Publicado el 19 de febrero de 2012
La novela picaresca es una invención
española, exportada luego a otras literaturas por el enorme éxito
adquirido, pero en principio, netamente española y castiza.
Y esta original narrativa no hacía
otra cosa que retratar a los personajes del momento, porque,
personajes, lo que se dice personajes, los hubo y mucho.
Veamos algunos de los que en el siglo
XIX hormiguearon por la literatura y por la vida ordinaria.
Se decía que la mejor agua de Madrid
era la de la Fuente del
Berro, situada a las
afueras de la ciudad y junto a unos bonitos jardines y debía ser
cierto pues el agua alcanzó una fama que hasta hoy perdura.
Varias veces al día llenaban los
aguadores sus tinajas para ir ofreciéndola por toda la capital.
La
Fuente del Berro en su estado actual
Hoy nadie bebería el agua de un
cántaro que te ofrecían en una jarra de metal en la que ya habían
bebido muchos a cambio de lo que quisieras dar de voluntad, pero en
aquella época, las cosas eran tan distintas que hasta esa actividad
podía ser un buen trabajo.
En ese menester ocupaba su tiempo y se
ganaba la vida Perico
Chamorro, un mozo
fornido y guapo que presumía de que no había mujer que se le
resistiera. Era lo que en Madrid se conocía como un “chulapo”,
que terminó dejando las cántaras de agua y yéndose a vivir con la
que se le ponía a tiro, y a la que sacaba hasta los últimos
ahorros.
En ese ir y venir de mujeres, Perico
se fue haciendo mayor; maduro, con experiencia y con simpatía a
raudales, nunca le faltaron mujeres de vida alegre que lo
mantuvieran.
Pero conoció a una que fue la que le
abrió las puertas de la riqueza y del poderío. Indudablemente debía
ser una mujer de “tronío”, como se decía en la época. Hija
natural de otra mujer “de la vida”, también famosa en la Villa
por su belleza espectacular y dicen, que de un clérigo, por lo que,
aún fuera del matrimonio, Lola
la Naranjera, conocida
en el argot del puterío como la “Tirabuzones”
había nacido y criado en el seno de la Iglesia.
Se conocieron y ambos quedaron
prendados el uno del otro, comenzando una relación que llevó a
Perico
a frecuentar los prostíbulos y tugurios de la capital como el
“Cuclillo”
y el “Traganiños”
en donde coincidió nada menos que con Fernando
VII, el rey de España,
antes El Deseado
y luego El
Rey Felón,
que gustaba frecuentar aquellos ambientes en busca de buenas mozas y
sin que la discreción le preocupara.
El rey se encaprichó de la
Tirabuzones
y como es natural, no hubo obstáculos que impidieran llevársela a
la cama, con la complacencia de Perico
que desde entonces trabó amistad con el monarca, que le encargaba
que le buscara las mejores y mas guapas mozas de Madrid.
El truhán prosperó junto a aquella
nueva amistad. Cambió su nombre por el de Pedro
Collado y se fue a
servir al palacio real, como criado particular del rey y dicen que
hasta lo nombró para un cargo oficial.
De La Tirabuzones existe poca
documentación, pues permaneció muy a la sombra de los hombres de
los que fue amante y entre los que se encontraban, además de los ya
señalados, el escritor romántico Mariano
José de Larra y el
menos literato, pero romántico a su manera: Luís
Candelas, un antiguo
vecino de la calle Calvario, en el barrio de Lavapiés, el más
castizo de Madrid y conocido así por una fuente en la que los judíos
se lavaban antes de entrar en la sinagoga.
Es cierto que en aquel barrio vivían
muchos judíos, tanto que era la judería más importante de Madrid,
y tantos, que entre todos consiguieron colocar un epíteto en la rica
palabrería de la capital y fue el de los “manolos
y manolas”, nombre
con el que se conocía a los chulos y chulapas del barrio.
La explicación de este curioso
episodio es que, tras la expulsión de los judíos, muchos se
quedaron aquí, falsamente convertidos al cristianismo y otros,
muchos más que marcharon a países cercanos, empezaron a volver al
cabo de los años y, haciendo apostasía de su fe, decían
convertirse en cristianos y se bautizaban, usando la mayoría de
ellos el nombre de Manuel, derivado de Emmanuel, nombre bíblico con
el que estaban muy familiarizados.
