En una sociedad ficticia un bombero se dedica, por orden del
gobierno, a la quema de libros. Esa es la base argumental de una magnífica
novela, que fue llevada al cine con notable éxito y que se llama Fahrenheit
451.
La cifra de ese título hace alusión a la temperatura, en grados de esa
escala, a la que arde el papel.
La inclinación de todos los regímenes totalitarios a quemar las
fuentes del saber es tan antigua como la misma Humanidad, por eso no sorprende
nada que desde que entramos en la historia, que es precisamente el momento en
que se empiezan a recoger por escrito los acontecimientos que se van
sucediendo, hayan sido muchas las veces que los gobernantes, o simplemente, los
poderosos, hayan querido anular todo vestigio de aquello que no les convenía; y
eso se ha hecho precisamente quemando libros, es más, quemando incluso
bibliotecas enteras.
La primera noticia de la quema de una biblioteca se remonta a los
últimos años del siglo segundo antes de nuestra era. Reinaba en China la dinastía
Ts’in, cuyo primer emperador, Shi-Hoang-Ti, había sido el unificador del país,
un hecho muy meritorio, pero que empañó, también de manera notable, cuando
mando quemar todas las obras clásicas de las escuelas del pensamiento chino,
excepto la que reflejaba su manera de ser y pensar o que elogiara a su dinastía.
Una forma de imponer el pensamiento único, pero llevado mucho más allá, porque
también ordenó que más de cuatrocientos cincuenta intelectuales, no afectos a
su pensamiento, fueran enterrados vivos.
Pero habiendo sido una tragedia, la pérdida del pensamiento chino,
mucho más desolador fueron los diferentes incendios por los que pasó la
biblioteca más famosa de la antigüedad, la de Alejandría.
Esta ciudad, situada en el actual Egipto, fue fundada por Alejandro
Magno en el delta del río Nilo. Su diseño y construcción fue encomendada a un
arquitecto griego que dibujó una ciudad de perfectas cuadrículas, como un
damero, cuyas calles seguían la dirección del mar y la entrada de los vientos,
lo que le permitía ser una ciudad relativamente fresca, aun cuando su clima es
tórrido.
Plano
de la antigua Alejandría
Pronto se convirtió en una gran ciudad a la que, los Ptolomeos,
dinastía reinante en Egipto desde el reparto del imperio a la muerte del conquistador,
prestaron gran atención, construyendo magníficos edificios: palacio, teatro,
gimnasio, puertos y entre ellos, el famoso faro, una de las siete maravillas de
la antigüedad; pero sobre todo destacó la Biblioteca, la más amplia y famosa
del mundo conocido.
En realidad, la Biblioteca de Alejandría, eran dos piezas: el Museo,
dedicado a las musas, de ahí su nombre y la Biblioteca, en donde a partir de su
construcción, se empiezan a almacenar documentos procedentes de todas partes
del mundo.
A aquella biblioteca van a parar todos los volúmenes procedentes de la
destruida Cartago y se va incrementando cada día gracias a su primer encargado,
Demetrio Falero, un ateniense destacado en su tiempo, pero cuya figura ha
pasado muy desapercibida. Falero fue discípulo de Aristóteles y destacó como
poeta, escritor, orador, político y llegó a ser el líder de Atenas durante diez
años.
Hay que considerar que el concepto que hoy manejamos en relación a la
palabra libro, o volumen, no se corresponde con la época a la que nos
referimos, pues entonces no se encuadernaba, se escribía sobre tablillas,
arcilla, papiro, tela, pergamino y cualquier otro material capaz de soportar la
escritura, por eso no es de extrañar que en la biblioteca llegasen a reunir casi
un millón de, llamémosles, documentos.
Todas las bibliotecas representan un gravísimo peligro de incendio, ya
que el material que contienen suele ser muy inflamable, pero aquella lo era
doblemente, pues el papiro, la tela o las tablillas son mejor combustible que
el papel.
Pero además, parece que una especie de maldición cayó sobre aquel
centro del conocimiento y no fue una vez, como se suele creer, las veces que
ardió, sino varias.
Y no todas fueron intencionadas, con el afán destructivo de quemar el
saber, no.
Grabado
del incendio de Alejandría
Aunque siempre se pensó que Julio César la mandó quemar, parece que en
realidad fue consecuencia de un accidente. Un accidente que provocó, en el año
47 antes de nuestra era, el incendio, esta vez sí intencionado, de la flota de
César, amarrada al puerto de Alejandría, que una vez incendiada fue lanzada
contra la de su enemigo, Potino.
Parece ser que la configuración cuadricular de la ciudad y la entrada
por sus calles del viento procedente del puerto, extendieron el incendio de las
naves hasta las primeras casas y desde ahí pasó a unos almacenes que la
Biblioteca tenía en el propio puerto, en donde ardieron unos cuarenta mil
ejemplares.
Por tanto, no habría sido responsabilidad de César, como se le ha
atribuido, el incendio de la Biblioteca y quizás ésta, en cuanto a edificio, ni
siquiera fue alcanzada por las llamas.
