lunes, 1 de abril de 2013

TOCAR EL TRIGÉMINO

Publicado el 4 de diciembre de 2011




Fue mi padre quien me habló de él por primera vez. Yo era muy pequeño pero lo recuerdo perfectamente y desde aquella primera ocasión en que le oí relatar la misteriosa historia del “medico que tocaba el trigémino”, se la hice repetir muchas veces.
Allá por los años treinta, llegó a San Fernando un enigmático personaje conocido como el doctor Asuero. Se hospedó en el Hotel La Mallorquina y desplegó una gran propaganda por el pueblo, anunciándose como un médico milagroso que hacía sanar a paralíticos, sordos, epilépticos, migrañosos, lumbálgicos, artríticos y estreñidos. La prensa se hizo eco de la llegada de aquella especie de sanador, milagrero, o científico ambulante, capaz de realizar curaciones increíbles usando solamente una pequeña barrita de acero, acabada en una roseta, que introducía por la nariz hasta tocar el nervio trigémino, localizado al fondo de la fosa nasal y que es el que conduce todas las sensaciones y movimientos de la cara.
Es un nervio de extraordinaria importancia, cuya neuralgia produce un dolor tan intenso y persistente que es incluso inductor al suicidio.
Pues bien, aquel doctor se presentó en mi pueblo con su famosa varita de acero y empezó a recibir clientes en una habitación del propio hotel.
Muchas personas, desahuciadas de la medicina o esperanzadas por la publicidad que precedía la figura del tal Asuero, se dispusieron a hacer colas en los pasillos del hotel y entre ellos, mi padre, que desde su más tierna infancia padecía una enfermedad auditiva que le fue mermando sensiblemente su capacidad hasta que lo dejó completamente sordo.
"Como un calambrazo", me dijo mi padre que había sentido cuando lo atendió el doctor que, introduciéndole por la nariz la famosa varita, le golpeó muy al fondo de la fosa nasal.
Pero mi padre no recuperó nada de oído y tampoco sabía de nadie que de aquella consulta hubiera salido sanado de sus dolencias.
¿Cómo era posible esa fama, si no curaba a nadie? Me preguntaba yo y mi padre no sabía responderme.
Luego, el doctor Asuero se me fuel olvidando, pero hace unos días, sin saber muy bien por qué, me volví a acordar de aquella historia que mi padre me contaba. ¿Qué habría de verdad en todo aquel asunto? Me interrogaba y la curiosidad me hizo empezar a investigar sobre el personaje.
Efectivamente existió un doctor llamado Fernando Asuero Sáenz de Cenzano, que nació en la calle Miramar número 3 de San Sebastián, el veintinueve de mayo de 1887. Era hijo de una familia de realce social y ya su abuelo había sido cirujano y médico personal del rey consorte, Francisco de Asís de Borbón, esposo de la reina Isabel II, al que en Madrid llamaban “Paquita”, por sus inclinaciones homosexuales.
Fernando, estudió medicina en Madrid y perfeccionó sus estudios en París y Cambrigde, en la especialidad de garganta, nariz y oídos. Decían los que lo conocieron y trataron en su juventud que siempre fue una persona muy alegre, extrovertido, que reía constantemente y que gozaba de una enorme vitalidad.
Junto con la medicina, que era su gran vocación y los deportes, su afición, era amante de la lectura de obras que en aquellos tiempos se llamaban genéricamente ciencias ocultas, interesándose ávidamente por todas cuestiones difíciles de explicar. Al mismo tiempo, fue de los primeros europeos en interesarse por la milenaria cultura china y sobre todo, por su relación con las ciencias médicas y sus extraños procedimientos curativos como la acupuntura, que empezaba a alborear en occidente.
De regreso a España, el flamante médico abrió una consulta en el número 1 de la calle Loyola, en San Sebastián, donde también fijó su domicilio, a la vez que trabajó en diversos hospitales de la capital. En poco tiempo alcanzó cierto renombre, en parte por el apoyo de su familia y en buena medida por su exquisito trato personal con los pacientes, a la vez que por el compromiso social que iba adquiriendo, lo que hizo que de 1923 a 1925, ejerciera como concejal del Ayuntamiento donostiarra.
Su consulta era cada vez más numerosa y empezó a correr un rumor de que el médico curaba enfermedades consideradas incurables y que paralíticos, dejaban las muletas en el consultorio, sordos salían oyendo y otros sanaban milagrosamente de sus dolencias. Tanto creció el número de pacientes que trasladó la consulta a varias habitaciones del hotel Príncipe de Saboya que aún estaba sin terminar, situado en el número 3 del Paseo Ramón María Lili, en la margen derecha del río Urumea.
A la transmisión oral de su reputación se unió, en el mes de mayo de 1929, la publicación en la prensa nacional de aquella especie de milagros que realizaba cada día.
Ya no eran solamente de los alrededores, de donde acudían pacientes para su consulta, sino que de toda España se desplazaban a diario decenas de personas con la esperanza de curar sus enfermedades.
La prensa, que aireaba constantemente la noticia, publicaba a la vez opiniones encontradas de otros médicos que se enfrentaban abiertamente a los procedimientos poco ortodoxos del que empezaron a llamar intruso en el campo de la medicina.

