domingo, 31 de marzo de 2013

LA ALMIRANTA


Publicado el 12 de septiembre de 2010



De todos los virreyes del Perú fue, sin lugar a dudas, don Francisco de Toledo, quinto Virrey, el más organizador, la cabeza mejor preparada y el más interesado en legislar. Fue su preocupación principal encontrar una justificación moral que diese cobertura a la conquista española del Imperio Inca y la encontró en la crueldad con que los incas habían ocupado aquellas tierras que en principio no le pertenecían.
Para dar forma legal a esa débil justificación, encargó al capitán Pedro Sarmiento de Gamboa que escribiese una historia de los habitantes de aquel territorio, e hiciese una amplia descripción del mismo.
Sarmiento de Gamboa, era un hombre realmente culto e inteligente; capitán de ejércitos, marino, cosmógrafo, geógrafo, historiador e inventor, acometió la tarea con verdadera pasión y durante cinco años acompañó al Virrey Toledo en una extensísima visita por todo el país.
Fruto de su trabajo fue un tratado en tres tomos, el segundo de los cuales y el que nos interesa para esta historia, lleva por título Historia de los Incas.
Contó Sarmiento de Gamboa con la inestimable colaboración del pueblo inca que, a falta de escritura con la que perpetuar sus tradiciones había adquirido la costumbre de transmitir verbalmente sus historias, obligando a los jóvenes a aprenderlas de memoria.
Un hecho que Sarmiento narra en esa Historia de los Incas es lo que realmente interesa a este relato.
Ya Marco Polo y Cristóbal Colón habían soñado con las míticas Islas Ophir; unas islas en donde la riqueza rezumaba y en las que el también mítico rey Salomón, se aprovisionaba de los tesoros que le habían hecho un rey tan poderoso. Formaba esto una leyenda antigua que dormía plácidamente en el baúl de los recuerdos, pero al profundizar Sarmiento en las tradiciones de los incas, encontró algunos relatos que le intrigaron y los que plasmó en su crónica. Le contaron los incas que existían unas misteriosas islas en el centro del inmenso Océano Pacífico que estaban repletas de oro. No faltó de inmediato quien pusiera en relación ambas leyendas: las islas de Salomón y las de los incas.
Pero no fue Sarmiento el único español que tenía noticias de esas islas.
Algunos años antes, había llegado al Perú un navegante y cartógrafo llamado Álvaro de Mendaña, el cual era sobrino de Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima y en ese momento, mediados de 1564, también Virrey interino del Perú, por la muerte en extrañas circunstancias del cuarto Virrey Diego López de Zúñiga, cuyo esclarecimiento era una de las consignas que recibió del propio Felipe II cuando lo envió al Nuevo Continente.
Álvaro de Mendaña conoció la leyenda de aquellas islas y con la anuencia de su tío y empeñando en la empresa toda su fortuna, consiguió fletar dos naves llamadas Todos los Santos y Los Reyes, de doscientas y trescientas toneladas respectivamente, capitaneadas por Pedro Sarmiento de Gamboa y Pedro de Ortega. A bordo de ambas iban ciento cincuenta hombres, entre marineros, soldados, una veintena de esclavos y cuatro frailes franciscanos y se hicieron a la mar, desde el puerto de Lima, el día 20 de noviembre de 1567. El objetivo del viaje era descubrir las tierras que se conocían como “Terra Australis incógnita”, La Tierra desconocida del Sur, que desde Aristóteles y Ptolomeo venían incluyéndose en los mapas que los cartógrafos dibujaban a su libre albedrío, pensando que algún día se descubriría.
El día siete de febrero del año 1568, la expedición de Mendaña llegó a una isla en la que desembarcaron y que bautizaron como Santa Isabel.
Era la primera isla descubierta de lo que actualmente conocemos como las Islas Salomón, un archipiélago de casi mil islas e islotes, en el centro del Océano Pacífico, casi a la misma latitud que Perú, de donde habían partido y entre Nueva Guinea y la punta más septentrional de Australia.
La expedición de Mendaña se dedicó a explorar las islas cercanas, descubriendo y bautizando a treinta y tres islas.
Entre ellas descubrieron una a la que pusieron por nombre Guadalcanal en homenaje al pueblo de la provincia de Sevilla del que era oriundo Pedro de Ortega Valencia que mandaba una de las naves. En el diario de navegación de este sevillano tan desconocido como aguerrido navegante, al que acompañaba un hijo llamado Jerónimo, puede leerse que fue otro paisano, un tarifeño por nombre Juan Trejo, quien el quince de enero de 1568, cuando ya estaban desesperados de no hallar tierra en la que abastecerse, divisó una isla a la que pusieron el nombre de su Guadalcanal de nacimiento.

