Publicado el 27 de noviembre de 2011
Conocer cuando se formó de La Tierra
fue algo que obsesionó al ser humano desde siempre. Pero no es sino
a partir de la Edad Media y usando como única fuente de información
a la Biblia, que algunos eruditos trataron de establecer lo que
consideraban la verdadera edad de nuestro planeta.
El primero fue un ingles llamado John
Lightfoot, todo un personaje en la erudición de la época que en
1644 calculó que La Tierra se comenzó a crear a las nueve de la
mañana del 17 de septiembre de 3928, antes de Cristo. Años más
tarde, en 1650, James Ussher, arzobispo anglicano, publicó un libro
llamado Anales del Viejo Testamento, en donde estableció que La
Tierra empezó a formarse a mediodía del domingo, 23 de octubre de
4004 A.C. Hoy, estas aseveraciones, tan categóricas como
desorientadas, nos producen risa.
Con el procedimiento usado que no era
otro que una exhaustiva interpretación de la Sagrada Escritura, es
imposible conseguir una datación ni siquiera aproximada, salvo que
la impulse la fe. Hasta el siglo XX no se ha podido determinar la
edad que aparentemente tiene el Planeta, usando métodos de datación
científicos, como el Carbono 14, o el Potasio 40. Con estos
procedimientos se ha calculado que la verdadera edad de la Tierra
está alrededor de los 4.000 millones de años, pero que podrían ser
muchos más.
Muy pocos años después de que los
dos bienintencionados eruditos pusieran aquellas fechas de nacimiento
tan extravagantes, apareció una persona de extraordinaria
inteligencia que inició, de una manera científica, aunque apoyada
en los escasos conocimientos de aquella época, a centrar realmente
el problema. Se llamaba Niels Steensen, aunque resulta algo más
familiar por su nombre latinizado, tal como era costumbre en la
época: Nicolaus Stenonius, conocido como Steno. Había nacido en
Copenhague el diez de enero de 1638, hijo de un pastor luterano que
le proporcionó una espléndida educación que le compensara de sus
deficiencias física, pues era un niño enfermizo. Con dieciocho año
ingresó en la universidad de su ciudad para estudiar medicina. Fue
su preceptor el célebre anatomista Bartholin, descubridor del
sistema linfático y que puso a su discípulo en el camino de la
anatomía.
Pero no era sólo la medicina el campo
en el que destacaría como científico y a pesar de haber descubierto
la glándula parótida, elaboradora de saliva, cuyo conducto lleva su
nombre, el funcionamiento de los músculos y del corazón, pronto
abandonó aquella disciplina de la que pensaba que la mayoría de los
tratamientos que se aplicaban a la curación de las enfermedades era
peor que inútiles y así, en 1655 se trasladó a Florencia,
acogiéndose a la protección del Gran Duque Fernando II de Médicis
que estaba formando la primera academia experimental que se creó en
el mundo.
Un suceso accidental, cambió
radicalmente su rumbo científico. Dos pescadores de Livorno
capturaron un enorme tiburón y Steno mostró su interés en
diseccionarlo, por lo que el gran Duque ordenó que le fuese enviada
la cabeza, en la que el científico trabajó, encontrándose con la
curiosa circunstancia de que los dientes eran exactamente iguales a
unas piedras conocidas como “lenguas de piedra” que abundaban en
algunos yacimientos de fósiles y de las que en la Isla de Malta se
habían encontrado en grandes cantidades. Surgía para él un dilema
que hasta el momento no se había planteado y era la aparición de
fósiles marinos en lugares donde no existía rastro alguno de mares
y más extraño aún, que fuera en la cima de montañas donde
aparecieran restos que debían haber estado en el fondo del mar. En
1667 publicó un trabajo sobre la disección de la cabeza del tiburón
en el que incluía el dibujo que se muestra en la fotografía.
Pero si el mundo tenía algo más de
cinco mil años y según la misma fuente, había permanecido
inalterable desde su creación, cómo era posible que un fondo marino
se convirtiera en la cima de una montaña, o que en el interior de
una roca apareciera una concha o una lengua de piedra. La doctrina de
Aristóteles, según la cual las conchas marinas crecían tanto en el
mar como en la tierra o la explicación del Diluvio Universal, eran
los únicos argumentos capaces de sustentar aquella extraña
circunstancia.
