Publicado el 4 de diciembre de 2011
Fue mi padre quien me habló de él
por primera vez. Yo era muy pequeño pero lo recuerdo perfectamente y
desde aquella primera ocasión en que le oí relatar la misteriosa
historia del “medico que tocaba el trigémino”, se la hice
repetir muchas veces.
Allá por los años treinta, llegó a
San Fernando un enigmático personaje conocido como el doctor Asuero.
Se hospedó en el Hotel La Mallorquina y desplegó una gran
propaganda por el pueblo, anunciándose como un médico milagroso que
hacía sanar a paralíticos, sordos, epilépticos, migrañosos,
lumbálgicos, artríticos y estreñidos. La prensa se hizo eco de la
llegada de aquella especie de sanador, milagrero, o científico
ambulante, capaz de realizar curaciones increíbles usando solamente
una pequeña barrita de acero, acabada en una roseta, que introducía
por la nariz hasta tocar el nervio trigémino, localizado al fondo de
la fosa nasal y que es el que conduce todas las sensaciones y
movimientos de la cara.
Es un nervio de extraordinaria
importancia, cuya neuralgia produce un dolor tan intenso y
persistente que es incluso inductor al suicidio.
Pues bien, aquel doctor se presentó
en mi pueblo con su famosa varita de acero y empezó a recibir
clientes en una habitación del propio hotel.
Muchas personas, desahuciadas de la
medicina o esperanzadas por la publicidad que precedía la figura del
tal Asuero, se dispusieron a hacer colas en los pasillos del hotel y
entre ellos, mi padre, que desde su más tierna infancia padecía una
enfermedad auditiva que le fue mermando sensiblemente su capacidad
hasta que lo dejó completamente sordo.
"Como un calambrazo", me
dijo mi padre que había sentido cuando lo atendió el doctor que,
introduciéndole por la nariz la famosa varita, le golpeó muy al
fondo de la fosa nasal.
Pero mi padre no recuperó nada de
oído y tampoco sabía de nadie que de aquella consulta hubiera
salido sanado de sus dolencias.
¿Cómo era posible esa fama, si no
curaba a nadie? Me preguntaba yo y mi padre no sabía responderme.
Luego, el doctor Asuero se me fuel
olvidando, pero hace unos días, sin saber muy bien por qué, me
volví a acordar de aquella historia que mi padre me contaba. ¿Qué
habría de verdad en todo aquel asunto? Me interrogaba y la
curiosidad me hizo empezar a investigar sobre el personaje.
Efectivamente existió un doctor
llamado Fernando Asuero Sáenz de Cenzano, que nació en la calle
Miramar número 3 de San Sebastián, el veintinueve de mayo de 1887.
Era hijo de una familia de realce social y ya su abuelo había sido
cirujano y médico personal del rey consorte, Francisco de Asís de
Borbón, esposo de la reina Isabel II, al que en Madrid llamaban
“Paquita”, por sus inclinaciones homosexuales.
Fernando, estudió medicina en Madrid
y perfeccionó sus estudios en París y Cambrigde, en la especialidad
de garganta, nariz y oídos. Decían los que lo conocieron y trataron
en su juventud que siempre fue una persona muy alegre, extrovertido,
que reía constantemente y que gozaba de una enorme vitalidad.
Junto con la medicina, que era su gran
vocación y los deportes, su afición, era amante de la lectura de obras
que en aquellos tiempos se llamaban genéricamente ciencias ocultas,
interesándose ávidamente por todas cuestiones difíciles de
explicar. Al mismo tiempo, fue de los primeros europeos en
interesarse por la milenaria cultura china y sobre todo, por su
relación con las ciencias médicas y sus extraños procedimientos
curativos como la acupuntura, que empezaba a alborear en occidente.
De regreso a España, el flamante
médico abrió una consulta en el número 1 de la calle Loyola, en
San Sebastián, donde también fijó su domicilio, a la vez que
trabajó en diversos hospitales de la capital. En poco tiempo alcanzó
cierto renombre, en parte por el apoyo de su familia y en buena
medida por su exquisito trato personal con los pacientes, a la vez
que por el compromiso social que iba adquiriendo, lo que hizo que de
1923 a 1925, ejerciera como concejal del Ayuntamiento donostiarra.
Su consulta era cada vez más numerosa
y empezó a correr un rumor de que el médico curaba enfermedades
consideradas incurables y que paralíticos, dejaban las muletas en el
consultorio, sordos salían oyendo y otros sanaban milagrosamente de
sus dolencias. Tanto creció el número de pacientes que trasladó la
consulta a varias habitaciones del hotel Príncipe de Saboya que aún
estaba sin terminar, situado en el número 3 del Paseo Ramón María
Lili, en la margen derecha del río Urumea.
