Nunca estuvo muy bien
explicada la razón por la cual Felipe II convierte a Madrid en la capital del
reino, cuando apenas era un villorrio que no contaba con las mínimas
infraestructuras básicas, mientras ciudades como Toledo, Sevilla o Valladolid, que ya habían albergado la corte española, se quedan atrás.
Es Madrid, en aquellos
momentos, una villa de unos treinta mil habitantes, de los que se llamaban
entonces del pueblo llano. No existía en la ciudad jerarquía religiosa, pues
dependía de la diócesis de Toledo y no tenía tampoco asentamiento de la
nobleza, pues los más cercanos estaban en Guadalajara. Estas circunstancias
puede que obraran a su favor en la mente de Felipe II, lo mismo que el hecho de
estar rodeada de enormes espacios boscosos, poseer fuentes de agua abundante y
muy apreciada y tener el río Manzanares muy cerca.
Quizás la proximidad de El
Escorial, donde ya el rey había decidido construir un enorme monasterio que le
sirviera de residencia, fuera otro factor a su favor, lo mismo que la
existencia del Alcázar Real, un poderoso castillo que desapareció por un
incendio en 1734 y que se ubicaba donde ahora se encuentra el Palacio de
Oriente.
En aquel castillo ya se había
alojado Carlos I cuando convocó cortes en Madrid, ciudad que se eligió en
varias ocasiones por su centralidad en la Península.
Lo cierto es que en 1561 y a
pesar de las escasas posibilidades de la villa, Felipe II traslada a Madrid la
capitalidad del reino. A partir de ese momento se le empieza a dar un tratamiento
que hasta entonces no tenía y ello contribuye muy notablemente a sacar a la
pequeña ciudad del lamentable estado en que se encontraba, pero no a colocarla
en una situación mucho mejor a juzgar por lo que dos siglos más tarde se
encontró Carlos III a su llegada a la ciudad.
Real Alcázar
desaparecido en 1734
Unos recientes descubrimientos arqueológicos realizados en la capital han puesto a la luz el hallazgo de unos
enterramientos visigodos, así como, en un nivel inferior, restos prerromanos.
Las antiguas culturas iban
asentándose alrededor de los lugares donde se encontraba agua con facilidad y
en la pequeña altiplanicie, que la zona alrededor de la actual capital forma
sobre la Meseta Ibérica, el agua era abundante, no ya por la que fluía por el Manzanares,
sino la que descendía, subterránea, de las sierras del norte.
Aquel primer asentamiento
visigodo recibió el nombre de Matrice, que quiere decir río matriz o madre.
Tras los visigodos, los árabes se asentaron sobre aquel pequeño poblado,
fortificándolo y derivando su nombre original hacia Magerit.
Hasta el siglo XI, no se
incorpora a la corona de Castilla, cuando la conquista Alfonso VI y poco ha
progresado como ciudad del centro geográfico de la Península cuando Felipe II
la convierte en la capital de su imperio.
No existe demasiada
documentación de cómo eran las infraestructuras de aquella ciudad, que ya tenía
sugestivos rincones que aún pueden visitarse y que se acogen bajo la genérica
denominación del Madrid de los Austrias, pero a tenor de lo que dos siglos más
tarde se encuentra Carlos III y se describe perfectamente, podemos pensar que
la villa y corte no era solamente un estercolero, era una de las ciudades más
inmundas de Europa.
Carecía totalmente de
alcantarillado y de agua corriente, salvo en las varias fuentes públicas, algún
hospital, convento o las casas de los poderosos y el palacio real, el resto de
la ciudadanía había de viajar con los cántaros sobre la cabeza hasta la fuente
más cercana. Como consecuencia de la falta de alcantarillado las calles eran un
arroyo de aguas fecales, desperdicios, excrementos humanos, del ganado y de los animales
domésticos, que andaban sueltos, alimentándose de los despojos que
encontraban por la calle.
Cuando la vida en la ciudad
estaba más próxima a la naturaleza, al igual que en los pueblos, las
necesidades corporales de las personas se evacuaban en el campo o en el corral
próximo, pero en Madrid empezaron a construirse edificios de viviendas, unos
pegados a otros, sin corral ni huerto cercano en el que poder aliviarse, por lo
que los apretones se solucionaban en casa y a continuación se lanzaban a la
calle con aquel consabido grito que todos conocemos.
Algún viajero de la época,
llegado de las brillantes ciudades italianas o francesas, quedábase asombrado cuando
sus botas se enfangaban en el lodo pestilente de las calles o cuando unos
cerdos o unas gallinas, acudían a picotear o lamer los residuos que se quedaron
adheridos en su calzado.
Comparar Madrid con una
inmensa letrina, no era una comparación exagerada, aunque no hay que pensar que
nunca se limpiaban las calles. Eso no es cierto, lo que sucedía es que se
limpiaban mucho menos que lo que era menester y se ensuciaban mucho más de lo recomendable; se empleaban dos sistemas de limpieza,
según el tiempo fuera seco o lluvioso, lo que hace pensar que en realidad se
limpiaban dos veces al año.
