Mi primer
destino en la Policía fue Palma de Mallorca. Yo, que venía de un pueblecito
perdido en el sur de la Península, a donde el turismo no había llegado, quedé
deslumbrado ante el abigarrado colorido de vestidos escotados, escuetos
bikinis, rubias melenas y ojos verdes.
Allí, al que
en aquella época no ligaba, le decían que estaba para irse a la isla de
Cabrera. También te mandaban a Cabrera como frase despectiva ante cualquier
desliz que hubieras tenido.
Yo no sabía
qué significaba aquella frase y nunca lo pregunté, porque los que la repetían ,tampoco
sabían muy bien qué significaba.
Cabrera es
la mayor de los islotes que forman un archipiélago al sur de la isla de
Mallorca. Debe su nombre a la cantidad de cabras que hubo en otro tiempo, pero
ya no queda ninguna. La isla está deshabitada pero en el primer cuarto del
siglo XIX tuvo una población importante, aunque es necesario explicar cómo se
formó aquella concentración humana.
Todo empezó
tras la primera derrota sufrida por la tropas de Napoleón, en Bailén, el 19 de
julio de 1808.
Tras la
batalla, entre los soldados que se rindieron y los que se hicieron prisioneros,
se formó un contingente de unas dieciocho mil personas, incluidos desde
generales, oficiales, suboficiales, soldados, paisanos que hacían funciones de
abastecimiento y hasta las mujeres que acompañaban al ejército, con niños
incluidos; unas eran esposas de los combatientes, otras desempeñaban oficios
varios.
Los
generales y algunos oficiales fueron entregados a los franceses por medio de
algún intercambio, pero el grueso de prisioneros formó una interminable columna
que puso rumbo sur, con dirección a la provincia de Cádiz.
El plan era
embarcarlos en pontones y trasladarlos con buques ingleses, hasta diversos
puertos de Francia, pero lo cierto es que durante la estancia en Cádiz, fueron
dispersando a los prisioneros y la mayor parte de ellos fueron trasladados a
Sanlúcar de Barrameda, otros permanecieron en Cádiz, hacinados a bordo de
pontones y un contingente importante fueron trasladados a las Islas Canarias.
Resultaron
ser los más afortunados; aunque abandonados en las islas, pronto consiguieron
ir integrándose en la sociedad y la inmensa mayoría terminó su vida allí,
totalmente diluidos entre los canarios.
La peor parte
la llevaban los prisioneros embarcados en las pontonas fondeadas en aguas de la
Bahía de Cádiz. Más de siete mil hombres y mujeres malvivían a bordo de
aquellos extraños calabozos flotantes, en donde el hambre, las enfermedades y
la promiscuidad eran los fantasmas que sobrevolaban las miserables vidas de
aquellos desdichados.
La esperanza
era que se produjera algún intercambio de prisioneros, o un rescate por precio,
pero Napoleón y su estado mayor no estaba para perder tiempo en negociaciones
estériles. No les importaba en absoluto la suerte de aquellos desgraciados,
cuando estaban empezando a tener dificultades en los frentes europeos; y en la
propia España, las cosas se les ponían más difíciles por días.
Desesperados,
mal comiendo en una España que ya de por sí pasaba una hambruna atroz, aquellos
prisioneros se fueron diezmando, a la vez que iban contagiando sus enfermedades
a los carceleros y éstos, a la población militar y civil de Cádiz.
La situación
se hacía insostenible por días, hasta que el gobernador militar de la ciudad
optó por deshacerse de aquellos prisioneros, para lo que se pensó dejarles
abandonados en alguna isla desierta y que se buscaran la vida como pudieran.
Y la isla
tenía que ser desierta porque en Canarias había habido numerosos incidentes
entre los desesperados soldados prisioneros y los habitantes de las islas,
aunque, ciertamente, se fueron mitigando con el tiempo.
Así las
cosas, remolcados por navíos ingleses y españoles, emprendieron aquellos
pontones una travesía hacia el este. Se trataba de buscar por el Mediterráneo
un lugar donde soltarlos.
