lunes, 1 de abril de 2013

LA EDAD DE LA TIERRA

Publicado el  27 de noviembre de 2011




Conocer cuando se formó de La Tierra fue algo que obsesionó al ser humano desde siempre. Pero no es sino a partir de la Edad Media y usando como única fuente de información a la Biblia, que algunos eruditos trataron de establecer lo que consideraban la verdadera edad de nuestro planeta.
El primero fue un ingles llamado John Lightfoot, todo un personaje en la erudición de la época que en 1644 calculó que La Tierra se comenzó a crear a las nueve de la mañana del 17 de septiembre de 3928, antes de Cristo. Años más tarde, en 1650, James Ussher, arzobispo anglicano, publicó un libro llamado Anales del Viejo Testamento, en donde estableció que La Tierra empezó a formarse a mediodía del domingo, 23 de octubre de 4004 A.C. Hoy, estas aseveraciones, tan categóricas como desorientadas, nos producen risa.
Con el procedimiento usado que no era otro que una exhaustiva interpretación de la Sagrada Escritura, es imposible conseguir una datación ni siquiera aproximada, salvo que la impulse la fe. Hasta el siglo XX no se ha podido determinar la edad que aparentemente tiene el Planeta, usando métodos de datación científicos, como el Carbono 14, o el Potasio 40. Con estos procedimientos se ha calculado que la verdadera edad de la Tierra está alrededor de los 4.000 millones de años, pero que podrían ser muchos más.
Muy pocos años después de que los dos bienintencionados eruditos pusieran aquellas fechas de nacimiento tan extravagantes, apareció una persona de extraordinaria inteligencia que inició, de una manera científica, aunque apoyada en los escasos conocimientos de aquella época, a centrar realmente el problema. Se llamaba Niels Steensen, aunque resulta algo más familiar por su nombre latinizado, tal como era costumbre en la época: Nicolaus Stenonius, conocido como Steno. Había nacido en Copenhague el diez de enero de 1638, hijo de un pastor luterano que le proporcionó una espléndida educación que le compensara de sus deficiencias física, pues era un niño enfermizo. Con dieciocho año ingresó en la universidad de su ciudad para estudiar medicina. Fue su preceptor el célebre anatomista Bartholin, descubridor del sistema linfático y que puso a su discípulo en el camino de la anatomía.
Pero no era sólo la medicina el campo en el que destacaría como científico y a pesar de haber descubierto la glándula parótida, elaboradora de saliva, cuyo conducto lleva su nombre, el funcionamiento de los músculos y del corazón, pronto abandonó aquella disciplina de la que pensaba que la mayoría de los tratamientos que se aplicaban a la curación de las enfermedades era peor que inútiles y así, en 1655 se trasladó a Florencia, acogiéndose a la protección del Gran Duque Fernando II de Médicis que estaba formando la primera academia experimental que se creó en el mundo.
Un suceso accidental, cambió radicalmente su rumbo científico. Dos pescadores de Livorno capturaron un enorme tiburón y Steno mostró su interés en diseccionarlo, por lo que el gran Duque ordenó que le fuese enviada la cabeza, en la que el científico trabajó, encontrándose con la curiosa circunstancia de que los dientes eran exactamente iguales a unas piedras conocidas como “lenguas de piedra” que abundaban en algunos yacimientos de fósiles y de las que en la Isla de Malta se habían encontrado en grandes cantidades. Surgía para él un dilema que hasta el momento no se había planteado y era la aparición de fósiles marinos en lugares donde no existía rastro alguno de mares y más extraño aún, que fuera en la cima de montañas donde aparecieran restos que debían haber estado en el fondo del mar. En 1667 publicó un trabajo sobre la disección de la cabeza del tiburón en el que incluía el dibujo que se muestra en la fotografía.
Pero si el mundo tenía algo más de cinco mil años y según la misma fuente, había permanecido inalterable desde su creación, cómo era posible que un fondo marino se convirtiera en la cima de una montaña, o que en el interior de una roca apareciera una concha o una lengua de piedra. La doctrina de Aristóteles, según la cual las conchas marinas crecían tanto en el mar como en la tierra o la explicación del Diluvio Universal, eran los únicos argumentos capaces de sustentar aquella extraña circunstancia.

