lunes, 1 de abril de 2013

LA BULA DE DEPOSICIÓN


Publicado el 4 de marzo de 2012




Mirar por encima un libro, pasar sus páginas leyendo al azar, es ojear, pero también es hojear, una bifurcación que nos exime de cometer una falta de ortografía, pues lo escribamos con “h” o sin ella, habremos acertado.
Pues bien, hojeando u ojeando un libro de historia de preuniversitario, me encontré una cita del pontífice Julio II, de 18 de febrero del año 1513 que por medio de la bula Exigit contumacium, depuso a los reyes de Navarra, Catalina de Foix y su esposo Juan de Albret, por haberse aliado con Luís XII de Francia y sometido a las decisiones del concilio de Pisa, aquel que había pretendido solucionar el Cisma de Occidente, en el que hubo dos Papas y lo que hizo fue crear un tercer pontífice y agravar la situación.
La cita es larga, pero en resumen viene a decir que el Papa, igual que muchos otros lo hicieron antes, por la autoridad apostólica y con plenitud de potestad, declara a los reyes navarros, excomulgados, malditos, culpables de favorecer a cismáticos y herejes, reos de eterno suplicio, desposeídos de la dignidad real y puestos a pública disposición sus bienes, señoríos y reinos y que los que de ellos se apoderasen, como adquiridos en la más justa y santa guerra, los conviertan en propios.
Y se quedó tan tranquilo, porque aparte de su infalibilidad, tras aquella bula latían muchas otras cuestiones.
En primer lugar, terminada la Reconquista, en la Península Ibérica coexisten cuatro coronas: Castilla, la más poderosa, que comprende León, Galicia, la cornisa cantábrica, Extremadura y Andalucía; la de Aragón, que comprende Cataluña, Baleares y reino de Valencia, hasta Murcia; la de Portugal y la de Navarra.
En la España unificada reinaba Fernando II como rey de Aragón y regente de Castilla. Viudo de la reina Isabel, la Católica, se había casado en segundas nupcias con Germana de Foix, que era treinta y cinco años más joven y con la que se empeñó de tal manera en tener descendencia que a pesar de su edad, para la época, llegó a tener un hijo, nacido el 3 de mayo de 1509, al que pusieron por nombre Juan y que se convirtió en heredero legítimo de la corona de Aragón. Afortunadamente para España, murió a las pocas horas de nacer, pues hubiese supuesto la separación de los reinos de Castilla y Aragón al ser único hijo varón y quien sabe qué habría pasado luego con el príncipe Carlos, hijo de Juana La Local y Felipe el Hermoso, que es quien hereda la corona de España.
Germana de Foix era prima de Catalina, la reina de Navarra y sería su heredera si moría sin descendencia o si, como era el caso, era desposeída de su reino, pues el matrimonio ya tenía un hijo, Felipe, al que pretendían casar con una hija del rey francés y que era el foco de la polémica. Por su parte, Fernando también está emparentado con la corona de Navarra.
Así que, antes de promulgarse la bula, Fernando hace dos cosas: la primera es mandar a su militar más prestigioso, Fadrique de Toledo, más conocido como II Duque de Alba a que, con sus tropas, invada el reino de Navarra. Luego, se las arregla con el Papa, al que vende su sincera catolicidad, su alianza perpetua y su adhesión inquebrantable, frente a la política errática de los reyes navarros, su apoyo a los cismáticos y su alianza con Francia, en ese momento enemiga del pontificado.
Y el Papa, sin que le tiemble el pulso, lanza una bula por la que depone a los legítimos reyes navarros y declara que sus pertenencias serán de aquel que se las apropie.
Evidentemente quien estaba en mejor situación para la apropiación era el matrimonio real de Fernando y Germana, que se proclaman reyes de Navarra, cuando los verdaderos monarcas huyen a Bearn, una provincia francesa al otro lado de los Pirineos, de la que Catalina era vizcondesa.
Desde allí tratan en varias ocasiones de reconquistar Navarra, pero es como la lucha de un pececillo contra un tiburón y así, el 23 de marzo de 1513, algo más de un mes después de promulgada la bula, las cortes de Navarra, ciertamente que en minoría, proclaman rey a Fernando de Aragón. Se avienen a formar parte de la corona de Aragón, a cambio de conservar sus fueros y privilegios, a lo que el monarca accede encantado sin imaginarse que cinco siglos más tarde, aquel antiguo reino seguirá conservando aquellos fueros.
Dos años después, las Cortes de Burgos sancionan la anexión y por fin se consigue el sueño de aquel matrimonio real que era el de reinar en toda España y esa es la manera en que se unifican todos los reinos de la península, excluido Portugal, naturalmente.
En ese momento España aparece como había sido antes de la invasión musulmana de 711, con una salvedad añadida y es que con los visigodos en el poder, no había fisura alguna en la unidad del suelo patrio y ahora, en donde cada región ha medrado por su cuenta, se ha creado una amalgama de reinos que aunque terminarán bajo la misma corona, en tiempos de Felipe II, nunca será con la misma cohesión que hasta aquella fecha de la invasión había sido.
Germana de Foix y Fernando de Aragón

