Publicado el 20 de noviembre de 2011
Otra mujer, protagonista de la
Historia, de entre las muchas que dieron estas tierras, aunque en
nada similar a la que tuvimos ocasión de conocer en anteriores
artículos, también vivió en Andalucía y más concretamente en el
típico barrio de Santa Cruz, de la ciudad de Sevilla.
Con ella y con su familia se pueden
hacer algunas constataciones sobre hechos y circunstancias que han
permanecido inalterables a lo largo de los tiempos; voy a tratar de
explicarlo.
Desde que en el año 70 de nuestra
Era, el general romano Tito, antes de ser emperador, destruyese por
segunda vez el templo de Jerusalén y ordenase la diáspora del
pueblo judío, éstos se dispersaron y se asentaron por toda Europa,
siendo España uno de los países en donde hubo mayor asentamiento.
Muy pronto, la laboriosidad de este
pueblo en determinadas materias, lo hicieron salir del estado de
postración posterior a la salida de su tierra y la banca, así como
buena parte del comercio en general, estuvo en manos de aquellos
exilados que, ciertamente, se integraban poco y mal en los pueblos y
las culturas que los acogieron.
Nunca abandonaron su fe, su lengua y
sus costumbres, rodeándose todos para vivir en barrios llamados
juderías, de donde casi no les era necesario salir.
Pasados los años y los siglos, las
cosas seguían igual en cuanto a sus costumbres, pero se había
producido una circunstancia excepcional que hacía a aquella gente
sumamente peligrosa para los estados y es que todo el poder económico
de los principales países europeos estaban en manos de los judíos,
que a la sombra, eran el verdadero poder económico de los gobiernos,
a los que prestaban dinero con intereses usurarios.
Eso y la afrenta que para los
cristianos de aquellos tiempo de fanatismo religioso, más impuesto
por la Iglesia y vigilado por la Inquisición que como verdadera
expresión de su fe, suponía tener que convivir con los
descendientes del pueblo que había sacrificado al Hijo de Dios,
produjeron situaciones muy delicadas, hasta el extremo de que en
1492, recién terminada la Reconquista, se decidió la expulsión de
los que no abandonaran la fe judía y abrazaran la religión
católica.
Pero antes de eso, pasaron muchas
cosas en todas las ciudades importantes de la Península Ibérica y
en Sevilla sucedió algo que pudo cambiar el curso de la historia y
en la que La
Susona
tuvo un papel preponderante.
Su padre, Diego
Susón, era un poderoso
banquero judío de Sevilla, que además de un enorme poder económico,
poseía mucha ascendencia sobre el importante colectivo semita, a la
sazón bastante harto de las constantes vejaciones que habían de
sufrir por parte de los cristianos.
En el mes de marzo de 1391 estalló la
primera explosión de ira de los cristianos contra los judíos,
incitada por las incendiaria prédicas del arcediano de la catedral
de Sevilla, un clérigo natural de Écija llamado Ferrán Martínez.
La plebe, siempre dispuesta a cualquier desmán y con vistas a
obtener sus propios beneficios, se dejó llevar por las soflamas del
clérigo y entraron en la judería saqueando tiendas y negocios y
maltratando a sus moradores, pero la cosa no pasó de ahí, porque
las fuerzas del orden con el Alguacil Mayor a la cabeza acudieron
prestos y apresaron a varios alborotadores, algunos de los cuales
fueron castigados a penas de azotes.
No cesó el clérigo y el seis de
junio del mismo año, incendiados los ánimos de los cristianos
sevillanos, entraron en el barrio de la judería y con el grito de
“muerte a los judíos”, no pararon en robar y saquear, sino que
persiguiendo a los moradores por las estrechas calles de la judería,
mataron a cuatro mil hebreos.
La revuelta se extendió primero por
todas las ciudades importantes de Andalucía, luego por las de
Castilla y por último, llegaron hasta el reino de Aragón y
Cataluña.
Muchos judíos, sin embargo,
consiguieron huir con sus familias y con casi lo puesto y años
después, cuando las cosas parecían más calmadas, regresaron a su
barrio con la intención de restaurar sus viviendas, rehacer sus
vidas y, sobre todo, continuar con sus negocios. Pero, a pesar de las
promesas hechas por las autoridades y por el propio rey, de que sus
vidas y haciendas serían respetadas, los judíos no vivían
tranquilos.