Cabeza de tiburón conocida como “Stenoshark”

Durante los años siguientes, Steno se dedicó a examinar estratos y lechos rocosos, buscando una explicación a la existencia de tal número de fósiles marinos y de la presencia de rocas de determinadas características en el interior de otras rocas completamente distintas. Sus conclusiones las publicó en un libro de larguísimo título en latín que es conocido como “De Sólido”, las dos primeras palabras del título y también “El Pródromo”, la última, y que es el primer tratado sobre geología que se conoce y en el que explica de manera razonada las diferencias que existen entre los sólidos inorgánicos y los orgánicos y la forma en la que conchas o huesos, depositados en sedimentos blandos, acaban convirtiéndose en roca sedimentaria, concepto que introdujo el propio Steno y que se sigue usando.
Pensando que todas las rocas habían sido antes materia sedimentada en un fluido, formuló la teoría de la formación horizontal de los yacimientos fósiles y que cualquier inclinación era posterior a la formación del yacimiento.
Sugirió que enormes cataclismos actuaron sobre la corteza terrestres a lo largo de siglos, convirtiendo los fondos marinos en cimas montañosas en donde las capas de fósiles guardaban una cronología, correspondiendo las más superficiales, con las más jóvenes y efectuando unas correlaciones sobre identidades de capas halladas en lugares distintos. Estas teorías, vigentes en la actualidad, se conocen como Principio de la Superposición de Steno y servirían de apoyo inicial para desarrollar toda una técnica destinada a conocer la verdadera antigüedad de nuestro Planeta.
Lamentablemente, unos años después, abandonó totalmente la vida científica. En 1667, abjuró de la religión luterana y convirtiéndose al catolicismo, fue ordenado sacerdote en 1675 y pocos años después, nombrado arzobispo de la ciudad alemana de Münster. Murió en 1686 consumido por las enormes privaciones que imponía a su cuerpo. Sus restos descansan en la Basílica de San Lorenzo, en Florencia. El veintitrés de octubre de 1988 fue beatificado por el Papa Juan Pablo II, convirtiéndose en el único científico que ha alcanzado ese rango.
Con su deserción de la actividad científica, el avance de la geología sufrió un parón considerable, pues aún cuando las descabelladas ideas que sobre la edad del planeta habían establecido los clérigos, mucha gente creía ciegamente en ellas, disuadiendo, a quien quisiera atreverse por aquel camino, de perseverar en el estudio de la corteza terrestre.
Así permanecieron las cosas por espacio de varios años hasta que apareció la persona que realmente dio el impulso necesario a esa ciencia. Se llamaba James Hutton y nació en 1726 en la ciudad escocesa de Edimburgo. Lo mismo que Steno, sus primeros pasos estuvieron dirigidos hacia la medicina, ciencia que nunca ejerció, pero sí la química que aprendió durante la carrera y que le permitió descubrir un procedimiento para obtener el cloruro de amonio, una sal imprescindible en la industria del algodón, lo que le reportó tales beneficios económicos que le permitió retirarse a estudiar geología que era lo que verdaderamente le apasionaba.
Contra las corrientes imperantes en el momento, último tercio del siglo XVIII, Hutton se sorprendía que existieran valles y cañones erosionados por el agua y el viento en los seis mil años de existencia de la Tierra, mientras que algunas construcciones egipcias o romanas, apenas presentaban desgastes, cuando eran solamente la mitad o un tercio más jóvenes.

John Hutton 1726-1797

Con el resultado de sus estudios y sus experiencias, estableció que las erosiones del agua, los vientos y otros cataclismos, que apreciamos en nuestros días, son las mismas que han venido modificando la estructura de la corteza terrestre, lo que implicaba que la edad de la Tierra tenía que ser notablemente mayor que lo que propugnaba la Iglesia a través de sus representantes.
En 1785 expuso sus conclusiones en una obra titulada Teoría de la Tierra, pero se encontró con un problema que no pudo resolver y es que su prosa era tan farragosa, su exposición tan confusa, tan pésimo su sintaxis, que la obra se convirtió en un indescifrable jeroglífico que casi nadie entendió.
Cinco años después de su muerte, en 1802, el que había sido su amigo, John Playfair, refundió toda la obra, la redactó de nuevo y la dio a conocer con el nombre de Ilustraciones de la teoría Huttoniana de la Tierra, consiguiendo el reconocimiento mundial del que, después de Steno, sería considerado el padre de la Geología moderna. 

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