Hace ya un par de años escribí sobre la época en que le tocó vivir a esta mujer, pero no hice ninguna referencia a ella porque el personaje central de aquel artículo era don Juan José de Austria, un hijo bastardo de Felipe IV y “La Calderona” que puedes consultar en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2018/09/hijo-de-la-tierra.html
Aunque padre e hijo tuvieron una gran rivalidad, la cosa no fue a mayores, porque el bastardo, que aspiraba al trono de su hermanastro Carlos II, murió en extrañas circunstancias un año antes que “El Hechizado”.
Pero, ¿quién fue el personaje de esta historia y que relación guardaba con el rey hechizado?
Mariana de Neoburgo fue la segunda esposa del rey Carlos II, un personaje verdaderamente lamentable, fruto de siglos de consanguineidad, que al morir sin descendencia, produjo un cambio de dinastía reinante y un Borbón ocupó por primera vez el trono de España.
Mariana de Neoburgo nació el 28 de octubre de 1667 en Düsseldorf, hija del Elector del Palatinado, Felipe Guillermo y su esposa Isabel. Tenía una hermana doce años mayor, Leonor Magdalena, que casó con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Leopoldo I, que a su vez era nieto del rey Felipe III de España, convirtiéndose en una de las mujeres más poderosas de su época.
Mariana de Neoburgo, una reina guapa
Ella fue la que arregló la boda de su hermana pequeña con el rey de España que había quedado viudo de su primera esposa, María Luisa de Orleans, fallecida el 12 de febrero de 1689, rumoreándose que había sido envenenada, aunque esa aseveración carece de fundamentos.
Falto de una descendencia tan necesaria como imposible de lograr, Carlos, que no debía tener demasiada afición a las mujeres, como tampoco la tenía por muchas otras cosas de la vida ordinaria, hubo de claudicar y dejar que le buscaran otra esposa, cuando solamente habían pasado diez días del fallecimiento de la reina.
Nuevamente se busca una candidata entre los parentescos, eligiéndose a Mariana de Neoburgo por una razón de tanto peso como inútil: procedía de una familia muy fecunda, por lo que crecía la posibilidad de que diera un heredero a la corona española.
Por encima de todo esa era la prioridad y Mariana partía de una posición privilegiada, pues la madre de la nueva reina había estado embarazada en 24 ocasiones, llegando a parir 17 hijos, de los que 14 continuaban con vida y buena salud, un buen síntoma y un tanto a su favor.
Pero el problema no iba a estar en la nueva reina, sino en el rey, una persona bondadosa y de buenos sentimientos, pero de carácter tan débil que incluso permitió que su hermanastro desterrase a Toledo a su madre, Mariana de Austria, a la que adoraba, para que dejara de influir en el rey; y seguro que su debilidad mental también se extendía a cada uno de los órganos de su cuerpo, enclenque y enfermizo, incapaz de consumar el matrimonio y mucho más incapaz de reproducirse.
La nueva reina, que se casó por poderes en presencia de su cuñado, el emperador Leopoldo I, llegó a la corte española tras un agotador viaje y se encontró con una situación completamente desoladora.
Era para no pensarlo y echar a correr por el camino de vuelta y no parar hasta que estuviera en su casa, pues después de la consecuente desilusión que sufriría al ver a su marido por primera vez, tuvo que soportar a una corte corrompida y sin gobierno, en manos de la reina madre, enfrentada con los seguidores del bastardo Juan José, “el hijo de la tierra”.
Bueno, mejor echarse a nadar porque Marina vino a España en barco, en un viaje que duró desde primeros de septiembre de 1689 hasta finales de marzo de 1690, cuando echó el ancla en un pequeño puerto gallego.
Tras un primer recibimiento cariñoso por parte de la corte y la sociedad madrileña, la reina, una mujer atractiva, rubia, de piel blanquísima y carácter afable, fue perdiendo la consideración en ella depositada al verse que pasaban los meses y el ansiado embarazo no se producía.