En tiempo seco, una cuadrilla
de trabajadores iban recogiendo las basuras, los animales muertos, los
excrementos y toda clase de desperdicios y lo cargaban en carros que sacaban
toda la porquería de la ciudad. Pero si el tiempo era lluvioso, no había
posibilidad de meter los carros por las calles, pues se quedaban atascados y
entonces se empleaba un procedimiento singular que era una especie de
cajón-cuchara, tirado por una recua de mulos que iba arrastrando toda la
porquería hasta llevarla a unos sumideros que la conducía directamente al
Manzanares. Los dos sumideros más importantes estaban en Leganitos y en la
Plaza de Isabel II.
Ni siquiera tenía el rey Carlos un palacio adecuado a la calidad de monarca que era, máxime cuando venía de ser
rey de Nápoles, así que muy pronto se puso manos a la obra para tratar de
remediar todas aquellas deficiencias.
A la infecta atmósfera que
todo Madrid respiraba hay que añadir que la higiene corporal brillaba por su
ausencia, pues el poco agua que se transportaba hasta las viviendas servía
exclusivamente para beber, cocinar y lavarse las manos alguna vez. El resto del
cuerpo no era objeto de atención alguna.
Mucha culpa de esta falta de
higiene la tenían los propios médicos que no aconsejaban mas limpieza que la de
manos y cara y recomendaban que se evitara el baño, pues éste ablandaba el
cuerpo y le restaba su fuerza, además de producir otros muchos males achacados
de manera ignorante.
Como es natural, la gente
apestaba. Apestaba tanto que ni ellos mismos soportaban su hedor y trataban con
los afeites, las lociones, los perfumes e incluso las flores, de calmar sus
irritadas pituitarias.
Las damas de alta alcurnia,
sobre todo, tenían por costumbre perfumar sus vestidos, su cara, el cabello y las
manos, con aguas olorosas que contenían almizcle, ámbar y otras sustancias
naturales aromáticas que a falta de un pulverizador adecuado, pues aún no se
había inventado el spray, hacían a sus sirvientas tomar buchadas y lanzar
fuertemente el contenido bucal, en una especie de ducha mitad aromas, mitad
saliva, sobre la cara o los cabellos.
¡No se podía ser mas guarros
que aquellos ciudadanos de la capital del Mundo!
Como es natural, el recién
llegado y refinado monarca no podía tolerar semejante desbarajuste, por lo que
el 13 de mayo de 1761, publicó una Real Orden por la que se prohibía arrojar
aguas mayores y menores por las ventanas, obligando a los propietarios de
edificios a construir pozos ciegos, hasta donde se canalizaran las porquerías
que eran recogidas por las noches en unos carros malolientes a los que pronto
el pueblo llamaba “las chocolateras de Sabatini”, en honor del arquitecto
italiano que acompañaba al monarca y que era el encargado de terminar de
construir el Palacio Real, los jardines y todo lo que de bello se hizo en aquel
tiempo.
Plano del Madrid de la
época
Estas medidas iban acompañadas
de otras tomadas desde el sector público y que fueron acometidas por
Esquilache, al que el rey ordenó que preparase un plan de actuación en varios
frentes y que consistía en primer lugar en limpieza, como tratamiento de
choque, mientras se acometían las obras para construir una red de
alcantarillado, empedrado de las calles e iluminación.
Se inició también la traída de
agua a los hogares y se publicó un bando por el que se obligaba a los propietarios
o inquilinos de viviendas, barrer las delanteras de sus edificios y regarlos
cuando fuese tiempo caluroso. Incluso se estableció un sistema de alguaciles
que controlaban los aseos de las viviendas.
Como fue natural en aquella
época de falta de higiene, las medidas no gustaron a los madrileños que se
quejaban de todo, hasta del largo de las capas con las que se embozaban para
cometer sus tropelías o en las que ocultaban las armas que estaban prohibidas.
Para demostrar su enfado
apagaban las luminarias que se encendían por las noches, o evacuaban en las
esquinas y hasta llegaron a amotinarse contra el ministro Esquilache en aquel
famoso motín que ya traté en mi artículo: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/de-la-trucha-la-capa.html
El rey Carlos III dijo de los
madrileños que eran como los niños: lloraban cuando se les lavaba.
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ResponderEliminarQuerido amigo José María, magnifico tu artículo de esta semana, aunque un tanto escatológico, no deja de ilustrar, al tiempo que divierte. Yo he de confesar que me he reído lo suyo durante su lectura pues, sabido es, que tanto los relatos como los chistes de carácter escatológico siempre producen hilaridad. No obstante saber que el conocido como motín de Esquilache tuvo, en su origen, defender tanta ordinaria cochinada, explica por que este País no tiene arreglo. Mi enhorabuena.
ResponderEliminarEl articulo es como para ir a echar la Primitiva o comprar un decimito, ya que, cuando se habla de mierda se dice que trae suerte.
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