Desde la más remota antigüedad todas
las religiones han tenido lugares sagrados a los que sus fieles se
han dirigido en santas peregrinaciones.
Benarés, La Meca, Jerusalén,
Santiago de Compostela, Fátima, Lourdes y un larguísimo etcétera, componen todo un
conjunto de lugares que recibieron, a través de sus peregrinos, la
cultura, el arte, el impulso económico y muchísimos beneficios de
todo tipo.
En España, en Europa, me atrevería a
decir, Santiago de Compostela fue el punto de peregrinación que más
importancia tuvo en toda la Edad Media y posteriormente, hasta el
punto de seguir siendo en la actualidad el más importante destino de
peregrinación. A través de sus variados caminos que convergían en
la ciudad gallega, millones de peregrinos caminaron para rendir culto
al Santo Apóstol allí enterrado, porque, desde los albores del
cristianismo, se ha tenido por cierto que Jacobo el Mayor, como es
conocido en los Evangelios y que fue el primer mártir por la fe que
murió decapitado alrededor del año 43 por orden de Herodes Agripa,
había sido enterrado allí.
Tras su decapitación, su cuerpo fue
arrojado para que fuera devorado por la fieras, pero sus discípulos,
Atanasio y Teodoro, lo recogieron y lo trajeron a Hispania, donde
había estado predicando con escaso éxito, llevándolo por mar hasta
Compostela, en donde, se dice, está enterrado. Sant Iacob se
transformó luego en Santiago y así ha perdurado a lo largo de
siglos, pero incluso su peregrinación se llama Jacobeo.
Sin embargo, aparte de que no existe
ninguna constancia de que el apóstol hubiera estado nunca en la
Península Ibérica, el llegar predicando desde Galilea hasta
Galicia, por más que sus nombres se parezcan, resulta poco creíble.
En primer lugar porque hasta que Saulo
de Tarso, nuestro San Pablo, no se incorpora al elenco de apóstoles,
éstos tenían bien claro que las enseñanzas del Nazareno había que
impartirlas entre los judíos y no entre los gentiles, es decir,
aquellos que no profesaban el judaísmo.
Tanto es así que, en un sentido
puramente figurado, el primer cisma que ocurre en el seno de aquella
incipiente congregación se establece entre Pedro y Pablo, cuando el
primero mantiene que sólo se ha de predicar las enseñanzas de Jesús
a los circuncidados, mientras que el otro quiere extenderla a todos
cuantos quieran oír las prédicas.
Santiago era de la “cuerda” de
Pedro, por tanto no parece muy plausible que se desplazara hasta tan
lejos, a un lugar en el que no había judíos a los que predicar y,
además, no se hablaba ni arameo, ni griego ni la lengua del imperio,
sino la céltica, por lo que las dificultades de entendimiento serían
grandes y aunque nos cuentan que la iluminación del Espíritu Santo
proporcionó a los apóstoles el don de lenguas, es difícil creer
que así fuera.
Pero aún siendo ésta, razón de
bastante peso, no importa demasiado a la historia, porque una cosa es
lo realmente sucediera y otra lo que el pueblo está dispuesto a
creer que sucedió.
Hubieron de pasar muchos años,
siglos, hasta que a finales del VIII de nuestra Era, un pastor se
dirigió al obispo de Iria Flavia diciéndole que en unos campos
cercanos había visto el fulgor de una estrella sobre un punto
concreto del bosque y escuchado unos cánticos celestiales. El obispo
con su comitiva y acompañando al pastor, se dirigió a los bosques
en donde decía observarse aquel fenómeno y encontró una lápida
que cerraba una tumba en cuyo interior había tres cuerpos, uno de
ellos con la cabeza separada del tronco.
Sin pensarlo dos veces y asociando la
decapitación que el apóstol había sufrido, relacionó aquella
tumba con Jacobo el Mayor.
No existe ningún otro documento de
rigor que hable de la posibilidad de que los restos encontrados
correspondan al mencionado apóstol.
El obispo, como es natural, puso su
descubrimiento en conocimiento del Papa León III que se apresuró a
dar veracidad al descubrimiento, el cual fue también certificado por
Carlomagno ya que ambos necesitaban de un buen acicate que impulsara
la lucha contra los musulmanes que amenazaban Europa y que, de
momento, habían sido detenidos en Poitiers; y qué acicate mejor que
la aparición del santo apóstol junto a las huestes cristianas.
Muy pronto se levantó una capilla en
aquel Campo de la Estela que sería luego Compostela y seguidamente
el santo apóstol, montado sobre un refulgente caballo blanco,
comenzó a aparecerse a las tropas que se enfrentaban a los
invasores. El colmo del poder que aquella tumba ejercía queda
constatado cuando el más temible caudillo musulmán, el algecireño
Almanzor, que asoló Galicia, respetó las cristianas reliquias. El
pueblo, necesitado de fe, se daba a interpretar todos los signos
favorables como intercesión del apóstol y no faltó quien impulsado
por la fe ciega emprendiera la marcha hasta el santo lugar,
convirtiéndose así, con el paso de los siglos en el lugar de
peregrinación del que hemos hablado.
