicas a todo el imperio romano y así lo hicieron, pero fue con Constantino cuando ya la naciente iglesia dio el vuelco definitivo: tocó poder y eso le gustó. Se había convertido en la religión oficial del Imperio aunque Constantino, su emperador, que fingió hacerse cristiano, no abjuró nunca de sus ancestrales dioses, a los que siguió adorando.
Y siguió tocando poder durante muchos siglos, pero empezó a comprender que como su Maestro decía, su poder era solamente espiritual, de otro mundo y que estaba a expensas de que cualquiera de los muchos reyes, caudillos y señores poderosos de aquellas épocas, le perdieran el miedo a la condenación eterna a la que se exponían yendo contra el santo representante de Dios en la tierra y le arrebatara sus posesiones en una sola galopada y entonces un papa se inventó lo del Sacro Imperio y escogió a Carlomagno al que coronó emperador en la navidad del año 800, convirtiéndolo en el adalid de la cristiandad, el brazo secular que estaba destinado a proteger al tan débil “poder eterno”.
Desde entonces ser emperador del Sacro Imperio, Rey de Romanos, como también se le denominaba, constituía un apetitoso objetivo, pues en una sociedad como la medieval, estigmatizada por la fuerza de la Iglesia, convertirse en el protector de la institución y sus territorios, era una quimera que en todo el mundo conocido, solamente alcanzaba un rey cada muchos años.
Nuestro Alfonso X, el Sabio, uno de los mejores reyes que ha tenido Castilla, también estuvo enredado en las marañas políticas para conseguir la corona sagrada, pero no estaba Castilla en ese momento para soportar muchas presiones externas, tenía ya bastantes con su lucha contra el invasor, la repoblación y la construcción de un “cuerpo jurídico” con el que gobernarse y diferentes papas pasaron de él en beneficio de monarcas mejor situados políticamente.
Pero gustarle, al rey Alfonso, sí que le hubiera gustado. De eso no cabe duda.
El único monarca español que consiguió el Rex Romanorum fue Carlos I, un monarca obsesionado fanáticamente con la religión católica, convertido en el azote de los protestantes a los que fue derrotando batalla tras batalla, consiguiendo una victoria tras otra, hasta que perdió definitivamente la guerra.
Dios no estaba de su lado y es más que probable que al analizar, en su retiro de Yuste, las consecuencias finales de su particular cruzada contra los luteranos, llegase a la conclusión de que como todo en la época se fiaba al juicio de Dios, posiblemente el Dios de los protestantes fuese más verdadero que el suyo.
Pues aun siendo tan profundamente católico y además paladín de la Iglesia, en 1527 arremetió contra el papa y la famosa Liga de Cognac (nada que ver con borrachos) que formaban alrededor del pontífice, Francia, y las ciudades-estado italianas de Milán, Venecia y Florencia.
Este extraño contubernio en el que los estados del norte de Italia se alían con la nación que desde siempre quería invadirlos y que lo propicie el papa contra el que es su defensor sagrado, no tenía otra pretensión que frenar el poder del emperador Carlos, tras su victoria sobre Francia, pero el poderío militar hispano-alemán del momento, no conocía oponente y el ejército de Italia, al mando del Condestable de Borbón, muy poderoso pero completamente en la ruina, no tuvo más remedio que acceder a lo que sus soldados, que llevaban meses sin cobrar, pedían, que era marchar sobre Roma y saquearla.
Y se doblegó el condestable y durante una semana devastaron Roma, saqueando edificios públicos y casas privadas, arramblando con cuanto objeto de valor encontraban y así durante una semana, en que se retiraron, bien por orden del condestable, bien porque ya no había nada más que robar.

Extraño suceso en el que el defensor ataca con saña al defendido, siendo aquel el monarca más católico de la cristiandad y éste el representante de Dios en la tierra, aunque es posible que el emperador estuviese ignorante de lo que estaba sucediendo hasta muchos días después, que las noticias entonces viajaban muy despacio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario