domingo, 31 de marzo de 2013

LOS CURAS "MERINO"


Publicado el 18 de julio de 2010



Porque no hubo un cura al que se conociera como “El Cura Merino”, sino dos y además, fueron contemporáneos.
Los dos fueron personas extrañas y ambos se extralimitaron en su sagrado ministerio. Pero uno llegó mucho más lejos que el otro. Vayamos por parte y empecemos por el que nació antes.
Se llamaba Jerónimo Merino Cob y nació el 30 de septiembre del año 1769 en un pueblecito de la provincia de Burgos llamado Villoviado, que en la actualidad tiene una población de treinta y dos habitantes, pero que conoció tiempos mejores.
Fue el segundo hijo de Nicolás Merino y Antonia Cob, labradores pero de cierta buena posición, que tuvieron otros once hijos. Tras realizar los primeros estudios en Villoviado, fue enviado a Lerma, ciudad muy importante en aquella época y que estaba próxima a su pueblo, para que estudiase latín, pero la muerte repentina de su hermano mayor, le obligó a volver al pueblo para ayudar en las labores agrícolas de la familia.
Su interés por el latín y por la cultura en general, le llevó a trabar una gran amistad con el cura párroco, don Basilio, el cual falleció cuando Jerónimo tenía veintiún años, produciendo en el joven una gran consternación.
Con la ayuda inestimable del párroco de Covarrubias, villa también relativamente cercana, el cual era muy amigo de don Basilio y por tanto conocía bien a Merino, convencen a los padres del joven para que le permitan continuar sus estudios y ordenarse sacerdote, cosa que consigue en un tiempo record, pues en pocos meses cantaba misa en la parroquia de su pueblo, a donde fue destinado por el obispado de Burgos.
Aunque la iglesia propugnaba la amplia formación humanística de sus sacerdotes, tal como el Concilio de Trento había impuesto, es indudable que la falta de vocaciones hacía que se seleccionase poco al personal y se le diese el lustre justo y así, los conocimientos de latín, que ya poseía y otros pocos que sobre teología le imbuyera el párroco de Covarrubias, hicieron el milagro de fabricar un sacerdote en menos de dos años.

