viernes, 13 de febrero de 2015

UN ATAUD CON LADRILLOS





En un momento en que toda España anda convulsa, acuciada por los innumerables casos de corrupción política, buscando, quizás, un remedio a tanto desbarajuste, muchos no encuentran nada más que el desgastado “y tú más”, y el tan ajado “eso ha existido siempre”, para salir del atolladero en el que nos encontramos.
Y ambas muletillas pueden ser verdad, porque la corrupción está repartida por todos los barrios y, además, desde tiempo inmemorial.
“No me des nada, hermano, ponme donde haya”, reza un proverbio que unos dicen árabe y otros atribuyen a diferentes culturas, pero que es, como casi todo proverbio, de una realidad contundente.
En cuanto una persona, por muy honrada que haya sido durante gran parte de su vida, accede al lugar donde “hay”, su recta y honesta trayectoria sufre un cambio que es directamente proporcional a la cantidad que puede obtener de “donde hay”, e inversamente proporcional a los sólidos cimientos de su convicciones.
En la España moderna, aquella que empezó con los Reyes Católicos y siguió con el emperador Carlos y su hijo Felipe, del que me ocupaba la pasada semana, seguro que hubo corrupciones y ataques a la hacienda pública por parte de algunos muy allegados al poder, pero los reyes reinaron y gobernaron, no permitiendo que otros, a veces poco escrupulosos, ostentasen el máximo poder del estado.
Los Reyes Católicos se trajeron de Portugal a Isaac Abravanel, un judío experto en finanzas para poner orden en las arcas y evitar los despilfarros. Gracias a esta especie de ministro de Economía y Hacienda, hubo dinero para culminar la Reconquista con la toma de Granada y para financiar el descubrimiento de América.
Pero fue un caso excepciona, lo normal en la época es que el rey obrara a su mal saber y peor entender, sin dejarse aconsejar demasiado y controlando personalmente las arcas de la hacienda.
Al morir Felipe II, que ya se había quejado a Dios por no haberle dado un hijo capaz de gobernar sus reinos, la cosa cambió.
Y lo hizo radicalmente. Al contrario que los anteriores y para empezar, Felipe III no tuvo las familiares debilidades de las partes húmedas, en las que tanto tiempo consumían los monarcas, descuidando su deberes coronarios. No se le conoció desliz amoroso de ninguna clase y su honradez y honestidad están hoy fuera de toda duda, pero no basta ser honesto, honrado y fiel a tu esposa, para gobernar un reino como era entonces el nuestro. Son necesarias muchas más cualidades y de esas estaba el monarca más bien escaso.
La historia no lo trata de bobo, tonto o deficiente mental, simplemente lo acusa de inepto para el ejercicio del mando, aunque dotado de una piedad y fe cristiana tan proverbiales que no concebía siquiera la posibilidad de irse a dormir con la sospecha de haber cometido un pecado durante el día, razón por la que cada noche hacía un acto de contrición y se imponía una penitencia. Nada comparable a cuando sentía la más ligera indisposición, en cuyo caso llamaba a su confesor a quien pedía su bendición, tras lo cual se sentía aliviado del peso que le lastraba.
Como cualquiera comprenderá, con esos condicionantes no se puede dirigir un estado y mucho menos si es de las dimensiones del español.
El joven rey lo comprendió pronto y por eso, puso todo su reino, por primera vez en nuestra historia, en manos de lo que luego se fue conociendo como “un valido”. Una persona con todos los poderes de la corona en sus manos, pero sin compromiso alguno de continuidad, sin sentimientos de ser el cabeza del estado, ni de otras  muchas aptitudes que debían tener los monarcas, siquiera por herencia.
Este primer valido fue también el primero que no pedía nada más que le pusieran donde había; y tanto que había: éramos a la vez el país más rico del mundo y también el más pobre, por lo que don Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia y conde de Lerma, de indudable alta alcurnia, aunque en un momento delicado en cuanto a los posibles de la casa Sandoval, de la que era cabeza visible, frotose las manos de placer.
Siempre estuvo su casa próxima a la corona; su padre fue el carcelero del degenerado hijo de Felipe II, el príncipe Carlos y su abuelo y su bisabuelo habían sido los carceleros de doña Juana la Loca.