Pero hubo una época en la que la fe
pareció apagarse y fue cuando el obispo San Clemente, acuciado por
el asalto que el pirata Francis Drake hizo a La Coruña, decidió
ocultar la reliquia tras el altar mayor y allí permaneció olvidada
durante muchos años, decayendo notablemente el flujo de
peregrinaciones, hasta que a finales del siglo XIX se reencontraron
nuevamente y se despertó el entusiasmo popular que no ha decaído
hasta el presente.
Cofre
en el que se conservan los supuestos restos del apóstol
Pero si no es Santiago quien está
enterrado en Compostela ¿a quién pertenecen entonces los restos que
por tanto siglos se veneran?
No es fácil saberlo, sobre todo
porque la Iglesia no ha permitido que dichos restos fueran
debidamente estudiados. Solamente cuando reaparecieron tras el altar
mayor, se permitió que un forense los examinara, el cual, con la
técnica del siglo XIX, se atrevió a decir que eran los despojos de
una persona que vivió en el siglo I y ya no quedó duda de a quién
pertenecían.
Celosa por guardar la fe que ha movido
a tantas personas a peregrinar hasta Compostela, la Iglesia se ha
negado sistemáticamente a que dichos restos fueran examinados, lo
que, además de no dejar aclarar nada, da pie a que numerosas
especulaciones se vayan produciendo. Y en ese correr de la noticia,
han ido tomando cuerpo diversas teorías que la heterodoxia, a la que
somos tan propensos, ha puesto nombres.
Y el primero y el más importante de
todos es el de Prisciliano, por cierto uno de los primeros
heterodoxos que aparecieron en la recién nacida Iglesia.
Al parecer, Prisciliano nació en
Galicia alrededor del año 340, cuando el cristianismo empezaba a
tener la pujanza que el Concilio I de Nicea le dio al reconocerlo
como religión oficial del Imperio Romano.
Persona de gran carisma, tenía una
enorme habilidad dialéctica, unida a una inteligencia muy clara y
una exquisita preparación, para aquel tiempo. Como muchos otros de
su época, aceptaba como verídicos los Evangelios Apócrifos que
fueron apartados del Canon por voluntad personal de quienes regían
el destino de la incipiente congregación cristiana y sin más
criterios que el de no coincidir con la estrategia que ya había sido
trazada y que era considerada la piedra angular en la que todo se
sustentaría.
Su posición lo convirtió rápidamente
en hereje, pero no en cualquier clase de hereje sino en uno de los
más influyentes y que pudo incluso producir un cambio importante en
el cristianismo y todo porque sus ideas tuvieron una enorme
influencia en la comunidad gallega, extendiéndose luego a la Iglesia
en general.
Acusado formalmente de herejía, el
pueblo lo aclamó y nombró obispo de Ávila con la intención de
salvarlo, pero aun así fue excomulgado.
Confiando en poder defenderse ante el
Papa Dámaso, paisano suyo, y el obispo de Milán, Ambrosio, los dos
personajes más influyentes del momento, inicia una larga
peregrinación hasta Roma, en donde el Pontífice se niega a
recibirlo, lo mismo que ocurre en Milán, por lo que se dirige a
Tréveris, una ciudad en el centro de Europa, actualmente en Alemania
y que era la residencia de verano del emperador del Sacro Imperio.
Muy fuerte tendría que ser, en
aquellos momentos, la doctrina de Prisciliano, porque toda la
jerarquía católica le teme y así, en Tréveris, el brazo secular
del imperio, instigado por el Vaticano, emprende una acción legal
contra él que termina con su muerte por decapitación.
¡Qué curiosa coincidencia! Jacobo el
Mayor muere como primer mártir a manos del rey judío; Prisciliano
es también el primer hereje al que la curia tiene a bien sacrificar
para impedir que su herejía siga prosperando.
Cada uno a su manera, son los primeros
mártires, solo que con trescientos años de diferencia.
Los seguidores de Prisciliano, que lo
habían acompañado en todo aquel largo itinerario, recogieron su
cuerpo y lo trajeron a Galicia y por más de doscientos años el
germen de la doctrina del hereje Prisciliano tuvo plena vigencia y
numerosos seguidores.
Por muchos años se ocultó cual era
el verdadero fundamente de la doctrina herética de Prisciliano,
negándose la Iglesia a dar satisfacción a esa demanda, pero en 1885
se encontraron en la Universidad de Worzburgo, una de las más
antiguas y prestigiosas de Alemania, unos documentos del siglo V en
los que se reproducen once textos con la doctrina priscilianista que
demuestran que sus posiciones no eran sino críticas a las actitudes
de la Iglesia y a la manipulación que de los textos sagrados se
había hecho. Por eso, en la actualidad, se le considera un precursor
de la Reforma Luterana y una persona tan influyente que estuvo a
punto de cambiar el curso de la Religión Católica.
Que su cuerpo sea el que está
enterrado en Compostela y el que recibe la veneración de tantos
millones de peregrinos, es algo que creen personas de la talla de
Menéndez Pelayo, Unamuno, Sánchez Albornoz, Américo Castro,
Francisco Singul, el asesor cultural del Jacobeo o toda una autoridad
en la materia, Henry Chadwick, profesor de la Universidad de Oxford.
Sería gracioso que se estuviese
venerando al primer hereje mártir, ejecutado por decisión de la
Iglesia, en vez de al Santo Apóstol.
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