Recuerdo que
un profesor que tuve cuando estudiaba bachiller, un hombre cultísimo, nos
comentó que el ataque japonés a la base de Pearl Harbor hacía sido la lógica
consecuencia de la provocación que los Estados Unidos estaba realizando en el
Pacífico, para tratar de conseguir lo que, con el ataque a la base, por fin
había logrado.
Los EE.UU
estaban deseando entrar en la II Guerra Mundial, se lo pedían los aliados,
sobre todo los británicos, pero no recibía, por parte de las potencias del eje,
la provocación previa a una declaración de guerra.
Alemania e
Italia se guardaban muy mucho de molestar al gigante norteamericano, sabedores
del desequilibrio que causaría la entrada en combate de aquel poderoso
ejército.
Entonces, el
gobierno norteamericano comenzó la campaña de provocación a Japón, su vecino en
conflicto más cercano y así consiguió que la aviación nipona bombardease la
base naval de Pearl Harbor.
Así lo
explicaba el profesor, pero obviaba dos cosas fundamentales. La primera es la imperiosa
necesidad que tenían los nipones de aprovisionamiento; Japón es un país
pequeño, diseminado en centenares de islas y con una sobrepoblación, insoportable como constante histórica, que ningún otro país desarrollado
hubiese sido capaz de soportar.
Tenía que
ampliar sus territorios así como sus fuentes de aprovisionamiento. Los EE.UU.
no veían con buenos ojos aquel avance japonés por todo el Pacífico, ni cómo,
después de la crisis del 29, les andaban comiendo terreno, aprovechando la
afinidad de razas con el continente asiático.
Los
norteamericanos cortaron los suministros fundamentales y sobre todo el petróleo
de alto octanaje, fundamental para la aviación japonesa que estaba adquiriendo
proporciones muy elevadas.
La segunda
cosa que olvidaba, o que quizás entonces no se conocía, es que el ataque a la
Base de Pearl Harbor se ajustó a un plan concebido y desarrollado hasta en sus
más mínimos detalles, pero no por los japoneses, sino por los propios
norteamericanos.
Era una
historia antigua, tenía ya nueve años: enero de 1932, cuando una flota
norteamericana compuesta por doscientos buques de guerra y aprovisionamiento,
se concentró en aguas de California para desarrollar unas maniobras navales.
El objetivo
era poner a prueba las defensas de la base naval de las Islas Hawái, Pearl Harbor.
Esta base
está en un pequeño mar interior en la isla de Oahu, cerca de la capital del
archipiélago, la famosa ciudad de Honolulú. A este mar interior, más bien una
bahía dividida en dos senos, se accede por un canal natural, lo que confiere
una enorme protección a la base que se aloja en su interior.
La maniobra
naval era dirigida por el almirante Harry E. Yarnell, un prestigioso marino
cuya extensa carrera militar iba desde la guerra Hispano-Norteamericana, hasta
la II Guerra Mundial. En la guerra de Cuba, de 1898, había participado como oficial
del acorazado Oregón y se retiró del servicio activo en 1944, cuando era jefe
de la Sección Especial de la Oficina de Operaciones Navales, del Gobierno de
EE.UU.
Yarnell
además de avezado militar y marino, era un hombre de ideas muy claras y desde
un principio supo que el futuro de la marina era combinarla con la aviación, lo
que hacía conformar una fuerza con extraordinario poder, desplazable a
cualquier parte del mundo y capaz de atacar directamente a las costas o al
interior. También sabía el almirante que Pearl Harbor sería muy bien defendida
ante un ataque naval, pero si el ataque era aéreo, las cosas podrían ser muy
distintas.
Almirante
Harry E. Yarnell
Así,
aquellas maniobras se formularon bajo una doble vertiente. Parte de la escuadra
atacaría la basa hawaiana y la otra parte, junto con los efectivos de la propia
base, se encargaría de defenderla.
Se dividió
la escuadra en dos flotas. La atacante estaba compuesta por los portaaviones: Lexinton
y Saratoga, en el que Yarnell colocó la insignia de comandante de la flota.
A estos dos
buque se unieron solamente cuatro cazatorpedos, con la finalidad de actuar como
escoltas, mientras el grueso de la flota navegaba por separado.
Favorecidos
por una densa niebla y un tiempo muy tormentoso que cerraba el horizonte a
cualquier tipo de observación visual y en una época en que los radares no
tenían la precisión que posteriormente llegarían a alcanzar, los portaaviones y
los cazatorpedos fueron avanzando hasta situarse en una posición noreste con
respecto a la base y a un día de navegación, mientras la flota que estaba
preparada para la defensa de un ataque naval, no tenía a su vista a ninguna
fuerza enemiga. Se le había confiado la defensa del canal de la bahía de Pearl
Harbor, colocando una flotilla de submarinos dentro de la propia bahía,
mientras en tierra se concentraba una división de marines con suficiente
potencia artillera con baterías de costa y antiaéreas.
El seis de
febrero de 1932 los portaaviones y su escolta navegaron a toda máquina, con la
intención de que al día siguiente, domingo, estuvieran a unas sesenta millas de
la costa, distancia que se consideraba ideal para iniciar el ataque.