Así que del cariño que le profesaron se vio envuelta en rencillas, intrigas e incluso padeciendo calamidades, pues el dinero que fluía de las Américas, no llegaba a la corte que pasaba verdaderas privaciones.
A esta penosa situación hay que añadir toda una urdimbre de espionajes de las monarquías europeas, en las que se daba por seguro que ni la lozana Mariana sería capaz de dar un heredero a la corona de España, pues las deficiencias del monarca y sus escasas perspectivas de vida, eran de sobra conocidas por todas las cancillerías. A la vista del fracaso sucesorio, se hacían planes y alianzas, se compraban voluntades y se posicionaban las monarquías de Austria, Francia, Inglaterra y Baviera, con posibilidades de acceder a la siempre apetecible corona de España, que aún en aquel delicado momento seguía siendo la mayor potencia del mundo.
Mariana mantenía un pulso decidido con su suegra que constantemente imponía su voluntad a un rey que prácticamente no existía y lo hacía apoyada en su corte de personas que le eran adictas, todas ellas venidas de Alemania acompañando a la reina y todas ellas convenientemente colocadas en puestos importantes, pero no decisorios en las actuaciones de estado. Esto hacía que a la reina le costase mucho imponer su voluntad, ya que no contaba ni siquiera con el apoyo de su esposo, siempre partidario de su querida madre.
De entre todo el séquito que acompañó a la reina, destaca una persona, no por su valía ni por importancia en la corte, sino porque fue el hazmerreir de todo Madrid.
Se trataba de la condesa María Josefa Gertrudis de Berlepsch, que los españoles pronunciaban Berlip y el vulgo transformó en “perdiz” y así fue conocida como “La Perdiz”.
Esta camarilla de acompañantes germanos que veían peligrar sus puesto si no había heredero, fue acusada de divulgar, en varias ocasiones, embarazos ficticios de la reina y de haber sometido al rey a exorcismos por creerlo hechizado, dando pábulo con ello al mote que en la historia se le ha asignado.
Como personajes influyentes que eran, fueron extendiendo sus redes hasta ejercer un poco más de control real sobre buena parte de la corte y empezar a especular con la sucesión de Carlos II, en vista de que no había heredero y su salud se deterioraba por momentos. En el año 1699 muere la reina madre y el camino les queda despejado para pronunciarse a favor de que la corona española la herede un miembro de la poderosa casa Wittelsbach alemana, frente a las otras dos opciones que eran la monarquía francesa y la familia de los Habsburgo, personificada en el emperador Leopoldo I.
La hambruna de 1699, seguida del llamado “Motín de los Gatos” debilitó notablemente a la camarilla de la reina que tuvo que prescindir de sus colaboradores más importantes, incluso su amiga “La Perdiz” y un año más tarde, el 1 de noviembre de 1700, fallecía el rey y ya sabemos quien se iba a sentar en el trono español: Felipe V, el primer Borbón.
A la llegada del nuevo rey, Mariana se retiró a Toledo, donde recibió al monarca completamente abandonada por su camarilla.
En 1706 Felipe V rompió definitivamente con la anterior monarquía y envió a Mariana a Bayona sometida a vigilancia, ante el temor de que pudiera haber un levantamiento del pueblo en apoyo de la casa de Austria, que Mariana representaba.
Allí pasó treinta y dos años haciéndole frente a graves problemas económicos y a una dura campaña de desacreditación moral que la acusaba de mantener relaciones sentimentales con su secretario y que incluso había tenido un hijo con él, cosa que parece cierta.
El 16 de julio de 1740 murió en Guadalajara a donde había ido por invitación de rey.
Siguiendo algunas costumbres despiadadas, se le arrancó el corazón, para enterrar el cuerpo en Monasterio de El Escorial y el corazón en el de las Descalzas Reales, en la madrileña plaza que lleva ese nombre.
Con ella murió la última reina de la casa de Austria en España.
Si hubiese tenido un esposo normal, podría haber sido una gran reina, pues era inteligente y estaba preparada, con la posibilidad, además, de continuar la dinastía. Pero nada de eso fue posible.