lunes, 1 de abril de 2013

PERICO, LA TIRABUZONES Y CANDELA


Publicado el 19 de febrero de 2012




La novela picaresca es una invención española, exportada luego a otras literaturas por el enorme éxito adquirido, pero en principio, netamente española y castiza.
Y esta original narrativa no hacía otra cosa que retratar a los personajes del momento, porque, personajes, lo que se dice personajes, los hubo y mucho.
Veamos algunos de los que en el siglo XIX hormiguearon por la literatura y por la vida ordinaria.
Se decía que la mejor agua de Madrid era la de la Fuente del Berro, situada a las afueras de la ciudad y junto a unos bonitos jardines y debía ser cierto pues el agua alcanzó una fama que hasta hoy perdura.
Varias veces al día llenaban los aguadores sus tinajas para ir ofreciéndola por toda la capital.

La Fuente del Berro en su estado actual

Hoy nadie bebería el agua de un cántaro que te ofrecían en una jarra de metal en la que ya habían bebido muchos a cambio de lo que quisieras dar de voluntad, pero en aquella época, las cosas eran tan distintas que hasta esa actividad podía ser un buen trabajo.
En ese menester ocupaba su tiempo y se ganaba la vida Perico Chamorro, un mozo fornido y guapo que presumía de que no había mujer que se le resistiera. Era lo que en Madrid se conocía como un “chulapo”, que terminó dejando las cántaras de agua y yéndose a vivir con la que se le ponía a tiro, y a la que sacaba hasta los últimos ahorros.
En ese ir y venir de mujeres, Perico se fue haciendo mayor; maduro, con experiencia y con simpatía a raudales, nunca le faltaron mujeres de vida alegre que lo mantuvieran.
Pero conoció a una que fue la que le abrió las puertas de la riqueza y del poderío. Indudablemente debía ser una mujer de “tronío”, como se decía en la época. Hija natural de otra mujer “de la vida”, también famosa en la Villa por su belleza espectacular y dicen, que de un clérigo, por lo que, aún fuera del matrimonio, Lola la Naranjera, conocida en el argot del puterío como la “Tirabuzones” había nacido y criado en el seno de la Iglesia.
Se conocieron y ambos quedaron prendados el uno del otro, comenzando una relación que llevó a Perico a frecuentar los prostíbulos y tugurios de la capital como el “Cuclillo” y el “Traganiños” en donde coincidió nada menos que con Fernando VII, el rey de España, antes El Deseado y luego El Rey Felón, que gustaba frecuentar aquellos ambientes en busca de buenas mozas y sin que la discreción le preocupara.
El rey se encaprichó de la Tirabuzones y como es natural, no hubo obstáculos que impidieran llevársela a la cama, con la complacencia de Perico que desde entonces trabó amistad con el monarca, que le encargaba que le buscara las mejores y mas guapas mozas de Madrid.
El truhán prosperó junto a aquella nueva amistad. Cambió su nombre por el de Pedro Collado y se fue a servir al palacio real, como criado particular del rey y dicen que hasta lo nombró para un cargo oficial.
De La Tirabuzones existe poca documentación, pues permaneció muy a la sombra de los hombres de los que fue amante y entre los que se encontraban, además de los ya señalados, el escritor romántico Mariano José de Larra y el menos literato, pero romántico a su manera: Luís Candelas, un antiguo vecino de la calle Calvario, en el barrio de Lavapiés, el más castizo de Madrid y conocido así por una fuente en la que los judíos se lavaban antes de entrar en la sinagoga.
Es cierto que en aquel barrio vivían muchos judíos, tanto que era la judería más importante de Madrid, y tantos, que entre todos consiguieron colocar un epíteto en la rica palabrería de la capital y fue el de los “manolos y manolas”, nombre con el que se conocía a los chulos y chulapas del barrio.
La explicación de este curioso episodio es que, tras la expulsión de los judíos, muchos se quedaron aquí, falsamente convertidos al cristianismo y otros, muchos más que marcharon a países cercanos, empezaron a volver al cabo de los años y, haciendo apostasía de su fe, decían convertirse en cristianos y se bautizaban, usando la mayoría de ellos el nombre de Manuel, derivado de Emmanuel, nombre bíblico con el que estaban muy familiarizados.
Tal proliferación de “Manueles” hizo que al barrio de Lavapiés, se le conociera como el de los “Manolos”.
