No es el
primer artículo que dedico a sacar del baúl de los desconocidos a una persona
que, de haber vivido en otro país, o bajo otras circunstancias, habría
conseguido un permanente reconocimiento mundial, pero tuvo la poca fortuna de
venir a nacer a España y así les fue.
Viene siendo
corriente que nos olvidemos de personas que, por destacar en lo científico,
cultural, político, e incluso heroico, han protagonizado algunos de mis
anteriores artículos que llevaban la buena intención de sacarlos del
ostracismo, como con Juanelo Turriano, Jerónimo Aynaz, Rafaela Herrera, Gálvez,
fray Antonio de Fuentelapeña, Pablo Páez, Beatriz de la Cueva, La Quintrala y muchos
más, todos ellos personas notables y notablemente olvidadas.
El personaje
de hoy es un científico, literato, poeta, músico, arquitecto, astrónomo,
matemático, lingüista y muchas otras cosas más, que destacó de forma brillante
en cada una de las disciplinas a las que se dedicó.
Su nombre es
Juan Caramuel Lobkowitz y nació en el
madrileño barrio de Leganitos el día veintitrés de mayo de 1606.
Además de su
nombre y su lugar de nacimiento, debemos considerarlo español porque su padre,
un ingeniero nacido en Luxemburgo y su
madre, Catalina Lobkowitz de origen checo, se habían afincado tiempo atrás en
España y fue aquí donde el joven Caramuel recibió la primera parte de su
formación académica aunque, seguramente, la inteligencia la traía de fábrica.
Retrato de
Juan Caramuel
Lorenzo
Caramuel, su padre, trabajaba en la corte de Felipe II y además de prestigioso
ingeniero era muy versado en otras materias como la astronomía y las
matemáticas, disciplinas que inculcó a su hijo desde muy joven y a las que el
jovencísimo Caramuel se aficionó de tal manera que su padre se percató que el
pequeño, dotado de una mente prodigiosa, tenía que ser refrenado para evitar
que, centrado en las ciencias, abandonara otras materias consideradas
igualmente importantes en aquella época: filosofía, gramática, teología,
retórica, música, etc., en todas las que, pasados los años, también destacó
Caramuel.
Aparte de
las cualidades innatas que tenía para las lenguas, desde muy pequeño habló con
soltura el checo, que su madre le enseñó, español, en el que se educaba y
francés, alemán y luxemburgués que su padre dominaba y que también aprendió.
Luego aprendió griego, latín, árabe, hebreo, chino, italiano, portugués y hasta
un total de veintisiete idiomas.
Desde muy
temprana edad, demuestra una enorme afición a escribir y compone sus primeras
poesías y más adelante hace anotaciones sobre la gramática que entonces se
enseñaba. Ingresa en la Universidad de Alcalá de Henares en la que estudia
humanidades y filosofía y en donde se licencia con diecisiete años, edad en la
que siente la vocación religiosa y decide ingresar en la orden del Cister.
Ese sería un
paso de vital importancia en su vida, pues la prestigiosa orden estaba plagada
de cerebros y sobre todo, extendía sus tentáculos por toda la Europa culta, lo
que le favoreció notablemente a la hora de estudiar y de difundir sus
conocimientos.
De espíritu
inquieto, no paraba demasiado tiempo en ningún monasterio, de donde sacaba todo
el saber y conocimiento que almacenaba en sus archivos y bibliotecas y de
inmediato marchaba a otro en el que hacer lo mismo. Así estuvo en Orense,
Salamanca, vuelta a Alcalá de Henares, donde daría clases en la Universidad,
luego en Valladolid y a continuación marchó a Portugal, donde tenía
conocimiento de que se estudiaban dos materias que le interesaban sobremanera:
las matemáticas y las lenguas orientales.
Desde el
país vecino se traslada a los Países Bajos, en aquellos tiempos de dominio
español, donde permaneció once años y actuó como ingeniero en las obras de
fortificación de la ciudad de Lovaina.
Fue nombrado
por María de Médicis, con la que tenía una profunda amistad, Abad de Melrosa,
una importante abadía cisterciense en Escocia y a la vez, Vicario general del
Cister en Inglaterra, Escocia e Irlanda, un título nominal que Caramuel aceptó,
pero nunca pisó aquellos países protestantes.
Su constante
interés por todo lo desconocido, le llevó a un descubrimiento excepcional y es
que en una abadía cercana a Lovaina, donde residió varios años, encontró un
escrito del abad Tritemio, maestro alquimista de Paracelso, que se titulaba
Esteganografía, o Arte de la escritura oculta.
De inmediato
se inició en esta nueva materia, adquiriendo conocimientos que iban más allá de
su época y conociendo de la existencia del manuscrito Voynicht (puede consultar
mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/tulli-derveni-y-voynicht.html
) decide que tiene que intentar su traducción, lo que no conseguirá, pero sí
que sentará en él las bases para conformar la idea de crear un nuevo lenguaje
en el que todas las personas puedan entenderse, una lengua universal.
Esta idea ya
la acariciaba cuando al estudiar chino se dio cuenta de que los fonemas no
describían pensamientos sino objetos, una forma mucho más fácil de comunicarse,
pues todos los objetos son percibidos de igual forma sea cual sea el lugar en
el que se hallen. Por cierto, escribió la primera gramática china que se hizo
en Europa, escrita naturalmente en chino, lo que imposibilitó, tipográficamente,
su impresión.