A la transmisión oral de su
reputación se unió, en el mes de mayo de 1929, la publicación en
la prensa nacional de aquella especie de milagros que realizaba cada
día.
Ya no eran solamente de los
alrededores, de donde acudían pacientes para su consulta, sino que
de toda España se desplazaban a diario decenas de personas con la
esperanza de curar sus enfermedades.
La prensa, que aireaba constantemente
la noticia, publicaba a la vez opiniones encontradas de otros médicos
que se enfrentaban abiertamente a los procedimientos poco ortodoxos
del que empezaron a llamar intruso en el campo de la medicina.
El
doctor Asuero y una página de la prensa.
El doctor Asuero guardaba silencio y
con ese sigilo no hacía sino exacerbar las críticas y las
defensas, dando pie a una verdadera guerra entre defensores y
detractores.
A menudo se publicaban nombres y
fotografías de personas sanadas en la consulta de Asuero, a la vez
que se daba, a la técnica empleada, el nombre “asueroterapia”,
con el que empezó a conocerse, no sólo en España, también en el
extranjero.
Benito Jovarri era un joven inválido
desde hacía más de veinte años que salió caminando de la
consulta; Bienvenido Sanz, padecía parálisis bucal y sanó
completamente; el guardia Civil Alberto Sánchez se recuperó de una
fuerte discapacidad y muchos más casos eran aireados constantemente,
lo que no hacía sino aumentar la llegada de pacientes, a la vez que
levantaba explosivas declaraciones en contra, como las publicadas por
el doctor Marañón.
Fraude, era la palabra que
constantemente salía de afamados doctores que exigían a Asuero que
explicase científicamente su terapia, pero el enigmático doctor
permaneció en silencio durante muchos años, hasta que, por fin, se
defendió de las acusaciones publicando un librito que se titulaba
¡Ahora hablo yo!
El opúsculo lo prologó un colega
francés, el doctor Helan Jarwoski, creador del término
“reflexoterapia”,
práctica que había presentado en Lyon en octubre de 1911, durante
un congreso de medicina y posteriormente ante la Academia de Medicina
de París, en mayo de 1912. Alababa las cualidades médicas de su
amigo español y exaltaba las humanas, imprescindibles para la
aplicación de aquella técnica, muy relacionada con la que él mismo
había puesto en marcha y que, por cierto, desde entonces se usa y
cada vez más.
Con el ingrediente de las cualidades
personales, convertía todo el proceso en una especie de sanación
milagrera que se distanciaba de la práctica médica, pues hacía
suponer que quien poseyera aquella cualidad era capaz de sanar
enfermos, mientras que a quien careciera de ella le resultaría tarea
imposible de conseguir. A eso, el propio Asuero agregaba la enorme
sorpresa que le habían producido los primeros éxitos y concluía
diciendo que le resultaba muy difícil compilar y sacar enseñanza de
los casos que tenía documentados, por cuya razón se estaba
retrasando su presentación ante la Academia Médica de Guipúzcoa y
pedía ayuda a sus colegas para extraer conclusiones de todo aquello.
Pero volvía a insistir en la
corriente empática imprescindible para realizar la curación.
Evidentemente, aquellas explicaciones
favorecieron poco al doctor Asuero que, poco a poco, fue perdiendo
popularidad, hasta el extremo de que el 22 de diciembre de 1942,
falleció de una angina de pecho, cuando estaba prácticamente
ignorado en la actividad médica.
Lo lamentable es que en ningún foro
realmente serio le hubiese prestado a aquella práctica la atención
científica necesaria para averiguar qué había detrás de ella,
porque lo que resultaba innegable es que, aunque mi padre no
consiguió curarse, ni siquiera mejorar ligeramente su condición de
sordo, existían casos constatados de curaciones.
Por otro lado, la reflexoterapia,
técnica milenaria de la medicina china y de la que el doctor Asuero
usaba, es una realidad terapéutica en nuestros tiempos.
¿Qué pasó, entonces? Yo tengo mi
teoría muy personal y en parte jocosa y es que realmente el doctor
descubrió algo que podía funcionar pero no con todo el mundo, lo
que dejaba una estela de pacientes descontentos y otra de médicos
insatisfechos de la explicaciones de Asuero, lo que unido al nombre
del nervio en cuestión, hicieron que los fracasos se impusieran a
los éxitos. Si el nervio hubiese tenido otro nombre, es posible que
la cosa hubiera sucedido de otra forma.
No se puede negar que el nombre del
nervio tiene su guasa: ¡No me toques el trigémino!
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