lunes, 1 de abril de 2013

LOS DIENTES DE WATERLOO


Publicado el 1 de enero de 2012




Cualquier persona que haya viajado por países del llamado Tercer Mundo, sabe que no puede sorprenderse de nada; que cualquier cosa que por su imaginación pase, ya existe. Recuerdo que hace algunos años, en uno de estos países visitando un mercado observé un tenderete en el que se ofrecía un género de lo más insospechado. Un señor de mediana edad, gordo y con barba, de aspecto sucio y descuidado, se sentaba en el suelo terrizo de un mercado al aire libre, detrás de una caja de madera sobre la que se exponían no menos de veinte dentaduras postizas. Al lado de la caja había una bacinilla con agua.
No era capaz de creer que aquel producto estuviera allí para su venta, pero así era. Me dispuse a esperar y observar y al cabo de una media hora se acercó al vendedor un posible cliente. Tras un rato de charla y saludos, el cliente tomó una de aquellas dentaduras y se la introdujo en la boca sin ningún tipo de escrúpulo. Hizo algunos movimientos con las mandíbulas y no satisfecho con el resultado, se la sacó, dándosela al vendedor que la introdujo en la bacinilla y después de enjuagarla, la volvió a colocar en la caja. Mientras, el cliente cogió otra y realizó la misma operación; así lo hizo cuatro veces, hasta que encontró una dentadura adecuada a su boca y comenzó la gesticulación para comprobar que todo estaba perfecto, luego, se miró en un trozo de espejo que el vendedor le ofreció, tras lo cual empezaron a regatear hasta que convinieron un precio que el cliente pagó, marchándose contento luciendo su nueva dentadura.
Recordando este episodio, me vinieron a la memoria algunas curiosidades que sobre las dentaduras había leído y me pareció que quizás, todas juntas, merecieran la pena ser narradas.
El primer “dentista” que aparece en la historia era un egipcio que vivió en el siglo XXVIII antes de nuestra Era y que se llamaba Heriré. Era el jefe de los dentistas que atendían el palacio del faraón, durante la III Dinastía. Como es lógico, no era el primero, pues alguien debió enseñarle su arte, pero si que es el primero que con su nombre figura en los anales.
Luego, se sabe que los fenicios trataron de paliar las dificultades que para la alimentación suponía carecer de dientes y comenzaron a fabricar unas dentaduras en las que unían dientes de animales con hilos de oro que trataban de sujetar a alguna pieza dental. Más tarde, los etruscos, pueblo de magníficos artesanos, construyeron dentaduras con dientes humanos y placas de oro, como la que se observa en la fotografía, que data de unos setecientos años antes de nuestra era.


Dentadura hallada en un enterramiento etrusco

De esa época y posteriores, se han encontrado cráneos con injertos de dientes de madera de boj, que es una madera muy densa que no flota en el agua y que una vez seca, admite una talla miniaturista, por eso, desde la más remota antigüedad tuvo utilidades domésticas de lo más variada.
El uso de dientes de madera se extendió por muchos siglos y llegó hasta épocas tan recientes como el siglo XIX, en donde aparece en bocas tan destacadas como reinas, reyes e incluso presidentes de repúblicas, como George Washington que, aquejado desde su juventud de enfermedades de la boca, perdió todos los dientes, poseyendo hasta ocho dentaduras confeccionadas por diferentes dentistas-artesanos, el principal de los cuales era un conocido “odontólogo” llamado John Greenwood, al que se considera el padre de la odontología americana. Algunas de sus dentaduras están expuestas en el museo de Odontología de Baltimore, la capital del estado de Maryland.