De hecho, en
el siglo XIX, el inventor del Esperanto, que es la lengua planificada más
hablada en el mundo, el polaco L.L. Zamenhof, hace referencia a Juan Caramuel,
cuando habla de cómo había concebido aquel nuevo idioma.
Y después, o
mejor, mientras se dedicaba a la teología, la retórica, la música y sobre todo
la difusión del Canto Gregoriano, la astronomía o las matemáticas, cultivaba la
arquitectura, sobre la que escribió varios tratados, hacía progresos en el
cálculo binario, adelantándose más de setenta años a que este sistema de
numeración se impusiera, con Leibnitz, en las operaciones de cálculo matemático
realizadas por máquinas; advertía que los cuerpos celestes no ocupaban
realmente la posición en la que se les veía desde la Tierra, pues al someterse
a la refracción de la atmósfera se veían desplazados, así como que sus órbitas
no eran circulares, sino elípticas, y, además, imperfectas.
Nada
escapaba a su curiosidad ni a su pasión por escribir, habiendo dejado más obra
escrita que el propio Lope de Vega, a quien se tiene por el más fecundo
escritor español.
Él mismo
cuenta una anécdota en la que siendo aún muy joven, con ocasión de una visita
que le hizo el emperador del Sacro Imperio, Fernando III de Habsburgo, le
mostró un baúl enorme en el se contenían sus escritos. El rey quedó sorprendido
ante tan ingente cantidad de material y muchos años después, Caramuel se
preguntaba cómo se sentiría ahora el rey cuando ya había llenado cuatro baúles
con sus obras.
Todo el
mundo ha visto, ya sea en la realidad, película o fotografías, la famosa plaza
de San Pedro del Vaticano, con su obelisco central, levantado en el pontificado
de Sixto V y a cuyo alrededor, fue construida años más tarde la famosa
columnata que da una belleza singular a todo el entorno.
La columnata
se conoce con el nombre de Bernini, aunque ya en época de su construcción, muchos
sospechaban que la idea no correspondía al escultor y arquitecto italiano.
El conjunto
arquitectónico representa unos brazos que, saliendo de la Basílica de San
Pedro, quieren abrazar a toda la cristiandad. Aunque han pasado casi cuatro
siglos desde su construcción, se le sigue llamando por el nombre antes
mencionado, pero en los últimos años del pasado siglo, un prestigioso arquitecto
italiano, llamado Bruno Zevi fallecido en el año 2000 y considerado uno de los
mejores escritores y crítico de arquitectura del momento, afirmó
categóricamente en uno de sus muchos libros sobre arquitectura que la idea de
la columnata no hay que atribuirla a Bernini, sino al cisterciense español Juan
Caramuel.
Bruno Zevi
De hecho, en
1673, seis años después de concluir las obras de la columnata, Caramuel publica
un tratado de arquitectura, en el que critica la construcción de la columnata,
de la que llega a decir que contiene tantos errores como columnas.
Si alguna
crítica se ha hecho a este sabio del Barroco es que dispersó sus conocimientos
en demasía, no llegando a profundizar en ninguno de ellos, donde seguramente
hubiese alcanzado un reconocimiento mundial.
Sin embargo,
su dispersión enciclopédica, le impulsó a estudiar innumerable cantidad de
temas, sobre todos los que dejó obra escrita, casi siempre en latín y en el
idioma del lugar en donde se encontrara en ese momento.
Cuando fue a
publicar uno de sus libros, se dio cuenta de las carencias que la imprenta
presentaba en aquel siglo XVII y escribió varios tratados sobre tipografía, en
donde trataba de los usos de las distintas clases de letras, como cursivas o
negritas, la forma de impresión o la encuadernación.
A la hora de
defender una fortaleza, cosa que tuvo que hacer en más de una ocasión, diseñó
baluartes y defensas e incluso perfeccionó un cañón de repetición que había
diseñado su padre.
Solamente le
faltó pintar y esculpir para poder decir de él que fue uno de los hombres más
completamente sabios de todos los tiempos.
A pesar de
eso, casi desconocido por la posteridad, porque, ciertamente, en su tiempo, fue
una persona famosa en toda Europa y
terminó sus días como obispo de la ciudad de Vigevano, en Lombardía,
donde murió el 8 de septiembre de 1682, después de diseñar y construir la fachada de la
catedral y rediseñar la plaza en la que se encuentra, para integrarla mejor en
el entorno.
Vaya tela con el Caramuel! Juan tenía que llamarse....jjjj
ResponderEliminarUna demostración mas y muy bien docuementada, de la idiosincrasia de nuestra España en la que, lo mismo elevamos a la gloria social y colectectiva a un autentico imbecil, que condenamos al obstracismo a un genio.
ResponderEliminarMi enhorabuena por ir sacando a la luz personajes historicos que fueron fundamentales en cualuier faceta para el mundo y que su pais, España, los olvidó, eso, cuando no los denostó.
Quizas fuera interesante un estudio sociologico sobre la etiologia de este comportamiento de nuestra, en muchos aspectos, extraña sociedad.
Mi enhorabiena por tu trabajo que, como ya he dicho en otras ocasiones, mereceria mayor difusión y reconocimiento.