Pasaron los años y ya terminaba el
siglo XV, cuando los Reyes Católicos tenían cercado el reino de
Granada y el final de la Reconquista se contemplaba como posible y
cercano, el banquero Susón
ideó un plan para acabar definitivamente con aquella situación en
la que vivían y lo mismo que ocurrió cuando la invasión musulmana
de 711, que los judíos cansados de las vejaciones de los visigodos
facilitaron la llegada e invasión de los árabes, quería ahora
favorecer el resurgimiento del poder musulmán.
Para ello se reunió con gente muy
importante de todo el reino y se confabularon para yugular la
economía del Estado; debilitarlo hasta el extremo de que no pudiera
mantener el ejército y entonces aflorar dinero a las arcas
mahometanas y propiciar la contratación de mercenarios bereberes y
turcos, para enfrentarse a los ejércitos cristianos.
El plan era mucho más complejo y no
descartaba emplear la violencia en ciudades importantes para hacerse
con el poder fáctico.
La conjura iba viento en popa,
propiciada por los magníficos cauces de comunicación que los
comerciantes y banqueros poseían para sus transacciones económicas
y amparada por el uso de la lengua hebrea que no era comprendida por
los cristianos y sobre todo, por la apariencia de renegados de su
dogma que tanto Susón
como sus demás correligionarios, tenían. Todos ellos eran judíos
conversos que en el fondo seguían practicando su religión, aunque
de forma tan oculta que entre ellos se encontraban personajes de alto
renombre en la sociedad sevillana, como Pedro
Fernández de Benadava, mayordomo de la catedral; Juan Fernández de
Abolafia, letrado y alcalde de Justicia, Adolfo de Triana y muchos
otros.
Tenía Diego
Susón una hija llamada
Susana Ben Susón,
una mujer joven de gran belleza, la cual era consciente del poder que
podría llegar a alcanzar si conseguía un buen matrimonio con algún
joven de la nobleza sevillana y en eso estaba la joven Susana,
a la que llamaban “La
Susona”, en
relaciones con un joven de alto rango dentro la nobleza, cuando tuvo
conocimiento de la trama que su padre tenía urdida.
No sospechando el alcance que su
decisión pudiera tener, ni confiando tampoco en que la conjura que
su padre capitaneaba pudiera llegar a buen puerto, contó a su
enamorado los detalles de aquella traición que los judíos
preparaban, aportando toda suerte de detalles sobre los planes que
pretendían, las personas a las que pensaban asesinar y la forma en
la que se iban a hacer con el control de la ciudad.
El joven enamorado, abrumado por la
gravedad de lo que Susana le había contado, acudió al alcaide de la
ciudad, don Diego de Merlo, al que puso en antecedentes de cuanto
sabía por boca de su novia.
El alcaide inició unas pesquisas que
le condujeron a comprobar que lo que le había contado su confidente
era totalmente cierto y que en la casa de Susón,
se reunían con frecuencia aquellos conspiradores. Y así, una noche,
esperando que estuviesen todos reunidos, con fuerte guardia de
alguaciles y corchetes, se presentó en la casa del banquero, sita en
la calle entonces llamada de la Muerte, en pleno barrio de Santa Cruz
y los prendió a todos.
No suponía quizás La
Susona el alcance de su
delación, ni que a su padre y a todos los conspiradores los fueran a
ajusticiar, pero así fue y tras juicio sumarísimo en el que se
vieron forzados a confesar, todos los conjurados fueron trasladados a
los campos de Tablada, donde se aplicaban las penas de muerte y allí
fueron ejecutados. Sus cadáveres permanecieron expuestos por un año,
como se hacía con los más abyectos criminales.
Cuenta la tradición que, arrepentida
de su acción, repudiada por su gente y abandonada por su amante,
ingresó en un convento de clausura en donde murió, pero lo cierto
es que su cadáver apareció en la casa número 10 de la Calle de la
Muerte y junto a él una nota manuscrita en la que pedía que tras su
muerte le cortasen la cabeza y la clavaran sobre el dintel de la
puerta y permaneciera allí para siempre. A finales del siglo XVIII
se retiró la calavera y se sustituyó por dos azulejos, cambiándose
el nombre de la calle que desde entonces se denomina Susona.
Azulejo
conmemorativo en la calle Susona
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