La cantidad de material perdido no es mucho, comparado con el total y
además, se siguió incrementando gracias a una curiosidad digna de resaltar.
Cualquier barco que arribara al puerto era registrado y requisados todos los
libros que tuviera a bordo, los cuales eran estudiados y en caso de interés,
copiados para la Biblioteca y devueltos a sus propietarios.
Desde los siglos II al IV, de esta era, padeció la llamada Guerra
Bucólica, el caprichoso saqueo de Caracalla y, sobre todo, la conquista de la
ciudad por Zenobia, la reina de Palmira, aunque todavía hubo mucho más daño en
la reconquista de la ciudad, por parte del emperador Diocleciano, el cual
arrasó a conciencia la zona conocida como el “Bruchión”, en donde se
encontraban el Museo y la Biblioteca.
En este caso sí que hubo intencionalidad y además doble, pues aparte
de querer destruir toda la historia de Egipto, en especial desde la llegada de
los Ptolomeos, Diocleciano tuvo mucho empeño en destruir todos los libros de
magia, alquimia y otras ciencias con las que, supuestamente, los egipcios
pudieran hacerse ricos, levantar un ejército y presentar nuevamente cara a
Roma.
Por si de todo aquel desastre hubiera quedado algún resto
aprovechable, entre los años 320 y 1303, Alejandría fue sacudida por veintitrés
terremotos, el más intenso de todos el de 21 de agosto de 365, el cual acarreó
más de cincuenta mil muertes y hundió bajo el mar más de la quinta parte de la
ciudad, incluyendo la zona del Bruchión, donde estaba la Biblioteca.
Pero la capacidad de regeneración de la cultura, no tiene límites y el
germen de una sociedad avanzada, con pensamiento propio y afán de superación,
siguió presente en aquella ciudad que, de alguna manera parecía maldita y lo
sería aún más cuando en 391, el patriarca Teófilo destruyó el Serapeum,
monumental templo dedicado a la diosa Serapis, para construir un templo
cristiano, creando un clima anticatólico que culmina con el asesinato de Hipatia,
una de las mentes más preclaras de su tiempo, en 412.
Este luctuoso suceso, otra forma de quemar el saber, marcó el fin de
las enseñanzas neoplatónicas: filosofía, astronomía, astrología alquimia,
física, música, matemáticas…
En los últimos años, se viene hablando mucho de una biblioteca
extraordinaria, que no fue pasto de las llamas, sino que fue ocultada por su
propietario, para preservarla de sus enemigos.
Se trata de la misteriosa biblioteca de Iván IV de Rusia, apodado El
Terrible, por la extrema crueldad que demostró a lo largo de su reinado.
Era nieto de Iván III, apodado El Grande, que se casó con la sobrina
de Constantino XI, último emperador de Bizancio, Sofía Peleóloga y recibió en
dote una parte muy importante de la biblioteca de Constantinopla, seguramente
porque su tío temiera que pudiese caer en manos inadecuadas. Esta biblioteca de
Constantinopla era una de las más importantes de su época y hay quien dice que
se había formado con fondos rescatados de la de Alejandría, cosa que es muy probable
porque cuando Teodosio divide el imperio
romano en dos, Egipto queda bajo la égida de Bizancio.
Se dice que más de ochocientos volúmenes viajaron a Moscú con la
princesa y a los que había que añadir, además de su valor documental y
pedagógico, que tenían joyas incrustadas, tapas de oro y muchas otras
filigranas orfebres. Esto debía ser verdad, porque cuando los otomanos tomaron
Bizancio, arrasaron con la biblioteca, extrajeron todas las joyas que adornaban
los libros y quemaron el resto.
El fin de aquella magnífica biblioteca es un misterio y según la
leyenda, el zar Terrible quiso preservarla y la escondió en la inextricable red
de túneles que horadan la tierra bajo el palacio del Kremlin.
Unas pocas personas conocían la ubicación de aquella joya y todos
fueron asesinados hasta que solamente Iván conocía el destino de sus libros.
Pero el zar muere inesperadamente cuando jugaba una partida de ajedrez y se
llevó con él su secreto.
Durante años, siglos, tal vez, se ha buscado en los túneles de Moscú. Primero
ilegalmente, contra la decisión de los zares y luego con la llegada del
bolcheviquismo, con la autorización de Stalin, pero nunca se ha encontrado ni
rastro.
Ahora se piensa hacer prospecciones, vía satélite, usando scanners y
otros adelantos geodésicos de última generación.
Lo cierto es que todo el saber acumulado en la antigüedad y de alguna
manera, reunido en aquella magnífica biblioteca, se ha perdido, quizás para
siempre y teniendo en cuenta que los ochocientos volúmenes que marcharon a
Rusia, serían mucho más del doble de todos los volúmenes que hoy se conocen
sobre las culturas mesopotámicas, egipcias y griegas, su hallazgo supondría un
avance del conocimiento difícil de valorar.
De lo que se perdió en la
Biblioteca de Alejandría se trata en el siguiente artículo.
en la Isla, la biblioteca Lobo, cerrada a cal y canto, y nunca más abierta, también es fuego de olvido
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