Cuenta una preciosa leyenda granadina que el día 25 de agosto del año 1491, sábado, por más
señas, con ocasión de encontrarse acampada en el sitio de Granada
la reina Isabel la Católica, quiso aproximarse para ver más de
cerca la ciudad en cuya conquista estaban empeñados y así, con
algunas damas y una escolta de a caballo, se aproximó a una pequeña
aldea llamada La Zubia, situada como a una legua al sur de la capital
nazarí y desde la que se veía muy bien la Alhambra y otras zonas de
la ciudad.
En su afán de ver tan cerca como
pudiera la joya que para Castilla suponía la ciudad de Granada, la
reina, montada en una yegua, se adelantó a su séquito, adentrándose
en una huerta allí existente.
Al divisar los moros el movimiento de
soldados tan cerca de sus propias murallas, sintieron miedo de ser
atacados y tomaron la delantera, saliendo a galope tras aquellos
osados que se habían internado en su territorio.
A la vista del enorme peligro y no
queriendo la reina que se entrase en batalla, se escondió tras unos
laureles en donde permaneció sin hacer el menor ruido y sin que su
cabalgadura relinchase, habiendo pasado los moros muy cerca de donde
se encontraba, sin percatarse de su presencia.
Sucedía este milagroso encuentro en
el día de San Luís y en memoria de aquel episodio que pudo haber
terminado de manera muy desafortunada para la corona de Castilla, la
Reina Católica prometió levantar en aquel mismo lugar una capilla y
fundar un convento, cosa que se materializó con posterioridad a la
toma de Granada.
Costumbre muy extendida en la época
de la que estamos hablando, era la de establecer una conexión divina
que inclinara siempre la balanza del lado de los que defendían la fe
de Cristo frente a los infieles y por esa razón, muchos de los
episodios de nuestra historia han sufrido una desvirtuación que a
personas o colectivos serios y ocupados en transmitir la realidad
histórica en toda su verdadera extensión, preocupa sobremanera.
Por esa razón, la Real Academia de la
Historia, en el último tercio del siglo XIX, encargó a uno de sus
más brillantes académicos, Antonio Benavides, que viese la
posibilidad de rescatar del dominio particular aquella capilla
levantada por los Reyes Católicos y en cuya huerta se conservaban
aún el legendario laurel que dio cobijo a la soberana.
El académico se dispuso a cumplir con
el encargo y escribió a algunos amigos de Granada para que le
informasen sobre la leyenda, los vestigios de realidad y la situación
actual del monumento, recibiendo, entre otras, una carta del
gobernador de Granada en la que le comunica que desde enero de 1862
dicho lugar pertenecía a la Corona de España, pues había sido
adquirido en subasta por un tal Pascual de Torres que en nombre de la
Reina Isabel II, había pagado la cantidad de ciento ochenta mil
reales de vellón, haciendo la salvedad que ni la capilla ni la
huerta con el laurel vengan a tener la importancia histórica que la
tradición vulgar le concede, pues el hecho no pasa de ser una
leyenda, más bien un cuento de los muchos que en aquellos siglos se
inventaron.
Como es natural, el académico inició
una seria investigación para dejar al descubierto cuanto hubiese de
verdad detrás de aquella intervención divina que como un manto
protector, oculta a la reina de los peligrosos sarracenos y para eso,
no le queda más remedio que bucear en la historia.
Según el tenor con el que cada autor
enfoca el tema, éste tiene un significado bien distinto. En el año
1683 se publicó en Madrid una Crónica de la Provincia de Granada,
escrita por el franciscano Alonso de Torres en la que refiriéndose a
este evento dice: “Dispuso nuestro Señor que sus soldados
consiguiesen victoria de los moros granadinos estando la reina
haciendo a Dios oración debajo de un laurel… apareciósele su tío,
San Luís, rey de Francia, prometiéndole seguridad si le labraba
allí un convento…” Refiere el resto de la historia más o menos
como ya se ha narrado, con escaso rigor, por tanto.
Como es natural, el historiador siguió
profundizando en los textos y en orden a obtener una información más
veraz, en cuya búsqueda consultó al notable historiador granadino
Francisco Bermúdez Pedraza que vivió a caballo entre los siglos XVI
y XVII y que al narrar el acontecimiento le daba un toque mucho más
riguroso y menciona que la reina iba acompañada por un fuerte
contingente de caballería e infantería, al mando de Rodrigo Ponce
de León, Duque de Cádiz, al que la propia reina ordenó que evitase
la escaramuza, pero no fue posible pues los moros se acercaron tan
peligrosamente que los caballeros del Duque tuvieron que hacerle
frente. Pero la batalla se inclinó del lado castellano que contaba
con mil doscientas lanzas mas los infantes y con esta fuerza bien
dispuesta consiguieron causar graves daños en las filas moras y los
obligaron a volver a Granada, dejando más de seiscientos muertos.