Grabado del Cura Merino

Cura de misa y olla”, era un dicho con el que se retrataba a la clase sacerdotal de la época y con el se quería expresar el quehacer del sacerdote que se limitaba a decir las misas y a saciar su apetito
Su vida transcurre monótona, dedicado a la oración y al estudio hasta que se produce la invasión napoleónica, en la que el joven sacerdote se ve obligado a pasar por un trance que le producirá una marca de la que será incapaz de desligarse.
El 16 de enero de 1808, un destacamento de cazadores del ejército francés pasó por el pueblo, en donde acampó. Luego, el capitán de los franceses, por falta de bestias de carga con las que transportar su impedimenta, obligó a varios vecinos del pueblo y entre ellos al párroco Merino a que cargasen con las vituallas de sus tropas y las transportasen hasta la ciudad de Lerma, que estaba a unos diez kilómetros aproximadamente.
Para un hombre de la iglesia, altivo y arrogante además, aquella ofensa fue intolerable y aunque protestó ante los oficiales franceses, no le hicieron ningún caso y Jerónimo tuvo que cargar como los demás.
Los franceses consiguieron un porteador gratis que les juró venganza hasta la muerte y lo que se ahorraron en el porte lo pagaron con creces, pues el Cura Merino, ni corto ni perezoso, dejó momentáneamente los hábitos y tomó las armas, comenzando a hostigar a las patrullas francesas que circulaban tanto por el Camino Real, de Valladolid a Burgos, como las que andaban despistadas por las veredas de la comarca.
No sabemos qué hizo mientras tanto con las virtudes que deben adornar a un sacerdote, posiblemente las guardó junto con las ropas talares, pues mató y robó a sus víctimas, sin el más mínimo escrúpulo ni atisbo de arrepentimiento.
Al principio, salió al monte con su criado, luego empezó a acompañarle su sobrino, más tarde y conforme su fama se va consolidando, algunos vecinos del pueblo se unieron a la causa y por último, tuvo que poner coto a la llegada masiva de hombres que querían unírsele para combatir al gabacho.
Hay poca documentación sobre la persona de este cura tan particular que en alguna ocasión fue descrito como delgado y nervioso, silencioso y austero en todas sus costumbres, que no dormía más de tres o cuatro horas diarias y que cautivaba con su mirada ardiente. Tenía la idea de que Dios había creado al hombre como centro de toda su obra y que por tanto éste no debía inclinarse ante nadie ni ante nada.
Combatió al lado de otro personaje emblemático de la Guerra de la Independencia: José Martín, El Empecinado y juntos alcanzaron grandes triunfos contra las tropas francesas, hasta el punto de que el cura fue nombrado Coronel, cuando tras una emboscada a un convoy francés que se dirigía a Ciudad Rodrigo, en la provincia de Salamanca, consiguió arrebatarles pólvora, cañones, fusiles y todo cuanto llevaban, que repartió entre las partidas de guerrilleros que asediaban a las tropas francesas.
En 1812 se trasladó a Cataluña, en donde fue nombrado Brigadier, volviendo a Burgos como Gobernador Militar, hasta el año 1814, en que vuelve al seno de la Iglesia, coincidiendo con el regreso a España el rey Fernando VII, el cual le concede la Cruz Laureada de San Fernando y la Gran Cruz de Carlos III, que le impone el Capitán General de Palencia, a donde ha sido destinado como canónigo de la catedral.
Pero entra rápidamente en desavenencias con la magistratura del clero y, rechazando su canonjía, regresa a su pueblo como párroco, pero es indudable que la verdadera vocación del Cura Merino no eran los hábitos, sino las armas, porque vuelve a echarse al monte al inicio de la Primera Guerra Carlista en 1833, a la muerte del rey Fernando VII.
Ahora las cosas no le van como antes, pues habiendo tomado parte por el Infante Carlos María Isidro, hermano del fallecido rey, su facción resulta derrotada una y otra vez. El Cura Merino tiene que refugiarse en Portugal y luego se exilia en Francia en donde fallece en 1844, en la ciudad de Alençon, cuando contaba setenta y cinco años.
El dos de mayo de 1968, sus restos fueron trasladados a Lerma, en donde reposan en un mausoleo frente al Convento de Santa Clara de la ciudad burgalesa.
Mucho se ha escrito sobre el aspecto militar de la vida de este sacerdote y varios historiadores que han tratado su figura, llegan a la conclusión de que fue un hombre ordenado, que no permitía los desmanes en sus guerrillas, que impedía los saqueos y los abusos y que formaba a su gente con una instrucción militar que le servía para mantener una disciplina y un orden en los combates que hicieron famosas sus actuaciones.
El otro Cura Merino, no tiene nada que ver con éste. ¡O tal vez sí!
Su nombre era Martín Merino Gómez. Nació en Arnedo, La Rioja, el año 1789, hijo de Manuel Merino y María Gómez, tenía sesenta y tres años cuando cometió el hecho por el que ha pasado a la historia.
Pero antes, hagamos un repaso por su vida. A la corta edad de once años ingresó en el convento franciscano de santo Domingo de la Calzada, en donde recibió una esmerada educación, acorde con el lugar y con las expectativas puestas en su persona, pues pensaba profesar los hábitos de la orden.
Pero estalló la Guerra de la Independencia y Martín, de temperamento inquieto y patriótico, abandona la disciplina del convento y se marcha a luchar con las guerrillas que pululan por toda España.
Como la resistencia más fuerte se está ejerciendo en Andalucía, se viene hasta Sevilla en donde se une a una partida de guerrilleros que combaten a los franceses. A principios del asedio a la Isla de León, aparece junto a las tropas que van a defender la ciudad, en la que permanece hasta la promulgación de la Constitución de 1812. Luego, reingresa en el convento franciscano de Cádiz, en donde se ordena sacerdote en 1813. Pero sus ideas liberales y el tiempo pasado en las guerrillas, han hecho de él un personaje extraño al que cuesta aceptar la disciplina conventual y así, termina por exiliarse a Francia en 1819.
Regresó a España en 1821 y abandonó los hábitos, pasando a desarrollar una vida extraña, presidida por el talante liberal a ultranza que había ido adquiriendo y en cuyo juego, llegó a insultar y amenazar al rey Fernando VII y a participar en la Sublevación de la Guardia Real de 1822. Fue preso y estuvo en la cárcel hasta 1824, en que salió amnistiado, marchando nuevamente a Francia, en donde, al desconocerse que había abandonado los hábitos, consigue colocarse de párroco en Burdeos. Allí permanece hasta 1841, en que regresa a España y se coloca de capellán en la Iglesia de San Sebastián de Madrid, situada en la calle Atocha y que es famosa por contener los restos del insigne Lope de Vega. En el año 1843, le tocan cinco mil duros en la lotería y sin pensarlo dos veces, monta un negocio de préstamos a alto interés que le acarrea no pocos conflictos, hasta que la curia madrileña, decide trasladarlo de parroquia.
Ya entonces se revela como un personaje intransigente, reservado, que vive en el número dos de la calle Del Infierno, amancebado con una doméstica llamada Dominga Castellano y que invierte todo su tiempo en charlar con un amigo cura que le visita asiduamente y en leer a los clásicos, en lo que destaca como un perfecto conocedor.
Es más que probable que el Cura Merino, al que también se le conoce como El Apóstata, estuviese influenciado por algún tratado de autores clásicos en los que de alguna manera, se justificase el regicidio en determinadas circunstancias. Un regicidio es, ni más ni menos, que matar al rey o a la reina y eso fue lo que hizo Martín Merino la mañana del día 2 de febrero de 1852. En realidad no llegó a matar a nadie, pero sí que lo intentó y si no consiguió su objetivo fue por causa ajena a su voluntad, pues él realizó todos los actos necesarios para que se hubiera producido el resultado que apetecía.
En el madrileño Rastro de la calle de Curtidores, compró un cuchillo de Albacete, con funda de acero, que cosió en el interior de su hábito y, despidiendo a su sierva hasta la noche, marchó hacia el Palacio Real, en donde, vestido con sus ropas sacerdotales, no le resultó complicado introducirse. Allí esperó que la reina Isabel II que, tras haber dado a luz a su hija, salía por primera vez a la calle para recibir la aclamación popular, regresase a Palacio y al verla, se arrodilló en su presencia, lo que era un gesto sumamente corriente, e introduciendo su mano entre los ropajes, sacó el cuchillo y asestó una puñalada en el costado derecho de la reina.

