Publicado el 1 de enero de 2012
Cualquier persona que haya viajado
por países del llamado Tercer Mundo, sabe que no puede sorprenderse
de nada; que cualquier cosa que por su imaginación pase, ya existe.
Recuerdo que hace algunos años, en uno de estos países visitando un
mercado observé un tenderete en el que se ofrecía un género de lo
más insospechado. Un señor de mediana edad, gordo y con barba, de
aspecto sucio y descuidado, se sentaba en el suelo terrizo de un
mercado al aire libre, detrás de una caja de madera sobre la que se
exponían no menos de veinte dentaduras postizas. Al lado de la caja
había una bacinilla con agua.
No era capaz de creer que aquel
producto estuviera allí para su venta, pero así era. Me dispuse a
esperar y observar y al cabo de una media hora se acercó al vendedor
un posible cliente. Tras un rato de charla y saludos, el cliente tomó
una de aquellas dentaduras y se la introdujo en la boca sin ningún
tipo de escrúpulo. Hizo algunos movimientos con las mandíbulas y no
satisfecho con el resultado, se la sacó, dándosela al vendedor que
la introdujo en la bacinilla y después de enjuagarla, la volvió a
colocar en la caja. Mientras, el cliente cogió otra y realizó la
misma operación; así lo hizo cuatro veces, hasta que encontró una
dentadura adecuada a su boca y comenzó la gesticulación para
comprobar que todo estaba perfecto, luego, se miró en un trozo de
espejo que el vendedor le ofreció, tras lo cual empezaron a regatear
hasta que convinieron un precio que el cliente pagó, marchándose
contento luciendo su nueva dentadura.
Recordando este episodio, me vinieron
a la memoria algunas curiosidades que sobre las dentaduras había
leído y me pareció que quizás, todas juntas, merecieran la pena
ser narradas.
El primer “dentista” que aparece
en la historia era un egipcio que vivió en el siglo XXVIII antes de
nuestra Era y que se llamaba Heriré. Era el jefe de los dentistas
que atendían el palacio del faraón, durante la III Dinastía. Como
es lógico, no era el primero, pues alguien debió enseñarle su
arte, pero si que es el primero que con su nombre figura en los
anales.
Luego, se sabe que los fenicios
trataron de paliar las dificultades que para la alimentación suponía
carecer de dientes y comenzaron a fabricar unas dentaduras en las que
unían dientes de animales con hilos de oro que trataban de sujetar a
alguna pieza dental. Más tarde, los etruscos, pueblo de magníficos
artesanos, construyeron dentaduras con dientes humanos y placas de
oro, como la que se observa en la fotografía, que data de unos
setecientos años antes de nuestra era.
Dentadura
hallada en un enterramiento etrusco
De esa época y posteriores, se han
encontrado cráneos con injertos de dientes de madera de boj, que es
una madera muy densa que no flota en el agua y que una vez seca,
admite una talla miniaturista, por eso, desde la más remota
antigüedad tuvo utilidades domésticas de lo más variada.
El uso de dientes de madera se
extendió por muchos siglos y llegó hasta épocas tan recientes como
el siglo XIX, en donde aparece en bocas tan destacadas como reinas,
reyes e incluso presidentes de repúblicas, como George Washington
que, aquejado desde su juventud de enfermedades de la boca, perdió
todos los dientes, poseyendo hasta ocho dentaduras confeccionadas por
diferentes dentistas-artesanos, el principal de los cuales era un
conocido “odontólogo” llamado John Greenwood, al que se
considera el padre de la odontología americana. Algunas de sus
dentaduras están expuestas en el museo de Odontología de Baltimore,
la capital del estado de Maryland.
Una
de las prótesis de George Washington
Estas prótesis encajaban muy mal y a
pesar de la densidad de las maderas usadas, se impregnaban de restos
alimenticios, lo que hacía necesaria su sustitución cada poco
tiempo y además, para ajustarlas a las encías llevaban unos
resortes que pueden contemplarse en la foto que hacía que algunas
veces saliera disparada de la boca.
Aparte de la confección en madera,
existían otras prótesis que eran mejor aceptadas, para quien
estuviese libre de escrúpulos.
Durante muchos años se habían usado
dientes de animales, así como tallas de marfil o de huesos con la
forma de dientes humanos, los cuales se incrustaban en unos soportes
que a su vez encajaban sobre las encías, pero el resultado no era
demasiado bueno.
Así que a alguien se le ocurrió que
para paliar la falta de dientes en las personas, lo mejor era usar
dientes de otro y de esa forma se inició un comercio en el que
muchos, verdaderamente necesitados, aceptaban sufrir la extracción
de algunos de sus dientes a cambio de sustanciosas sumas de dinero.
