Desde la más remota antigüedad el
hombre se ha esmerado en hacer creer que existen los paraísos
perdidos, las tierras remotas, los valles ocultos y, sobre todo, las
islas ignotas.
La Atlántida es la más famosa de
todas las leyendas, pero no es la única. La situó Platón en los
confines de las columnas de Hércules, es decir, del Estrecho de
Gibraltar, precisamente porque allí se terminaba el mar conocido.
Por circunstancias geográficas que todos conocemos, el Mare Nostrum
de los antiguos romanos y antes de griegos y fenicios, se acababa
abruptamente en las costas de Hispania. Más allá todo eran
penumbras, el mar tenebroso.
Pasaron los años y la expansión
naval de la Península Ibérica, nos lleva al descubrimiento de
nuevas tierras: islas como las Canarias y continentes enteros como
África y América. Pero la imaginación popular no cesa y allá
donde hay algo, se quiere ver más y a las siete islas del
archipiélago canario, se añade una octava isla que, como un
capricho de la naturaleza, aparece y desaparece al oeste de la isla
del Hierro.
Es la misteriosa isla de San Brandán,
o San Borondón, así llamada en homenaje a un monje irlandés que en
el siglo VI sentía tal necesidad de extender la palabra de Dios, que
no dudó en construir una embarcación con cuero calafateado y
hacerse a la mar con unos compañeros. Dice la leyenda que
desembarcaron en una isla con árboles, animales y toda clase de
vegetación, en la que dijeron misa, acabada la cual, la isla empezó
a moverse, pues no era tierra firme sino un enorme animal marino.
Poco creíble, pero forma parte de la
cultura que, en cierto momento, imperó en la vieja Europa y que
acompañó a muchos otros monjes que se internaron en el Mar del
Norte, llegando hasta las Islas Feroes y Groenlandia.
Pues bien, la isla de San Borondón
apareció también a muchos miles de millas al sur, frente al
archipiélago de las Afortunadas y allí se cimentó en la tradición
popular, tanto que su supuesta existencia requirió la intervención
de nuestro más culto e ilustrado compatriota: el Padre Feijoo.
Perteneciente a la orden de los
benedictinos, con su Teatro Crítico Universal y Cartas Eruditas y
Curiosas, fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, dejó bien
sentado hasta donde llegaban sus conocimientos y su erudición
entrando a estudiar infinidad de asuntos que fueran materia de
controversia o preocupación en su época, siglos XVII y XVIII.
Sobre la mencionada isla
que aparece y desaparece, trata el discurso X del Tomo IV de la obra
El Teatro Crítico Universal. En este discurso da toda suerte de
información sobre personas, expediciones y demás empeños en
descubrir aquella isla envuelta en brumas, rodeada de un peligroso
mar y que para desesperación de los aguerridos navegantes que se
acercaban a ella, desaparecía cuando la tenían próxima.
Pone en duda el erudito la existencia
de aquella isla que unos autores colocan a cien leguas de distancia y
otros a solamente quince, lo que ya le hace desconfiar de la
fiabilidad de los datos y alude a la fantasía de las personas
queriendo ver lo que no es realmente. Luego cita un caso constatado
desde la antigüedad más remota, como es el fenómeno conocido como
Fata Morgana o simplemente La Morgana, fenómeno óptico que se da en
algunos lugares de las costas y que el más famoso es el que ocurre
en el estrecho de Mesina, entre Sicilia y la ciudad de Reggio
Calabria, en el sur de Italia.
Con su docta sapiencia, para aquellos
tiempos, el erudito explica que se debe dicho fenómeno a lo que él
llama una nube especular, es decir, una especie de espejo que refleja
una imagen producida en otro lugar. Efectivamente, en la actualidad
se denomina espejismo a este fenómeno en el que intervienen
sucesivas capas de aire frío y caliente que se embolsan formando una
especie de lente que refleja las imágenes.
Y el mayor espejismo y el que durante
más tiempo ha tenido ilusionado a los exploradores europeos y
norteamericanos, ha sido sin duda el que da título a este artículo:
La Tierra de Crocker.
Todo empezó en el año 1818 cuando la
expedición del capitán británico John Ross buscaba el llamado Paso
del Noroeste, el mítico Estrecho de Anián, del que los chinos ya
habían hablado a Marco Polo y que debía unir, por encima de las
frías tierras de Canadá, los dos inmensos océanos: Pacífico y
Atlántico.