Grabado del Cura Merino tras apuñalar a la Reina.

El vestido, en terciopelo rojo, recamado de brocados y pedrerías y el corsé de barbas de ballena para ajustar su figura, impidieron que el cuchillo se clavase profundamente, pero aún así, produjo una herida, aunque superficial.
De inmediato, la guardia de alabarderos se abalanzó sobre el sacerdote al que redujeron con la intención de darle muerte allí mismo, pero el capitán, con buen criterio, pensó que aquella acción debía estar respaldada por otras personas y que era necesario descubrirlas, por lo que impidió la muerte inmediata con la intención de interrogar al regicida y sacarle toda la información que poseyera.
Todavía no se ha podido aclarar si Merino actuó solo, o si formaba parte de un complejo plan, pero en los interrogatorios a los que fue sometido en la Cárcel del Saladero, a la que fue inmediatamente trasladado, no reveló dato alguno que pudiera hacer pensar en un verdadero complot.
Así la cosas, el día tres de febrero se celebró un juicio sumarísimo en el que el Juez, don Pedro Aurioles, le condenó a muerte al no admitir los argumentos de enajenación mental que la defensa de su abogado, don Julián Urquiola, esgrimía como atenuante de los hechos. El día siete de febrero fue ajusticiado a “Garrote Vil”, según costumbre de la época, en el cadalso instalado en las afueras de Madrid, en el llamado Campo de Guardias, en donde se concentró un tremendo gentío para presenciar la ceremonia.
Vestido de amarillo, con manchas de pintura roja, tal como establecía el artículo 91 del Código Penal vigente, fue conducido a lomos de un jumento (asno) desde la Cárcel del Saladero, situada en la actual Plaza de Santa Bárbara, hasta el mencionado lugar, en donde actualmente se encuentran las instalaciones del Canal de Isabel II.
Previamente, fue desposeído de sus dignidades eclesiásticas.




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