La terrible
escuadra que remolcaba nueve mil esqueletos, tuvo que soportar, además del
hambre, las enfermedades y la sed, terribles tempestades en su ruta, llegando,
por fin, a la isla de Mallorca, donde fondearon en la bahía de Palma. Pero las
autoridades civiles y militares impidieron el desembarco de aquella tropa
famélica y agresiva y se empezó a buscar un lugar en el que desembarcarlos.
Frente a las
costas meridionales de Mallorca existe el pequeño archipiélago mencionado
anteriormente y hacia allí se dirigió la tétrica flota.
Mapa de la
época
De todas las
islas que conforman aquella minúscula reunión, solamente Cabrera tiene
superficie suficiente para albergar una población como aquella y con la promesa
de enviarles provisiones periódicamente, el mando de la flota se dirige hacia
la isla, un islote de apenas dieciséis kilómetros cuadrados con abundante
vegetación silvestre y unas pocas cabras, de las innumerables que antes habían
dado nombre a aquel trozo de tierra emergida.
Muchos han
muerto por el camino y algunas mujeres han parido a sus hijos en aquellas
infrahumanas condiciones.
Allí fueron
desembarcados los supervivientes, se cree que unos nueve mil y soltados a su
libre albedrío en la escueta isla.
Poco
tardaron las pocas cabras que quedaban en ir a la olla para paliar el hambre
con la que quedaban después del suministro
Éste se
hacía cada cuatro días y se componía de escasos alimentos que alcanzaban a
proporcionar una subsistencia hambrienta y desesperada.
Los más
audaces comenzaron a recorrer la isla y descubrieron una cueva donde manaba un
ridículo caño de agua. Las colas ante aquel chorrito de fresca agua eran
permanentes e interminables.
La
vegetación no era comestible y la fauna escasa: algún conejo, un ave, ratas y
otros roedores. El mar circundante tampoco era pródigo.
Pero había
sido una solución, dramática, pero al fin y al cabo solución al problema,
alejándolo de la vista de todos. Allí, la vigilancia se hacía casi innecesaria
y las autoridades españolas pensaban que los prisioneros debían dirimir sus
cuitas entre ellos, pues para eso había oficiales de distinta graduación.
Sin saber la
trascendencia que este tipo de concentración, tendría en un futuro, lo cierto
es que aquella isla se convirtió en un campo de prisioneros.
Se van
levantando cabañas usando piedras de antiquísimas construcciones y troncos de
matorral en donde se van guareciendo por familias o por afinidades. Se van
formando calles, e incluso se construye una especie de plaza central a la que
se bautiza como Palais Royal.
Poco a poco
va adquiriendo un nuevo perfil, primero cerca de la playa, más tarde
ascendiendo por la ladera hasta que a alguien se le ocurrió la idea de bautizar
a aquel poblado: Napoleónville, fue el nombre que le dieron. Aun esperaban que
su emperador hiciera algo por aquellos desafortunados, pero cada día que pasaba
menos espacio mantenían en la mente del dictador que veía cómo su sueño europeo
se iba desmoronando.
Han pasado
ya un año en cautividad cuando les llega la primera esperanza, aunque es
solamente espiritual. El sacerdote español Damián Estelrich se hace cargo de la
dirección espiritual de aquella abigarrada población, en donde cada día se va
observando el grado de asilvestramiento que se está alcanzando en todos los
órdenes de la vida.
El primer
domingo se celebra una misa pero entre enfermos, heridos, descreídos y otros
desesperados, la afluencia no es mucha. Pero el sacerdote inicia su labor de
apostolado dando paz a los enfermos, enterrando a los muertos, que hasta
entonces se incineraban, en un improvisado cementerio, bautizando a recién
nacidos o absolviendo de pecados a quien deseara confesión.
La labor del
cura parece ser importante, pues se van consiguiendo algunas mejoras, como
llevarse a los enfermos a algunos hospitales de Palma, aumentar las raciones de
agua y víveres.