Álvaro de Mendaña

Permanecieron durante bastante tiempo en aquellas islas, de clima agradable y que debía darles lo suficiente para el sustento de toda la tripulación. Tomada buena nota de la posición de las isla que habían explorado y de las otras por las que pasaron e incluso desembarcaron, regresaron al continente, haciendo la ruta que seguía el Galeón de Manila, que recalaba en el puerto de Acapulco. La expedición rindió viaje en el puerto de El Callao, en Perú, el día 22 de julio de 1569, veinte meses después de su salida.
No habían descubierto la Terra Australis, ni las islas donde el oro se recolectaba como un maná, pero sí unas islas que había que colonizar, so peligro de que los piratas ingleses llegasen hasta ellas y se adelantasen a los españoles, sentando las bases para atacar después a las colonias del Pacífico, sobre todo las Islas Filipinas.
Pero hubieron de pasar veinticinco años antes de que Álvaro de Mendaña pudiese realizar su segundo viaje y es que su tío, García de Castro había fallecido y ya no contaba con su inestimable apoyo.
Y es aquí cuando entra en esta historia la persona que le da título: La Almiranta.
Alrededor del año 1585, llegó al Perú, una familia de adinerados gallegos compuesta por Francisco de Barreto su esposa e hijos, la cual pretendía consolidar en las Américas su ventajosa posición social y económica. Entre los hijos del matrimonio se encontraba Isabel de Barreto, joven veinteañera que había heredado de su padre su carácter recio y su afición a los viajes.
Allí, en Lima, y muy próximos al Virrey, don García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, la familia Barreto inicia su vida social en la capital, conociendo a toda clase de personas importantes de la época y entre las que se encuentra Álvaro de Mendaña.
Fascinada la joven Isabel por las aventuras que cuenta el marino, que a la sazón le duplica la edad, cae rendida en sus brazos y accede a casarse con él, y su padre aportará la dote necesaria para realizar un nuevo viaje en busca de las míticas islas del rey Salomón, pero con la condición de que ella acompañará a su marido.
El matrimonio se celebra en 1586 pero aún tardarían unos años en poder iniciar la expedición.
Álvaro de Mendaña contaba con una real cédula que le nombraba Adelantado de las tierras que se descubrieran en el Pacífico, lo que le confería la cualidad de jefe supremo de la expedición, la cual se hizo por fin a la mar el 16 de junio de 1595 y estaba compuesta por cuatro navíos: San Jerónimo, nave capitana, mandada por Pedro Fernández de Quirós; Santa Isabel, nave almirante, mandada por el capitán Lope de Vega, cuñado de Isabel y que se perdió en la mar el siete de septiembre de aquel año; la San Felipe, una galeota pequeña, capitaneada por su propietario Felipe Corzo que desaparece el diez de diciembre del mismo año y por último la fragata Santa Catalina, capitaneada por su propietario Alonso de Leyva, que también desaparece el diecinueve del mismo mes.
Trescientos setenta y ocho hombre y noventa y ocho mujeres y niños, además de algunos esclavos, se embarcaron en la expedición que mandaba Álvaro de Mendaña y de la que era piloto Pedro Fernández de Quirós, quien desde el principio empezó a tener fuertes enfrentamientos con Isabel de Barreto, con el Adelantado Mendaña y con los tres hermanos de Isabel que también iban en la expedición.
La primera tierra que descubrieron fue una isla a la que pusieron por nombre Magdalena y que pronto comprendieron que no era la tierra buscada. Esta isla formaba parte de un archipiélago al que bautizaron como Islas Marquesas, en honor de la esposa del Virrey del Perú, Marqués de Cañete.
Continuaron el viaje y encontrando constantemente islas o islotes, a los que no se podían acercar a causa de los arrecifes coralinos que los rodeaban y así, fueron consumiendo las provisiones de agua y leña que llevaban, lo que produjo cierta desazón entre la tripulación que además, siempre había creído que irían directamente a las Islas Salomón, donde les esperaban las prometidas riquezas de que les hablara Mendaña.
