sábado, 30 de marzo de 2013

DE GEISHA A ODALISCA


Publicado el 18 de octubre de 2009




Hace ya algún tiempo, una ciudadana rusa, una chica muy atractiva por cierto, me contó que durante unos meses estuvo trabajando en Japón como “geisha”. Bueno, eso decía ella y lo mantenía, aunque en realidad no lo era, pero su cometido si que es digno de darse a conocer.
Esta chica fue reclutada en España por algún “ojeador” al servicio de importantes empresas de servicios japonesas. Cuando aceptó las condiciones del contrato, volvió a su Rusia natal y desde allí le prepararon un visado para Japón, en donde permaneció durante varios meses.
En las cláusulas del contrato figuraban dos condiciones: hablar inglés y ser o teñirse de rubia.
El resto del aspecto anatómico se entiende que sería calificado por el propio ojeador, a la hora de ofrecer el contrato.
Una vez en Japón, fueron a esperarla al aeropuerto y la condujeron a Kioto, una ciudad muy importante y con un enorme potencial económico. Allí la alojaron en una casa enorme que al principio le pareció un hotel, un club o algo similar. Luego comprobó lo que realmente era.
Durante varios días una japonesa, vestida con el traje tradicional, le explicó a ella y a otras dos chicas que con ella llegaron, cual sería su cometido.
Y este era bien sencillo: tenían que acompañar a comer a los señores clientes que frecuentaban aquella casa para celebrar comidas de negocios, reuniones de trabajo, celebraciones y todo tipo de “saraos”, en las que el denominador común era la ausencia total de mujeres, salvo las que la casa aportaba en forma de chicas guapas, rubias y absolutamente vestidas de negro.
Nada más. Aunque parezca mentira, no tenían que hacer nada más que contestar si les preguntaban y sentarse a comer con ellos.
¿Pero luego de la comida no había que pasar por otro departamento de la mansión? Sería la pregunta obligada de quien no se puede llagar a creer que haya alguien que sea tan rarito como para pagar para que le acompañen a comer.
¡Pues nada más! Así de claro y así de sencillo, como diría un amigo mío. El trabajo era un verdadero chollo, que no tenía nada más que un inconveniente, pero ¡qué inconveniente! Y es que la mayoría de los días tenía que almorzar dos o tres veces y cenar otras tantas, porque lo que el cliente no soportaba es que le engañaran no comiendo.
Entonces comprendí por qué no soportó aquel trabajo por mucho tiempo, y por qué no lo soportaba casi nadie. ¡Seis comidas al día es más de lo que un estómago puede aguantar!
Como es natural y como ya hicieron los romanos, cuando se despedían de los clientes, todas las chicas marchaban a los servicios a vomitar lo comido, pero esa práctica produce una gravísima enfermedad que se llama bulimia y de la que resulta muy difícil salir.
Así que, después de unos meses comiendo, conversando ligeramente y vomitando a tope, mi amiga se vino para España y dejó a los japoneses sin una linda melenita rubia.
No sé por qué, que siempre hemos asociado a geisha con prostituta de lujo; a acompañante con prostituta de lujo, cuando la realidad es otra. ¡Bueno, sí que lo sé!
Nos lo han presentado así: niñas que desde muy jóvenes eran compradas a sus progenitores y educadas para servir a los señores: muñecas de porcelana maquilladas casi como adefesios, extremadamente prudentes, sumisas, exquisitamente educadas, buenas conversadoras, cantantes, recitadoras, músicos… y aunque cueste creerlo, nada más.
Las geishas son artistas y, además, en un principio, cuando empezaron a surgir como expresión cultural, solían ser hombres, disfrazados y maquillados para parecer mujeres, lo que puede haber influido decisivamente en el excesivo maquillaje que suelen usar.
Su cometido es entretener y deleitar, pero la actividad sexual no entra a formar parte de su cometido, aunque en ocasiones alguna geisha lo haya ejercido. Para esos menesteres están las cortesanas.
Las acompañantes de cenáculos no sé qué nombre usan, pero como las geishas, sólo deleitan al caballero con su presencia y su conversación.
¡Así son los japoneses!