La expedición estaba compuesta por
dos barcos de unas trescientas toneladas cada uno, el Isabelle,
capitaneado por Ross y el Alexander, algo más pequeño y bastante
más lento, que manda otro marino británico llamado Parry.
El Isabelle, más rápido, iba delante
en aquel mar helado al oeste de Groenlandia, adentrándose en un
océano que con islas y enormes trozos de hielo a la deriva, les iba
cerrando el paso, hasta que tuvieron que dar la vuelta, pues ante sus
ojos apareció una cadena montañosa que se eternizaba de norte a sur
en el horizonte, frente a él.
Llamó a aquellas montanas la “Tierra
de Crocker” en honor del primer secretario del Almirantazgo
Británico. Su compañero, el capitán Parry no había observado
aquellas montañas, pues su buque se había quedado atrás cuando fue
encontrado por Ross en su viaje de vuelta.
Los dos barcos volvieron a Inglaterra
antes de que el invierno ártico los atrapase. La disensión entre
ambos capitanes y el hecho constatado de no haber hallado el famoso
Paso, perjudicó considerablemente a Ross, pero sobre todo fue muy
criticado por un científico que iba a bordo llamado Edward Sabine,
el cual declaró que cuando todo estaba en el mejor momento para
realizar los experimentos que se proponía llevar a cabo, el capitán
Ross decidió dar la vuelta, dejando en entredicho la capacidad del
capitán para una operación de tanta envergadura.
Diez años después y para lavar su
reputación, Ross convenció a un amigo, multimillonario magnate del
whisky, para que financiara una nueva expedición que partió en 1829
y tardó cuatro años en volver, sin haber encontrado el famoso Paso
y sin haber descubierto y explorado la que él mismo llamó Tierra de
Crocker.
A pesar de ese relativo fracaso, fue
condecorado a su regreso a Inglaterra y nombrado Caballero de la
Orden del Baño, una de las más prestigiosas órdenes militares
británicas.
Hubieron de pasar casi ochenta años,
cuando un explorador norteamericano llamado Robert Peary, volvió a
divisar la Tierra de Crocker que le cerraba el paso entre los océanos
Atlántico y Pacífico.
Perfectamente pertrechado, con trineos
tirado por perros, ayudado por varios “inuit”, los habitantes
esquimales del norte de Canadá, emprendió una expedición hacia
aquellos mares helados.
Tras muchas penalidades, cierto día
se presentó ante sus ojos la Tierra de Crocker y, a pesar de que los
nativos le decían que aquellas montañas, aquellos verdes valles, de
suaves colinas, no existían, Peary se lanzó tras aquella visión,
comprobando que conforme se acercaba, aquella tierra se alejaba y que
a su alrededor no había más que un inmenso mar helado.
Concluyó que se trataba de un
espejismo como muchos otros fenómenos que ya estaban estudiados en
diversas partes del mundo y que antes se han referido, pero éste de
una magnitud tal y de una claridad que hacía casi impensable no
creer en lo que se estaba viendo.
Este mismo aventurero se atribuyó en
1909 el haber llegado hasta el Polo Norte, siendo la primera persona
que lo pisaba, aunque posteriormente sus descubrimientos han sido
puestos en tela de juicio y en la actualidad se está convencido de
que no llegó al Polo, aunque puede que estuviera relativamente
cerca.
Robert
Peary en una expedición al Ártico
La última manifestación de
espejismos, como el de la Tierra de Crocker, tuvo lugar recientemente
en China, en donde, por cierto, suelen producirse muchos fenómenos
de estas características.
En mayo de 2006, una agencia oficial
de prensa china, informó que en la Costa Este, frente a la ciudad de
Peng-lai y durante más de cuatro horas, pudo verse, sobre el mar,
una ciudad con grandes edificios, calles, plazas, coches circulando e
incluso personas.
Que se llegue a
tantos detalles es poco creíble, pero investigando en el fenómeno
de los espejismos, se puede comprobar que en la zona de esta ciudad
china, así como en el Estrecho de Mesina, o en el Ártico, son
comunes estas ilusiones ópticas, que incluso pueden llegar a ser
fotografiados, como la descrita en último lugar.
Foto
publicada en prensa del espejismo de Peng-lai en 2006
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