En una espesa niebla, el siete de septiembre, perdieron de vista a la nave almiranta, la Santa Isabel y jamás se volvió a saber de la nave ni de su tripulación.
Arribaron luego a otras islas, pero en ninguna el oro y las perlas se encontraban esparcidas por el suelo, como era contado en la habladuría popular y la tripulación inició algunos intentos de rebelión y mostraba sus deseos de volver de inmediato al Perú.
Para mayor dificultad, Álvaro de Mendaña cayó enfermo de malaria e, incapaz de tomar decisión alguna, declinó en su esposa la responsabilidad del cargo de Adelantado.
Un motín encabezado por un tal Marino que acabó asesinado por los hombres de Mendaña, fue la chispa que hizo saltar en pedazos el buen fin de la expedición y así, el día diecisiete de octubre, el Adelantado hizo testamento a favor de su esposa, Isabel de Barreto a la que nombraba gobernadora de todas las tierras que se descubriesen y al hermano de ésta Lorenzo, Almirante de la expedición.
A la una de la tarde del día siguiente, moría Álvaro de Mendaña y unos días después, el dos de noviembre Lorenzo le seguía al otro mundo, víctima de una flecha de los nativos de una de aquellas islas.
La muerte de su hermano convirtió a Isabel en Almiranta, a la vez que Gobernadora. Enfrentada mortalmente con Fernández de Quirós, poco quedaba por hacer a la Almiranta, salvo abastecerse de agua y víveres y regresar y eso hicieron, ordenando al piloto que tomase el rumbo a las Islas Filipinas a donde llegaron el dieciocho de noviembre de aquel infausto 1595.
Poco después y antes de aproximarse a las Filipinas, se perdieron la fragata Santa Catalina y la galeota San Felipe y la situación a bordo de la San Jerónimo se hace intolerable, faltando el agua y los alimentos, muriendo los tripulantes y pasajeros de escorbuto y malaria, mientras la Almiranta, a la vista de todos, lavaba diariamente sus vestidos con agua limpia que conserva en su cámara, guardada bajo llave, en donde también tenía aceite, harina y otras vitualla, así como dos cerdos que no consiente en sacrificar para dar de comer a la tripulación.
Las cosas se ponen muy mal, pero la Almiranta no se arredra ante nada y constantemente invoca su condición de Gobernadora, pero las cosas llegan a ponerse tal mal que si nos es porque avistan la Isla del Corregidor que está a la entrada de la bahía de Manila, es posible que allí hubiesen terminado sus cuitas.
Tuvo fortuna a la postre la Almiranta y en Filipinas, fue recibida como una heroína, hasta tal punto que, como muchas de las mujeres durante la expedición se habían quedado viudas, y dada la escasez de féminas en el archipiélago, se volvieron a casar, como hizo la Almiranta, con un primo de Luis Pérez das Mariñas Gobernador de las Islas, llamado Fernando de Castro, joven y apuesto capitán, con el que emprendió regreso a Perú en la misma nave capitana San Jerónimo con la que iniciara el viaje.
El matrimonio tuvo varios hijos y siguió pleiteando por licencias reales para explorar las islas del Pacífico que formaban la mítica Terra Australis, pero no consiguieron obtener las reales cédulas que sí se concedieron a Pedro Fernández de Quirós, el piloto de aquella malhadada aventura exploradora.
De Isabel de Barreto se cuentan muchas historias todas espeluznantes y se la describe como una mujer de extremada crueldad, cosa que es innegable, pues llegó a condenar a la horca a un marinero que, azuzado por el hambre de él y de su familia se arrojó a la mar para nadar hasta una isla cercana y volver con un cargamento de cocos, contra la prohibición de la Almiranta de abandonar la nave bajo cualquier pretexto.
Fue la primera mujer Almirante de Armada de España y muy posiblemente, la única, al menos yo no conozco otro caso.




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