Tal proliferación de “Manueles”
hizo que al barrio de Lavapiés,
se le conociera como el de los “Manolos”.
Pues bien, en la calle Del Calvario de
ese barrio nació, en 1804, Luís Candelas Cajigal, tercer hijo de un
matrimonio normal cuyo padre era un carpintero con industria propia.
Desde muy joven, Luís demostró más
interés por la calle y las peleas que por el colegio y los libros y
tras la muerte de su padre, no volvió a la escuela. Su madre movió
cuantas influencias podía tener y consiguió que su hijo ingrese en
el cuerpo de Agentes del Fisco, en el que duraría poco tiempo.
Pero lo verdaderamente curioso de la
vida de Luís Candelas,
no es que fuera un ladrón, ni que robara a los ricos para dárselo a
los pobres, como mantenía el vulgo que lo tenía como una especie de
ídolo popular, ni que las mujeres no se le pudieran resistir, lo
anecdótico de su vida es una historia bastante poco conocida.
España vivía una época llamada “La
década Ominosa”. Tal
era el descontrol existente, tal la alternancia en el poder de
liberales y conservadores que cada día aparecían personajes nuevos,
por lo que Luís, amante de la buena vida y rico como era, decidió
inventarse una nueva personalidad y así, compró una casa en la
calle Tudescos número 5, con una entrada secreta por la calle
trasera. Disfrazado, de día era el rico indiano Luís
Álvarez de Cobos que
arreglaba una herencia en Perú y de noche, cuando sus compinches el
Sastre,
los hermanos Cusó y
Balseiro,
venían a buscarle, salía por el portillo posterior convertido en
Luís Candelas.
Como indiano comparte amante con don
Salustiano Olózaga,
un personaje de la vida política y hasta hace amistad con él, y con
el que llega a coincidir en la cárcel, él, por ladrón, como es
natural y don Salustiano
por masón y conspirador. Luís, dueño de todas las mazmorras de
Madrid, le prepara la fuga comprando a los guardianes y él se queda
dentro de la cárcel, porque dio su palabra a los guardias de que él
no escaparía.
Pero no fue aquella breve época como
Agente del Fisco la única vez que el bandolero se hace funcionario.
A la muerte del rey, accede al trono su hija Isabel que por ser menor
de edad queda bajo la regencia de su madre, la reina María
Cristina, y comienza
una época en la que se desea un poco de paz social. Se promulga una
amnistía general y a alguien en el gobierno se le ocurre pensar que
quien es un buen bandolero puede ser un buen guardián del orden.
Una barbaridad como muchas de las
practicadas en la época, pero lo cierto es que a Candelas,
al Tempranillo, a Juan Caballero
y a otros que son indultados, se les ofrece la opción de convertirse
directamente en miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Algunos aceptan, entre ellos Luís
Candelas, pero no pasan
muchos días antes de comprender que aquella vida no es para él. Se
ha acostumbrado al lujo, las mujeres y a una vida sin obligaciones y
la situación de funcionario no le agrada, así que renuncia y vuelve
a reunir a su banda.
Será la época de mayor actividad y
también la de mayor osadía. Los golpes son cada vez más sonados:
asalto al oidor de La Habana que se encontraba en Madrid, al
embajador de Francia, y el más sonado de todos, a la modista de la
reina que tenía un taller en la calle del Carmen y a la que dejaron
atada, en enaguas y sin un real.
Fue la gota que colmó el vaso y todas
la policía se volcó para detener por enésima vez al bandido y que
ahora, no volviera a escaparse.
Quiso huir a las Américas con su
novia, Clara María, una joven de diecisiete años, pero cuando
fueron a coger el barco que desde Gijón los iba a llevar a
Inglaterra, la joven se volvió atrás y no quiso embarcar, de vuelta
a Madrid fue reconocido en la villa de Alcazarén, al sur de
Valladolid, por un viejo compinche que lo delató. Aquella noche fue
detenido, trasladado a Valladolid y luego a Madrid, en donde ingresó
en la cárcel del Saladero y tras juicio y aunque no tenía ningún
delito de sangre, fue condenado a muerte el día dos de noviembre de
1837 y ajusticiado cuatro días después, a la edad de 33 años y por
el procedimiento de garrote vil.
Dicen que en el momento en que el
verdugo cubría su cabeza con la reglamentaria capucha, profirió en
voz muy alta la frase: “Sé feliz, patria mía.”
Muerte a garrote vil
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