Una de las prótesis de George Washington

Estas prótesis encajaban muy mal y a pesar de la densidad de las maderas usadas, se impregnaban de restos alimenticios, lo que hacía necesaria su sustitución cada poco tiempo y además, para ajustarlas a las encías llevaban unos resortes que pueden contemplarse en la foto que hacía que algunas veces saliera disparada de la boca.
Aparte de la confección en madera, existían otras prótesis que eran mejor aceptadas, para quien estuviese libre de escrúpulos.
Durante muchos años se habían usado dientes de animales, así como tallas de marfil o de huesos con la forma de dientes humanos, los cuales se incrustaban en unos soportes que a su vez encajaban sobre las encías, pero el resultado no era demasiado bueno.
Así que a alguien se le ocurrió que para paliar la falta de dientes en las personas, lo mejor era usar dientes de otro y de esa forma se inició un comercio en el que muchos, verdaderamente necesitados, aceptaban sufrir la extracción de algunos de sus dientes a cambio de sustanciosas sumas de dinero. Otros, menos escrupulosos aún, se dedicaron a saquear tumbas y robar los dientes de los cadáveres, a la vez que los verdugos y carceleros, sacaban los dientes de los ajusticiados o muertos en prisión que vendían a los fabricantes de prótesis.
Pero esta práctica trajo lamentables consecuencias pues fue un vehículo transmisor de enfermedades mortales, como la sífilis y la tuberculosis, además de un sin número de afecciones de la boca.
Además, el estrato social del que aquellos dientes procedían no era el más adecuado, pues se trataba de personas de dudosa higiene y salud y las piezas dentarias sufrían aquellas consecuencias.
Tras el descubrimiento de América, el problema de las dentaduras europeas se había multiplicado al iniciarse el consumo de una sustancia hasta ese momento desconocida, el azúcar de caña. Como todo el mundo conoce, el azúcar es enemigo mortal del esmalte dental y más tarde o más temprano acaba con las dentaduras. Eso, unido a la escasa higiene, hizo que más de un quince por ciento de la población europea tuviese graves problemas de pérdidas dentarias y casi un diez por ciento carecía en absoluto de dientes. Y lo que era más significativo, su incidencia era mayor en las clases socialmente elevadas, lo que producía una demanda capaz de satisfacer los costos.
Ni los patíbulos, ni las cárceles, ni siquiera las compras, daban para abastecer al mercado que demandaba dientes humanos para sustituir a los que ya la naturaleza no les daba por tercera vez y así nació un negocio también muy peculiar.
Es más que probable que existiera desde tiempo atrás, pero hubo un momento en el que despuntó con tremenda fuerza. El negocio consistía en seguir a los ejércitos en sus campañas guerreras para extraer los dientes de los soldados muertos en el campo de batalla. Éstos eran individuos jóvenes, normalmente saludables y, además de ofrecer unas piezas sanas, no pedían nada a cambio.
Tras la batalla de Waterloo, en la que fue derrotado Napoleón por las tropas de la alianza formada por Gran Bretaña, Holanda y Prusia, una legión de saqueadores se desparramó por el campo de batalla para extraer los dientes de los cincuenta mil soldados que murieron aquel sangriento día.
Tantos dientes y muelas se extrajeron que desde entonces, en algunos países como el Reino Unido, se conoce a las dentaduras postizas como “Dientes de Waterloo”, con el que se denominaba a las dentaduras confeccionadas con dientes de jóvenes en perfecto estado de conservación, que en principio provenían de los muertos en la famosa batalla, pero luego se empezó a aplicar a cualquier dentadura que luciera esas características.
La demanda de dientes era tal que al terminar las guerras europeas contra Napoleón, el negocio se resintió, pero fue sustituido por los dientes obtenidos en la Guerra Civil Americana y luego en otras contiendas.
Pero era evidente que muchas economías no podían soportar los costes de aquellas prótesis y, además, había personas que no soportaban el llevar en su boca dientes que hubieran pertenecido a otros, y así, se siguieron fabricando dentaduras de madera, más barata y resistentes que las confeccionadas con porcelana que desde 1774 se empezaron a construir, aunque eran de un material muy frágil que tendía a romperse en los mas inoportunos momentos. Hasta que en 1839 se descubre la goma vulcanizada, no se da un verdadero impulso a la odontología.
Este descubrimiento, que se atribuye a Charles Goodyear (¿suena a la marca de unos neumáticos?), fue un claro ejemplo de serendipia, cosas que se descubren por casualidad, y sucedió cuando al tal Goodyear se le cayó en una estufa, un recipiente con caucho y un paquete con azufre. La mezcla, en aquel caso accidental, del caucho con el azufre, existiendo de por medio una fuente de calor, hace endurecerse la goma hasta extremos insospechados y produciendo un compuesto que tiene miles de aplicaciones en la actualidad, en donde el caucho, procedente del látex extraído de diversos árboles, adquiere texturas, durezas o elasticidades bien distintas.
Con la vulcanización se permitía hacer moldes a la medida exacta del paciente y luego incrustar las piezas, unas veces auténticas y otras talladas en la propia goma vulcanizada, hasta conseguir la perfección. Así se olvidaron los dientes de Waterloo, los de madera y todos los artilugios que se hubieron de usar hasta ese momento, pero no nos olvidemos del principio de esta historia. Aún hay mucha gente en el mundo que no tiene acceso a lo más imprescindible: la herramienta que nos sirve para alimentarnos. 

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