El duque de Lerma, pintado por Rubens

Nada más hacerse con el poder y frisando los sesenta años, de escasas luces, vanidoso, de trato agradable e inteligencia corta, pero clara, en la que solamente destacaba en su desmedida ambición, se traslado a vivir al palacio real comenzando a colocar a sus familiares en puestos claves, honrándolos con títulos y honores que empiezan por marquesado para su primogénito, comendaduría para el segundón, marquesado también para su hermana, grandeza de España a su cuñado, condado a su suegro e incluso algunas dignidades religiosas, pues a su tío Bernardo de Rojas, lo nombró arzobispo y para no ser él menos que los demás, promocionó su condado de Lerma a ducado, que es la cabeza del escalafón de la nobleza.
Llegó a tanto su poder y a tanta la desidia del rey que ni siquiera se dignaba a firmar los documentos en los que su firma era imprescindible y que se amontonaban por meses en la mesa de su despacho.
Para evitarle la desagradable tarea de firmar a diario, el de Lerma le propuso al rey que su firma valiera tanto como la del monarca.
Únicamente en la elección del confesor real, consiguió el rey imponer su decisión, pues el valido quería colocar en ese puesto a un hombre de su entera confianza, pero el rey eligió al padre Aliaga que ya venía asistiéndole a su completa satisfacción y no veía la necesidad de cambio alguno.
Como el valido había comprado casas y fincas en Valladolid, hizo al rey trasladar la corte y la capitalidad del estado a la ciudad del Pisuerga.
La ciudad no estaba preparada para recibir a tantas personas que acompañaban al rey y a la corte, por lo que muchos se hacinaron en casas de mala construcción y otros en fondas y posadas, mientras Madrid se quedaba tan desolada que los alquileres y ventas de fincas hundieron la economía de muchos y otros, para evitar el deterioro de sus edificios los cedían gratis a cambio de mantenerlos conservados; y así se alojaron en palacetes madrileños humildes ciudadanos, mientras los miembros de la corte se los cedían para irse ellos a Valladolid a vivir en una mísera casucha.
La situación duró cinco años, tras los cuales la corte se volvió a Madrid, fundamentalmente por dos razones ambas de mucho peso, como se verá.
La primer fue la escasez de caza en los alrededores de la ciudad contra la abundancia de los montes de El Pardo y Riofrío y la segunda y quizás la más contumaz la emprendida por la reina y el confesor del rey, el cual llegó a decirle que si seguía consintiendo los desmanes del duque de Lerma, sería responsable de sus pecados, lo que impediría su salvación.
Aquello debió llegar a los más profundo de aquel rey y tímidamente empezó a retirar la confianza en el valido, que viéndolo venir, solicitó al papa Pablo V, un capelo cardenalicio que el santo padre, tan venal como el propio duque, le concedió, lo mismo que años antes le había concedido la santificación de su tío materno Francisco de Borja, desde entonces un santo más de la Iglesia.
Esta concesión iconoclasta sirvió al duque para preservar su vida, aunque no para evitar el destierro al que fue relegado, en su villa de Lerma, al final de su trayectoria.
Por España circuló un chascarrillo descarnado que describía perfectamente la situación: “Para  no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”.
Y viene ahora la explicación del título de este artículo, en el que se expone, quizás, uno de los mejores ejemplos de hasta dónde puede llegar la estupidez humana sobre todo si va acompañada de la ambición de poder y riquezas.
El día tres de junio del año 1603, cuando la corte llevaba en Valladolid dos años y medio, falleció en Buitrago doña Catalina de la Cerda, esposa del  duque de Lerma y también grande de España, emparentada con la princesa de Éboli. Por decisión familiar, el cadáver fue trasladado a Valladolid para recibir sepultura, como deseaba el duque, pero el viaje fue penoso y además hizo un calor que preconizaba un verano ardiente.
Al llegar a Valladolid, seis día después, el cadáver desprendía tal hedor que hubieron de enterrarlo de inmediato en el convento de Belén, donde la comitiva se había detenido.
Pero el duque no podía prescindir de la pompa y boato que merecía el entierro de su dignísima esposa, pasando por las calle de la capital del reino, así que colocó en el interior del ataúd unos cuantos ladrillos con peso equivalente al del mermado cuerpo de la difunta y tras esa caja, irrespetuosamente llena de material de construcción, colocó, con todas las galas de la iglesia, al obispo de Valladolid encabezando a toda las órdenes religiosas asentadas en la ciudad, los miembros de los consejos, los grandes de España, el cardenal de Toledo, el arzobispo de Zaragoza y no iba el rey porque seguramente estaba cazando y además no era costumbre entre la realeza acudir a entierros, pero de otro modo, seguro que el todopoderoso y corrupto valido, le hubiera obligado a desfilar a su lado.

Habiéndose desecho de este infausto personaje, no obligó el rey, como tampoco parece que se obliga ahora, a que fueran devueltas a las arcas reales toda especie salidas de ella. Lo único que se consiguió y lo hizo el Conde-Duque de Olivares, fue desterrar al de Lerma, al que no pudo ahorcar por aquello que decía el chascarrillo.

2 comentarios:

  1. Muy interesante, la situación actual es peor porque antes eran pocos los que podían robar y ahora son muchos a repartir.

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