La diferencia entre estas dos
narraciones es que para la primera, la victoria es obra de divina
intervención, mientras que para la segunda, es obra de la estrategia
militar y de la mayor potencia bélica del ejército cristiano, que
hace innecesario que la reina se oculte tras un laurel para pasar
desapercibida ante la peligrosa presencia mora.
Para abundar en datos, el académico
encontró en una Historia de los condes de Tendilla, manuscrita de
un sacerdote llamado Rodríguez de Ardila, muy pocos años después
de la toma de Granada, cuando habla de don Íñigo López de Mendoza,
segundo conde de Tendilla, descendiente del famoso poeta y poderoso
caballero el Marqués de Santillana, relata que participó en aquella
famosa batalla y que atribuir a la divina intervención el éxito
militar, es fábula, pues resulta falso decir que la reina venía a
La Zubia con poca gente, sino que era un poderoso ejército.
El
rey Boabdil entrega las llaves de Granada a los RR.CC.
Viniendo esta desmitificación de un
cura, casi contemporáneo con los acontecimientos, tiene mucho más
valor y parece dejar el tema lo suficientemente claro, pero no cesa
en su empeño el académico de hurgar en cuantas fuentes pueda hallar
y así consulta a un historiador casi desapercibido llamado Andrés
Bernáldez, conocido como El cura de Los Palacios, el cual reconoce,
por primera vez que en agosto no se celebra la festividad de San
Luís, sino que ésta es en junio y así sitúa la batalla en
dieciocho de dicho mes, pocas fechas antes del veintiuno, día del
famoso santo y añade que con la reina iban el rey, su esposo, el
príncipe y la infanta, de los cuales no dice nombre, pero el único
hijo varón que tuvieron Isabel y Fernando fue el príncipe Juan,
muerto pocos años después y la infanta, debía ser Isabel, la
primogénita, pues Juana La Loca tenía entonces doce años.
Sigue el Cura de Los Palacios
relatando a todos los nobles que los acompañaban, entre los que se
encontraban los ya referidos anteriormente más el duque de Escalona,
el conde de Ureña, el señor de Aguilar y otros caballeros, todos
ellos al frente de sus huestes. Y cuando vieron que los moros salían
a defender la ciudad, la reina pidió al Marqués de Cádiz que no
hubiese escaramuza, para que no muriese gente por culpa de haber
querido ella ver de cerca la ciudad. Pormenoriza este historiador la
batalla y concluye diciendo que más de dos mil moros o murieron o
cayeron prisioneros de los ejércitos cristianos y que el rey y la
reina hubieron de este vencimiento gran placer, sobre todo por haber
sido la reina la causa de ello.
Lo cierto es que se dio la batalla de
La Zubia, en aquel lugar al que la reina, al frente de un poderoso
ejército mandado por Ponce de León, acudió para ver más de cerca
la ciudad que tenían cercada, pero nada de cierto hubo en que la
reina se escondiese tras un laurel ni tan siquiera que hubiese
corrido el más mínimo peligro, pues durante el tiempo que duró la
contienda, permaneció a retaguardia, a cubierto en una casa de una
huerta en donde ciertamente había un frondoso laurel, el cual,
centenario, perduraba cuando la Academia de la Historia se interesó
por este hecho.
Es lo único de verdad que hay en tan
bonita leyenda que para culminar de desmitificar, Pedro Mártir de
Anglería, humanista italiano que acompañaba al conde de Tendilla
del que antes hablamos, relata el hecho desde la perspectiva de un
testigo presencial y dice que en realidad la reina quiso mostrar al
embajador francés lo que sería su próxima conquista y así se
acercaron a la ciudad, tomando posiciones los capitanes de tan
lucidas huestes en la falda de las cuestas que se encuentran al pie
de Sierra Nevada.
No quisieron combatir, porque la
estrategia era que a los moros había que rendirlos por hambre y no
por la fuerza, pero fue tanto lo que éstos se aproximaron, tantas
las amenazas y los insultos, que no se pudo evitar el choque. Luego,
carpinteros y leñadores talaron todos los olivos y las vides de
aquellas laderas para poder ver bien la ciudad.
Por qué un hecho se transforma de la
manera que éste se transformó, obedece quizás al poco placer que
se produce al contar la verdad y lo bien que hubiera resultado todo
si, para mayor gloria de sus Católicas Majestades, hubiera sido la
intervención divina la causante de tan espléndida victoria.
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