El doctor Asuero y una página de la prensa.

El doctor Asuero guardaba silencio y con ese sigilo no hacía sino exacerbar las críticas y las defensas, dando pie a una verdadera guerra entre defensores y detractores.
A menudo se publicaban nombres y fotografías de personas sanadas en la consulta de Asuero, a la vez que se daba, a la técnica empleada, el nombre “asueroterapia”, con el que empezó a conocerse, no sólo en España, también en el extranjero.
Benito Jovarri era un joven inválido desde hacía más de veinte años que salió caminando de la consulta; Bienvenido Sanz, padecía parálisis bucal y sanó completamente; el guardia Civil Alberto Sánchez se recuperó de una fuerte discapacidad y muchos más casos eran aireados constantemente, lo que no hacía sino aumentar la llegada de pacientes, a la vez que levantaba explosivas declaraciones en contra, como las publicadas por el doctor Marañón.
Fraude, era la palabra que constantemente salía de afamados doctores que exigían a Asuero que explicase científicamente su terapia, pero el enigmático doctor permaneció en silencio durante muchos años, hasta que, por fin, se defendió de las acusaciones publicando un librito que se titulaba ¡Ahora hablo yo!
El opúsculo lo prologó un colega francés, el doctor Helan Jarwoski, creador del término “reflexoterapia”, práctica que había presentado en Lyon en octubre de 1911, durante un congreso de medicina y posteriormente ante la Academia de Medicina de París, en mayo de 1912. Alababa las cualidades médicas de su amigo español y exaltaba las humanas, imprescindibles para la aplicación de aquella técnica, muy relacionada con la que él mismo había puesto en marcha y que, por cierto, desde entonces se usa y cada vez más.
Con el ingrediente de las cualidades personales, convertía todo el proceso en una especie de sanación milagrera que se distanciaba de la práctica médica, pues hacía suponer que quien poseyera aquella cualidad era capaz de sanar enfermos, mientras que a quien careciera de ella le resultaría tarea imposible de conseguir. A eso, el propio Asuero agregaba la enorme sorpresa que le habían producido los primeros éxitos y concluía diciendo que le resultaba muy difícil compilar y sacar enseñanza de los casos que tenía documentados, por cuya razón se estaba retrasando su presentación ante la Academia Médica de Guipúzcoa y pedía ayuda a sus colegas para extraer conclusiones de todo aquello.
Pero volvía a insistir en la corriente empática imprescindible para realizar la curación.
Evidentemente, aquellas explicaciones favorecieron poco al doctor Asuero que, poco a poco, fue perdiendo popularidad, hasta el extremo de que el 22 de diciembre de 1942, falleció de una angina de pecho, cuando estaba prácticamente ignorado en la actividad médica.
Lo lamentable es que en ningún foro realmente serio le hubiese prestado a aquella práctica la atención científica necesaria para averiguar qué había detrás de ella, porque lo que resultaba innegable es que, aunque mi padre no consiguió curarse, ni siquiera mejorar ligeramente su condición de sordo, existían casos constatados de curaciones.
Por otro lado, la reflexoterapia, técnica milenaria de la medicina china y de la que el doctor Asuero usaba, es una realidad terapéutica en nuestros tiempos.
¿Qué pasó, entonces? Yo tengo mi teoría muy personal y en parte jocosa y es que realmente el doctor descubrió algo que podía funcionar pero no con todo el mundo, lo que dejaba una estela de pacientes descontentos y otra de médicos insatisfechos de la explicaciones de Asuero, lo que unido al nombre del nervio en cuestión, hicieron que los fracasos se impusieran a los éxitos. Si el nervio hubiese tenido otro nombre, es posible que la cosa hubiera sucedido de otra forma.
No se puede negar que el nombre del nervio tiene su guasa: ¡No me toques el trigémino!

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