domingo, 7 de abril de 2013

EL LAUREL DE LA ZUBIA






Cuenta una preciosa leyenda granadina que el día 25 de agosto del año 1491, sábado, por más señas, con ocasión de encontrarse acampada en el sitio de Granada la reina Isabel la Católica, quiso aproximarse para ver más de cerca la ciudad en cuya conquista estaban empeñados y así, con algunas damas y una escolta de a caballo, se aproximó a una pequeña aldea llamada La Zubia, situada como a una legua al sur de la capital nazarí y desde la que se veía muy bien la Alhambra y otras zonas de la ciudad.
En su afán de ver tan cerca como pudiera la joya que para Castilla suponía la ciudad de Granada, la reina, montada en una yegua, se adelantó a su séquito, adentrándose en una huerta allí existente.
Al divisar los moros el movimiento de soldados tan cerca de sus propias murallas, sintieron miedo de ser atacados y tomaron la delantera, saliendo a galope tras aquellos osados que se habían internado en su territorio.
A la vista del enorme peligro y no queriendo la reina que se entrase en batalla, se escondió tras unos laureles en donde permaneció sin hacer el menor ruido y sin que su cabalgadura relinchase, habiendo pasado los moros muy cerca de donde se encontraba, sin percatarse de su presencia.
Sucedía este milagroso encuentro en el día de San Luís y en memoria de aquel episodio que pudo haber terminado de manera muy desafortunada para la corona de Castilla, la Reina Católica prometió levantar en aquel mismo lugar una capilla y fundar un convento, cosa que se materializó con posterioridad a la toma de Granada.
Costumbre muy extendida en la época de la que estamos hablando, era la de establecer una conexión divina que inclinara siempre la balanza del lado de los que defendían la fe de Cristo frente a los infieles y por esa razón, muchos de los episodios de nuestra historia han sufrido una desvirtuación que a personas o colectivos serios y ocupados en transmitir la realidad histórica en toda su verdadera extensión, preocupa sobremanera.
Por esa razón, la Real Academia de la Historia, en el último tercio del siglo XIX, encargó a uno de sus más brillantes académicos, Antonio Benavides, que viese la posibilidad de rescatar del dominio particular aquella capilla levantada por los Reyes Católicos y en cuya huerta se conservaban aún el legendario laurel que dio cobijo a la soberana.
El académico se dispuso a cumplir con el encargo y escribió a algunos amigos de Granada para que le informasen sobre la leyenda, los vestigios de realidad y la situación actual del monumento, recibiendo, entre otras, una carta del gobernador de Granada en la que le comunica que desde enero de 1862 dicho lugar pertenecía a la Corona de España, pues había sido adquirido en subasta por un tal Pascual de Torres que en nombre de la Reina Isabel II, había pagado la cantidad de ciento ochenta mil reales de vellón, haciendo la salvedad que ni la capilla ni la huerta con el laurel vengan a tener la importancia histórica que la tradición vulgar le concede, pues el hecho no pasa de ser una leyenda, más bien un cuento de los muchos que en aquellos siglos se inventaron.
Como es natural, el académico inició una seria investigación para dejar al descubierto cuanto hubiese de verdad detrás de aquella intervención divina que como un manto protector, oculta a la reina de los peligrosos sarracenos y para eso, no le queda más remedio que bucear en la historia.
Según el tenor con el que cada autor enfoca el tema, éste tiene un significado bien distinto. En el año 1683 se publicó en Madrid una Crónica de la Provincia de Granada, escrita por el franciscano Alonso de Torres en la que refiriéndose a este evento dice: “Dispuso nuestro Señor que sus soldados consiguiesen victoria de los moros granadinos estando la reina haciendo a Dios oración debajo de un laurel… apareciósele su tío, San Luís, rey de Francia, prometiéndole seguridad si le labraba allí un convento…” Refiere el resto de la historia más o menos como ya se ha narrado, con escaso rigor, por tanto.
Como es natural, el historiador siguió profundizando en los textos y en orden a obtener una información más veraz, en cuya búsqueda consultó al notable historiador granadino Francisco Bermúdez Pedraza que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII y que al narrar el acontecimiento le daba un toque mucho más riguroso y menciona que la reina iba acompañada por un fuerte contingente de caballería e infantería, al mando de Rodrigo Ponce de León, Duque de Cádiz, al que la propia reina ordenó que evitase la escaramuza, pero no fue posible pues los moros se acercaron tan peligrosamente que los caballeros del Duque tuvieron que hacerle frente. Pero la batalla se inclinó del lado castellano que contaba con mil doscientas lanzas mas los infantes y con esta fuerza bien dispuesta consiguieron causar graves daños en las filas moras y los obligaron a volver a Granada, dejando más de seiscientos muertos.
La diferencia entre estas dos narraciones es que para la primera, la victoria es obra de divina intervención, mientras que para la segunda, es obra de la estrategia militar y de la mayor potencia bélica del ejército cristiano, que hace innecesario que la reina se oculte tras un laurel para pasar desapercibida ante la peligrosa presencia mora.
Para abundar en datos, el académico encontró en una Historia de los condes de Tendilla, manuscrita de un sacerdote llamado Rodríguez de Ardila, muy pocos años después de la toma de Granada, cuando habla de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, descendiente del famoso poeta y poderoso caballero el Marqués de Santillana, relata que participó en aquella famosa batalla y que atribuir a la divina intervención el éxito militar, es fábula, pues resulta falso decir que la reina venía a La Zubia con poca gente, sino que era un poderoso ejército.