Foto de una geisha

En España está claro que optaríamos por menos invitarlas a comer, menos música y más de lo que hay que hacer.
Pero bueno: para gusto están hechos los colores.
Y hago esta introducción para relacionarla con los harenes que en los países islámicos existieron.
Tenemos del harem el mismo concepto que se tiene de una casa de geisha o de un lupanar: un lugar en donde el señor va a solazarse con sus mujeres; pero la cosa no era así.
Hagamos un ligero paseo por la historia, para centrar el tema.
Lo que hoy es Turquía, fue, tiempo atrás, el Imperio Otomano y más atrás en el tiempo, el Imperio Romano de Bizancio.
Pero siempre fue la parte del imperio más inquieta, más liberal, más avanzada. Quería insistentemente separarse de Roma, tanto en lo terrenal como en lo espiritual.
Lo primero se consigue en el año 395, cuando a la muerte de Teodosio I el Grande, se divide el imperio entre sus hijos Honorio y Arcadio, correspondiendo a éste la parte oriental, con capital en Constantinopla, la antigua Bizancio.
En lo espiritual la cosa fue más compleja y tardó más en producirse.
El primer envite le hace Focio, patriarca de Constantinopla que intenta separar la iglesia Ortodoxa de la Romana, sin que lo llegara a conseguir del todo. Sin embargo, había abierto la brecha para que un par de siglos después, Miguel Cerulario, acabara por lograrlo y desde entonces, Iglesia Ortodoxa y Cristiana, andan cada una por su lado.
El imperio de Occidente sucumbe ante Odoacro, rey de los Hérulos, en 476 y el de Oriente lo hace ante Mehmed II, sultán del Imperio Otomano, el veintinueve de mayo de 1453.
Desde ese momento Mehmed II fija su residencia en Constantinopla, que cambia su nombre por el de Istambul y comienza en breve la construcción de un palacio digno del sultán más poderoso del momento, el Palacio de Topkapi, en la cumbre del cerro del Serrallo.
Desde 1465 hasta 1853, Topkapi fue la residencia imperial.
Para nosotros Topkapi tiene el regusto dulce de una magnífica película con un reparto excepcional: Melina Mercouri, Peter Ustinov, Maximilian Schell, Akim Tamiroff… Película que trata del arriesgado robo en el interior del Palacio-Museo de Topkapi, en el que los ladrones se descuelgan acrobáticamente desde el techo y consiguen dar el cambiazo a una daga que un personaje, encerrado en una urna de cristal, luce en el pecho. Pero al salir, después de que todo haya funcionado a la perfección, un pájaro se introduce por la claraboya desde la que se han descolgado y hace saltar la alarma.


Azoteas del Palacio Topkapi

Acabada la Primera Guerra Mundial, Turquía sufre varias convulsiones políticas, hasta que el Parlamento Turco, el día 1 de noviembre de 1922, abolió definitivamente el Sultanato y se creó la República de Turquía.
Desde poco tiempo después, Estambul fue cediendo ante la presión que ejercía la nueva capital del país, Ankara, en la parte asiática y, poco a poco, fue sucumbiendo. Sin embargo, su patrimonio cultural la hicieron renacer y una parte muy importante de ese resurgir ha sido el Museo Topkapi, que abrió sus puertas en 1929.
Sobre el palacio del Serrallo, se asienta el monumental museo, hoy el más importante del país, antes el palacio más lujoso y el mayor y más famoso harem del Islam.
Y a esta faceta de aquel famoso palacio es a donde quería llegar.
Cuentan las crónicas que las “odaliscas” del harem de Topkapi eran las mujeres mas hermosas del Imperio Otomano. Todas procedían de los distintos rincones del Imperio y su denominador común eran la belleza y la inteligencia.
Odalisca” es ya palabra en desuso y procede del turco “odalik” que significa mujer de cámara, lo que viene a ser una criada del harem y que, al contrario de lo que se pueda pensar, no tenían ningún trato carnal con el sultán.
Solamente alguna de estas odaliscas cuya belleza y talento destacaban entre tanta mujer bella, era considerada concubina en potencia y entonces, como a las geishas, se las educaba y preparaba, por si algún día el amo ponía sus ojos en ellas.
Aprendían a recitar, a tocar instrumentos, danzar y otras artes para deleite del señor. El resto de las mujeres se destinaban a la “Oda”, la Cámara, de alguna otra mujer importante de la corte.
Siguiendo a modernos historiadores que han profundizado en la vida de la corte del sultanato Otomano, se puede asegurar que no es cierto que durante cuatrocientos años, los sucesivos sultanes turcos hubieran tenido un harem en el que refocilarse con centenares de bellas jovencitas traídas de los mas distantes rincones del imperio. Pero el tirón mediático ya funcionaba en siglos pasados y numerosos pintores se recrearon pintando el harem de Topkapi, con mujeres semidesnudas en evocadoras posturas, haciendo del palacio del Serrallo, un templo del erotismo.

La Terraza del Serrallo de Gèrome

El harem era la zona en el que vivían las mujeres de palacio, la familia real femenina y todas sus sirvientas. Un lugar prohibido para los hombre, excepto los eunucos y en el que las esposas reales, no más de cuatro o cinco, convivían en paz y armonía, cuidando a sus hijos y cuidadas por las odaliscas, cada una de ellas en lo que actualmente podríamos decir que era un apartamento.
Como una ciudad dentro del palacio, el harem tenía su intendencia, su administración, sus cocinas y sus servicios. Sus mujeres no salían jamás de las dependencias, ningún hombre penetraba en ellas, salvo el sultán, lógicamente, pero no había situación de secuestro ni de falta de libertad.
Es más, en alguna ocasión histórica, se ha presentado el harem como un verdadero grupo de presión.
Ha sido la mentalidad occidental, la que ha producido el equívoco cuando se ha querido asimilar harem con lupanar, hasta el punto de que el lugar sobre el que se construye el Palacio Topkapi, conocido como El Serrallo, da nombre en nuestra cultura a lugares de lenocinio.
Así, el diccionario de María Moliner dice que Serrallo es el lugar de la vivienda musulmana en el que se tienen a las mujeres y concubinas. Y una segunda acepción dice: se aplica a cualquier lugar de libertinaje sexual.
Pero no es cierto.

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