Pues bien, en la calle Del Calvario de ese barrio nació, en 1804, Luís Candelas Cajigal, tercer hijo de un matrimonio normal cuyo padre era un carpintero con industria propia.
Desde muy joven, Luís demostró más interés por la calle y las peleas que por el colegio y los libros y tras la muerte de su padre, no volvió a la escuela. Su madre movió cuantas influencias podía tener y consiguió que su hijo ingrese en el cuerpo de Agentes del Fisco, en el que duraría poco tiempo.
Pero lo verdaderamente curioso de la vida de Luís Candelas, no es que fuera un ladrón, ni que robara a los ricos para dárselo a los pobres, como mantenía el vulgo que lo tenía como una especie de ídolo popular, ni que las mujeres no se le pudieran resistir, lo anecdótico de su vida es una historia bastante poco conocida.
España vivía una época llamada “La década Ominosa”. Tal era el descontrol existente, tal la alternancia en el poder de liberales y conservadores que cada día aparecían personajes nuevos, por lo que Luís, amante de la buena vida y rico como era, decidió inventarse una nueva personalidad y así, compró una casa en la calle Tudescos número 5, con una entrada secreta por la calle trasera. Disfrazado, de día era el rico indiano Luís Álvarez de Cobos que arreglaba una herencia en Perú y de noche, cuando sus compinches el Sastre, los hermanos Cusó y Balseiro, venían a buscarle, salía por el portillo posterior convertido en Luís Candelas.
Como indiano comparte amante con don Salustiano Olózaga, un personaje de la vida política y hasta hace amistad con él, y con el que llega a coincidir en la cárcel, él, por ladrón, como es natural y don Salustiano por masón y conspirador. Luís, dueño de todas las mazmorras de Madrid, le prepara la fuga comprando a los guardianes y él se queda dentro de la cárcel, porque dio su palabra a los guardias de que él no escaparía.
Pero no fue aquella breve época como Agente del Fisco la única vez que el bandolero se hace funcionario. A la muerte del rey, accede al trono su hija Isabel que por ser menor de edad queda bajo la regencia de su madre, la reina María Cristina, y comienza una época en la que se desea un poco de paz social. Se promulga una amnistía general y a alguien en el gobierno se le ocurre pensar que quien es un buen bandolero puede ser un buen guardián del orden.
Una barbaridad como muchas de las practicadas en la época, pero lo cierto es que a Candelas, al Tempranillo, a Juan Caballero y a otros que son indultados, se les ofrece la opción de convertirse directamente en miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Algunos aceptan, entre ellos Luís Candelas, pero no pasan muchos días antes de comprender que aquella vida no es para él. Se ha acostumbrado al lujo, las mujeres y a una vida sin obligaciones y la situación de funcionario no le agrada, así que renuncia y vuelve a reunir a su banda.
Será la época de mayor actividad y también la de mayor osadía. Los golpes son cada vez más sonados: asalto al oidor de La Habana que se encontraba en Madrid, al embajador de Francia, y el más sonado de todos, a la modista de la reina que tenía un taller en la calle del Carmen y a la que dejaron atada, en enaguas y sin un real.
Fue la gota que colmó el vaso y todas la policía se volcó para detener por enésima vez al bandido y que ahora, no volviera a escaparse.
Quiso huir a las Américas con su novia, Clara María, una joven de diecisiete años, pero cuando fueron a coger el barco que desde Gijón los iba a llevar a Inglaterra, la joven se volvió atrás y no quiso embarcar, de vuelta a Madrid fue reconocido en la villa de Alcazarén, al sur de Valladolid, por un viejo compinche que lo delató. Aquella noche fue detenido, trasladado a Valladolid y luego a Madrid, en donde ingresó en la cárcel del Saladero y tras juicio y aunque no tenía ningún delito de sangre, fue condenado a muerte el día dos de noviembre de 1837 y ajusticiado cuatro días después, a la edad de 33 años y por el procedimiento de garrote vil.
Dicen que en el momento en que el verdugo cubría su cabeza con la reglamentaria capucha, profirió en voz muy alta la frase: “Sé feliz, patria mía.”

Muerte a garrote vil




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