Cabeza
de tiburón conocida como “Stenoshark”
Durante los años siguientes, Steno se
dedicó a examinar estratos y lechos rocosos, buscando una
explicación a la existencia de tal número de fósiles marinos y de
la presencia de rocas de determinadas características en el interior
de otras rocas completamente distintas. Sus conclusiones las publicó
en un libro de larguísimo título en latín que es conocido como “De
Sólido”, las dos primeras palabras del título y también “El
Pródromo”, la última, y que es el primer tratado sobre geología
que se conoce y en el que explica de manera razonada las diferencias
que existen entre los sólidos inorgánicos y los orgánicos y la
forma en la que conchas o huesos, depositados en sedimentos blandos,
acaban convirtiéndose en roca sedimentaria, concepto que introdujo
el propio Steno y que se sigue usando.
Pensando que todas las rocas habían
sido antes materia sedimentada en un fluido, formuló la teoría de
la formación horizontal de los yacimientos fósiles y que cualquier
inclinación era posterior a la formación del yacimiento.
Sugirió que enormes cataclismos
actuaron sobre la corteza terrestres a lo largo de siglos,
convirtiendo los fondos marinos en cimas montañosas en donde las
capas de fósiles guardaban una cronología, correspondiendo las más
superficiales, con las más jóvenes y efectuando unas correlaciones
sobre identidades de capas halladas en lugares distintos. Estas
teorías, vigentes en la actualidad, se conocen como Principio de la
Superposición de Steno y servirían de apoyo inicial para
desarrollar toda una técnica destinada a conocer la verdadera
antigüedad de nuestro Planeta.
Lamentablemente, unos años después,
abandonó totalmente la vida científica. En 1667, abjuró de la
religión luterana y convirtiéndose al catolicismo, fue ordenado
sacerdote en 1675 y pocos años después, nombrado arzobispo de la
ciudad alemana de Münster. Murió en 1686 consumido por las enormes
privaciones que imponía a su cuerpo. Sus restos descansan en la
Basílica de San Lorenzo, en Florencia. El veintitrés de octubre de
1988 fue beatificado por el Papa Juan Pablo II, convirtiéndose en el
único científico que ha alcanzado ese rango.
Con su deserción de la actividad
científica, el avance de la geología sufrió un parón
considerable, pues aún cuando las descabelladas ideas que sobre la
edad del planeta habían establecido los clérigos, mucha gente creía
ciegamente en ellas, disuadiendo, a quien quisiera atreverse por
aquel camino, de perseverar en el estudio de la corteza terrestre.
Así permanecieron las cosas por
espacio de varios años hasta que apareció la persona que realmente
dio el impulso necesario a esa ciencia. Se llamaba James Hutton y
nació en 1726 en la ciudad escocesa de Edimburgo. Lo mismo que
Steno, sus primeros pasos estuvieron dirigidos hacia la medicina,
ciencia que nunca ejerció, pero sí la química que aprendió
durante la carrera y que le permitió descubrir un procedimiento para
obtener el cloruro de amonio, una sal imprescindible en la industria
del algodón, lo que le reportó tales beneficios económicos que le
permitió retirarse a estudiar geología que era lo que
verdaderamente le apasionaba.
Contra las corrientes imperantes en el
momento, último tercio del siglo XVIII, Hutton se sorprendía que
existieran valles y cañones erosionados por el agua y el viento en
los seis mil años de existencia de la Tierra, mientras que algunas
construcciones egipcias o romanas, apenas presentaban desgastes,
cuando eran solamente la mitad o un tercio más jóvenes.
John
Hutton 1726-1797
Con el resultado de sus estudios y sus
experiencias, estableció que las erosiones del agua, los vientos y
otros cataclismos, que apreciamos en nuestros días, son las mismas
que han venido modificando la estructura de la corteza terrestre, lo
que implicaba que la edad de la Tierra tenía que ser notablemente
mayor que lo que propugnaba la Iglesia a través de sus
representantes.
En 1785 expuso sus conclusiones en una
obra titulada Teoría de la Tierra, pero se encontró con un problema
que no pudo resolver y es que su prosa era tan farragosa, su
exposición tan confusa, tan pésimo su sintaxis, que la obra se
convirtió en un indescifrable jeroglífico que casi nadie entendió.
Cinco años después de su muerte, en
1802, el que había sido su amigo, John Playfair, refundió toda la
obra, la redactó de nuevo y la dio a conocer con el nombre de
Ilustraciones de la teoría Huttoniana de la Tierra, consiguiendo el
reconocimiento mundial del que, después de Steno, sería considerado
el padre de la Geología moderna.
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