Antes del
amanecer, en un mar casi arbolado que presentaba grandes dificultades para
maniobrar, ciento cincuenta y dos aviones, cazas y bombarderos, despegaron de
las cubiertas del Lexinton y del Saratoga, sin que ninguno tuviese incidencia.
Agrupados en
escuadrillas de vuelo, se acercaron en la misma dirección en la que, durante
todo el invierno, soplan los vientos alisios, que chocan con la cordillera
Koolau, que alcanza unos novecientos metros, y que los detiene, creando una
nubosidad casi permanente.
Todos esos
datos eran perfectamente conocido por el almirante Yarnell que supo
aprovecharlos, ocultando a sus aviones entre las espesas nubes, de las que
salieron a penas sin tiempo para preparar la defensa antiaérea.
Los cazas
atacaron a la flotilla de aviones que estaban en tierra, mientras los
bombarderos machacaban los buques atracados en puerto, las instalaciones
militares estratégicas, las vías de comunicación y cuanto pudiera ser de
interés para la defensa de la base.
El análisis
crítico efectuado por el Estado Mayor era concluyente: de haber sido un ataque
real, todo hubiese quedado en ruinas.
Algunas
voces quisieron restar importancia a aquel desastre, atribuyendo al mal tiempo
y a la sorpresa todo lo ocurrido, pero Yarnell tenía muy claro que esas dos
circunstancias se pueden dar cientos de veces con idénticas condiciones.
Pero el
gobierno norteamericano no hizo caso de la advertencia y las cosas siguieron
prácticamente igual.
Fotografía
desde un avión japonés al inicio del ataque
Unas semanas
más tarde, en Tokio, también se reunía el estado mayor de la Armada Imperial
para estudiar el ataque. Desde hacía meses tenían desplegada una camuflada red
de espionaje que ocupaba todas las alturas boscosas de las montañas de la isla,
mientras que unas decenas de barquitos de pesca pululaban en todo el perímetro
isleño fingiendo que pescaban, aunque en realidad lo que hacía era transmitir
información de todo lo que acontecía alrededor de la isla.
Cuando
tuvieron las informaciones detalladas de todos sus observadores, realizaron un
intenso estudio que les sirvió de base para futuras maniobras navales y sobre
todo, para nueve años después.
Los
japoneses vieron con total claridad que le llovía del cielo un plan de ataque
perfectamente estudiado, con todos sus detalles, hasta las inclemencias y las
constantes meteorológicas y lo conservaron como oro en paño, hasta que el
sábado seis de diciembre de 1941 lo pusieron en práctica.
En la
madrugada del domingo 7, despegaron de cuatro portaaviones, un numero de
aviones similar al de la maniobra anterior y surgieron de las nubes como un enjambre de abejas
destruyendo todo a su paso.
Cierto que
los nipones encontraron mayores dificultades que los aviones de Yarnell, pues
las defensas antiaéreas de la isla se habían reforzado y sobre todo, los medios
de detección por radar había prosperado mucho y su calidad era muy superior a
la de entonces.
Aún así, la
destrucción de la base fue total, como en el simulacro anterior y las pérdidas
japonesas reales muy similares a las habidas en las maniobras.
La
experiencia adquirida en Pearl Harbor hizo cambiar el sentido de las flotas
norteamericanas. Ya no eran los acorazados los principales buques, había que
sustituirlos por los portaaviones, porque el futuro de la guerra naval, hasta
la llegada de los misiles, sería la aviación.
Los
japoneses, que desde muchos años venían cimentando su producción en la copia de
otros productos, copiaron hasta el diseño de aquel ataque por sorpresa y
traicionero.
Los Estados
Unidos, en los que prevalecía una fuerte presión para no entrar en la guerra,
cambiaron de opinión de la noche a la mañana y de inmediato se declaró la
guerra al Imperio Japonés, con el beneplácito del manejable pueblo, aunque los
sectores de población de predominio asiático, sufrieron las duras consecuencias
de la venganza popular.
Tres días
más tarde, Alemania e Italia declararon la guerra a los EE.UU, lo que satisfizo y mucho, a los aliados europeos que hasta entonces había contado con una ayuda
bélica encubierta y que a partir de ese momento sería abierta y comprometida.
Una interesante ampliación de un hecho historico que justifica el titulo de tu blog (una lupa sobre la historia).
ResponderEliminarTus magnificas investigaciones historicas,(autenticas lupas, microscopios diria yo sobre la historia) cada vez mas, me hacen pensar en ciertos paralelismos con los momentos en que vivimos y es que, quizas, no sea del todo cierto aquello de que "los pueblos que olvidan su historia estan condenados a repetirla" y lo msmo debiaramos sutituirlo por que nuestra desafrotunada humanidad, que olvida siempre su historia, desgraciadamente la repite. Y de ello tenemos sobradas muestras a lo largo de los siglos
Muy interesante en la aclaración de unos hechos que muchos pensábamos aunque manteniendo una duda razonable.
ResponderEliminarBuen artículo y buena labor de investigación que despejan las dudas sobre este hecho bélico e histórico....
ResponderEliminar