En el año 1516 muere Fernando de Aragón, tenía sesenta y cuatro años, edad muy avanzada para aquella época pero a pesar de eso, seguía intentando tener descendencia. Tanto es así que en la corte corren rumores acerca de la muerte del rey, según los cuales había fallecido después de dos años de dolorosa enfermedad por tomar abusivamente unas hierbas mágicas con poder vigorizante que algún curandero, parece que musulmán, le preparaba con la intención de obtener descendencia con Germana.
A la reina consorte la había dejado bien situada, pero ni mucho menos a la altura que como reina le correspondió. Por eso dejó una carta a su nieto, el príncipe Carlos, que le sucedería en el trono y en la que le pedía que se ocupase de su abuelastra.
Y Carlos, que tenía en ese momento diecisiete años, se ocupó tanto de su abuela que tras la primera entrevista, ocurrida en Valladolid, iniciaron un tórrido romance, fruto del cual nació una niña a la que pusieron de nombre Isabel y que nunca fue reconocida, si bien se crió en la corte. Luego del parto, Germana y el Emperador se fueron distanciando y en 1519, se dispuso su casamiento con el Marqués de Brandeburgo, uno de los nobles del séquito alemán que acompañó al futuro emperador en su primer viaje a España.
Julio II, el Papa de la bula, es todo un personaje en la historia de la iglesia. Fue de los pontífices que declaraban abiertamente que más se conseguía por las armas que de ninguna otra forma y en la Iglesia se le conoce por el Papa guerrero.
Como era costumbre en la época, Guiuliano della Rovere, que era su verdadero nombre, tuvo varios hijos, aunque solamente su hija Felice, nacida en 1483, alcanzó la mayoría de edad.
La Iglesia lo considera uno de los grandes del papado, porque recuperó el poder civil y militar que el Vaticano había perdido, para lo que creó la famosa Guardia Suiza, que desde entonces lleva en su banderola el escudo de su fundador, junto con el del papa reinante.
Pero a pesar de su conceptuación y de su dudosa moralidad, quería contar de él una circunstancia quizás anecdótica, pero no por ello desprovista de interés.
Era costumbre en el pontificado que al recién elegido papa, los cardenales le besasen los pies, en una ceremonia conmemorativa de aquella en que la Magdalena enjuga los pies de Jesús y los seca con sus cabellos.
Pues bien, este papa prohibió ese rito porque desde hacía muchos años padecía una sífilis que le había producido unas terribles úlceras en los pies que su médico de cabecera, Giovanni de Vigo, describe como: “una podagra tuberosa e ulcerata” que trataba con un emplasto de mercurio y que, desde luego, no sanaba.
Pero no todo fue guerrear en este papa, porque también, como otros muchos del Renacimiento fue un gran impulsor del arte y Rafael o Miguel Ángel, figuraron entre sus protegidos. Fue el responsable de la decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina, constructor de la Basílica de San Pedro y promotor del Museo Vaticano.
La siguiente Bula de Deposición fue en 1567, promulgada por Pío V y denominada Salutatis Gregis Dominici, por la que se prohibían las corridas de toros.
Solamente en Italia fue obedecida; en Francia, España, Méjico y Portugal, hicieron caso omiso.
Está claro que las bulas papales se cumplían cuando interesaban.







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