Pero la
evacuación de enfermos y heridos produce un efecto indeseado. Muchos se mutilan
horriblemente con tal de salir de aquel infierno y los hospitales de Mallorca y
de Mahón se colapsan y la población empieza a protestar de que las camas que a
ellos les corresponden, las están ocupando prisioneros franceses.
Se ha negado
que existiera canibalismo, pero es más que posible que se dieran casos de
devorar cadáveres, ante la tremenda hambruna que se padecía y a veces se han
relatado casos de comer sus propios excrementos.
También se
cuenta que en cierta ocasión en que algún personaje desembarcó en la isla,
mareado por el viaje, vomitó en la playa y más de un prisiones acudió presto a
devorar aquella inmundicia.
Por supuesto
que hubo intentos de fuga, algunos muy bien diseñados, aprovechando la llegada
de la chalupa de los víveres, pero todas fueron abortadas por las cañoneras
españolas que vigilaban aquellos islotes y que disparaban sin clemencia sobre
los amotinados.
Han muerto uno de cada tres de los que
llegaron a la isla, pero se han ido recibiendo nuevos contingente y la
población total ha superado las diez mil personas. Incluso algunos países
aliados contra Napoleón, empiezan a enviar a sus prisioneros de guerra a
aquella maldita isla.
No se sabe
hasta cuantas personas pudieron coexistir en la isla, pero se fueron diezmando
con rapidez y en 1814, tras cinco años de reclusión, quedaban solamente unas tres
mil personas. Es el momento en el que les llega a libertad. Napoleón ha sido
derrotado, ha dejado de reinar y en el trono de Francia hay un rey que se
preocupa por su pueblo y manda a por aquellos desafortunados que, por fin, como
una procesión de espectros, desembarcan en Marsella.
Han
regresado del infierno. Una vergüenza pero no solamente para España, lo es
también para Francia, Gran Bretaña y aquellas otras naciones que mandaron allí
a sus prisioneros.
Sin
quererlo, Cabrera se había convertido en el primer campo de concentración de la
historia.
Pepe, creo que en Villamartín también tuvieron presos franceses.
ResponderEliminarEs importante divulgar estas pequeñas grandes historias. Gracias por ello
ResponderEliminarIntersantísimo y certero artículo. Aunque no sea motivo de orgullo, ni mucho menos, no debemos olvidar que el trato de los prisioneros de guerra siempre ha dejado mucho de desear. Sólo cincuenta años más tarde, en la guerra civil norteamericana, los secesionistas crearon un gran campo de concentración donde hacinaron miles y miles de prisioneros y en el cual también se dieron casos de canibalismo. Creo que es algo lógico y normal que el bando que va perdiendo la guerra no dé buen trato a los prisioneros de guerra, por cuestión de indiferencia al tener otras cosas en las que pensar. Al que crea que España ganó la Guerra de la Independecia sólo habría que recordarle qué pasó con sus colonias. Un saludo.
ResponderEliminarIntersantísimo y certero artículo. Aunque no sea motivo de orgullo, ni mucho menos, no debemos olvidar que el trato de los prisioneros de guerra siempre ha dejado mucho de desear. Sólo cincuenta años más tarde, en la guerra civil norteamericana, los secesionistas crearon un gran campo de concentración donde hacinaron miles y miles de prisioneros y en el cual también se dieron casos de canibalismo. Creo que es algo lógico y normal que el bando que va perdiendo la guerra no dé buen trato a los prisioneros de guerra, por cuestión de indiferencia al tener otras cosas en las que pensar. Al que crea que España ganó la Guerra de la Independecia sólo habría que recordarle qué pasó con sus colonias. Un saludo.
ResponderEliminarInteresante, me ha gustado mucho y en cuanto al trato a los prisioneros, lo veo mas humano que el de no hacer prisioneros, matándolos; ya que, mientras haya vida, hay esperanza.
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