Otros, menos escrupulosos aún, se dedicaron a saquear tumbas y
robar los dientes de los cadáveres, a la vez que los verdugos y
carceleros, sacaban los dientes de los ajusticiados o muertos en
prisión que vendían a los fabricantes de prótesis.
Pero esta práctica trajo lamentables
consecuencias pues fue un vehículo transmisor de enfermedades
mortales, como la sífilis y la tuberculosis, además de un sin
número de afecciones de la boca.
Además, el estrato social del que
aquellos dientes procedían no era el más adecuado, pues se trataba
de personas de dudosa higiene y salud y las piezas dentarias sufrían
aquellas consecuencias.
Tras el descubrimiento de América, el
problema de las dentaduras europeas se había multiplicado al
iniciarse el consumo de una sustancia hasta ese momento desconocida,
el azúcar de caña. Como todo el mundo conoce, el azúcar es enemigo
mortal del esmalte dental y más tarde o más temprano acaba con las
dentaduras. Eso, unido a la escasa higiene, hizo que más de un
quince por ciento de la población europea tuviese graves problemas
de pérdidas dentarias y casi un diez por ciento carecía en absoluto
de dientes. Y lo que era más significativo, su incidencia era mayor
en las clases socialmente elevadas, lo que producía una demanda
capaz de satisfacer los costos.
Ni los patíbulos, ni las cárceles,
ni siquiera las compras, daban para abastecer al mercado que
demandaba dientes humanos para sustituir a los que ya la naturaleza
no les daba por tercera vez y así nació un negocio también muy
peculiar.
Es más que probable que existiera
desde tiempo atrás, pero hubo un momento en el que despuntó con
tremenda fuerza. El negocio consistía en seguir a los ejércitos en
sus campañas guerreras para extraer los dientes de los soldados
muertos en el campo de batalla. Éstos eran individuos jóvenes,
normalmente saludables y, además de ofrecer unas piezas sanas, no
pedían nada a cambio.
Tras la batalla de Waterloo, en la que
fue derrotado Napoleón por las tropas de la alianza formada por Gran
Bretaña, Holanda y Prusia, una legión de saqueadores se desparramó
por el campo de batalla para extraer los dientes de los cincuenta mil
soldados que murieron aquel sangriento día.
Tantos dientes y muelas se extrajeron
que desde entonces, en algunos países como el Reino Unido, se
conoce a las dentaduras postizas como “Dientes de Waterloo”, con
el que se denominaba a las dentaduras confeccionadas con dientes de
jóvenes en perfecto estado de conservación, que en principio
provenían de los muertos en la famosa batalla, pero luego se empezó
a aplicar a cualquier dentadura que luciera esas características.
La demanda de dientes era tal que al
terminar las guerras europeas contra Napoleón, el negocio se
resintió, pero fue sustituido por los dientes obtenidos en la Guerra
Civil Americana y luego en otras contiendas.
Pero era evidente que muchas economías
no podían soportar los costes de aquellas prótesis y, además,
había personas que no soportaban el llevar en su boca dientes que
hubieran pertenecido a otros, y así, se siguieron fabricando
dentaduras de madera, más barata y resistentes que las
confeccionadas con porcelana que desde 1774 se empezaron a construir,
aunque eran de un material muy frágil que tendía a romperse en los
mas inoportunos momentos. Hasta que en 1839 se descubre la goma
vulcanizada, no se da un verdadero impulso a la odontología.
Este descubrimiento, que se atribuye a
Charles Goodyear (¿suena a la marca de unos neumáticos?), fue un
claro ejemplo de serendipia, cosas que se descubren por casualidad, y
sucedió cuando al tal Goodyear se le cayó en una estufa, un
recipiente con caucho y un paquete con azufre. La mezcla, en aquel
caso accidental, del caucho con el azufre, existiendo de por medio
una fuente de calor, hace endurecerse la goma hasta extremos
insospechados y produciendo un compuesto que tiene miles de
aplicaciones en la actualidad, en donde el caucho, procedente del
látex extraído de diversos árboles, adquiere texturas, durezas o
elasticidades bien distintas.
Con la vulcanización se permitía
hacer moldes a la medida exacta del paciente y luego incrustar las
piezas, unas veces auténticas y otras talladas en la propia goma
vulcanizada, hasta conseguir la perfección. Así se olvidaron los
dientes de Waterloo, los de madera y todos los artilugios que se
hubieron de usar hasta ese momento, pero no nos olvidemos del
principio de esta historia. Aún hay mucha gente en el mundo que no
tiene acceso a lo más imprescindible: la herramienta que nos sirve
para alimentarnos.
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