El rey Boabdil entrega las llaves de Granada a los RR.CC.

Viniendo esta desmitificación de un cura, casi contemporáneo con los acontecimientos, tiene mucho más valor y parece dejar el tema lo suficientemente claro, pero no cesa en su empeño el académico de hurgar en cuantas fuentes pueda hallar y así consulta a un historiador casi desapercibido llamado Andrés Bernáldez, conocido como El cura de Los Palacios, el cual reconoce, por primera vez que en agosto no se celebra la festividad de San Luís, sino que ésta es en junio y así sitúa la batalla en dieciocho de dicho mes, pocas fechas antes del veintiuno, día del famoso santo y añade que con la reina iban el rey, su esposo, el príncipe y la infanta, de los cuales no dice nombre, pero el único hijo varón que tuvieron Isabel y Fernando fue el príncipe Juan, muerto pocos años después y la infanta, debía ser Isabel, la primogénita, pues Juana La Loca tenía entonces doce años.
Sigue el Cura de Los Palacios relatando a todos los nobles que los acompañaban, entre los que se encontraban los ya referidos anteriormente más el duque de Escalona, el conde de Ureña, el señor de Aguilar y otros caballeros, todos ellos al frente de sus huestes. Y cuando vieron que los moros salían a defender la ciudad, la reina pidió al Marqués de Cádiz que no hubiese escaramuza, para que no muriese gente por culpa de haber querido ella ver de cerca la ciudad. Pormenoriza este historiador la batalla y concluye diciendo que más de dos mil moros o murieron o cayeron prisioneros de los ejércitos cristianos y que el rey y la reina hubieron de este vencimiento gran placer, sobre todo por haber sido la reina la causa de ello.
Lo cierto es que se dio la batalla de La Zubia, en aquel lugar al que la reina, al frente de un poderoso ejército mandado por Ponce de León, acudió para ver más de cerca la ciudad que tenían cercada, pero nada de cierto hubo en que la reina se escondiese tras un laurel ni tan siquiera que hubiese corrido el más mínimo peligro, pues durante el tiempo que duró la contienda, permaneció a retaguardia, a cubierto en una casa de una huerta en donde ciertamente había un frondoso laurel, el cual, centenario, perduraba cuando la Academia de la Historia se interesó por este hecho.
Es lo único de verdad que hay en tan bonita leyenda que para culminar de desmitificar, Pedro Mártir de Anglería, humanista italiano que acompañaba al conde de Tendilla del que antes hablamos, relata el hecho desde la perspectiva de un testigo presencial y dice que en realidad la reina quiso mostrar al embajador francés lo que sería su próxima conquista y así se acercaron a la ciudad, tomando posiciones los capitanes de tan lucidas huestes en la falda de las cuestas que se encuentran al pie de Sierra Nevada.
No quisieron combatir, porque la estrategia era que a los moros había que rendirlos por hambre y no por la fuerza, pero fue tanto lo que éstos se aproximaron, tantas las amenazas y los insultos, que no se pudo evitar el choque. Luego, carpinteros y leñadores talaron todos los olivos y las vides de aquellas laderas para poder ver bien la ciudad.
Por qué un hecho se transforma de la manera que éste se transformó, obedece quizás al poco placer que se produce al contar la verdad y lo bien que hubiera resultado todo si, para mayor gloria de sus Católicas Majestades, hubiera sido la intervención divina la causante de tan espléndida victoria.

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