sábado, 30 de marzo de 2013

PRIVILEGIOS DE INVENCIÓN


Publicado el 4 de octubre de 2009




Así es como se conocía, tiempo atrás, lo que hoy llamaríamos “patente”.
Hace cuatro siglos, o más, ya existía en España y en todos los países civilizados de nuestro entorno, un registro al que acudían los inventores con la finalidad de registrar sus inventos y evitar que algún desaprensivo pudiera apoderarse de él.
No tenemos en España fama de haber sido grandes inventores, no hemos destacado en ese terreno, salvo con alguna genialidad completamente aislada que no viene nada más que a demostrar que los españoles somos gente diferente.
Recuerdo que en mis años de estudiante, tuve un excelente profesor de física, del que lamento no haber sabido extraer todo el jugo cuanto, por bien seguro, contenía. Este profesor, era un físico eminente que había escrito, junto con otro profesor de física, un texto con el que estudiábamos en lo que entonces se llama curso preuniversitario.
Este profesor dio clases en distintos institutos de Cádiz y en la Escuela de Peritos. Decía, y no le faltaba razón, que al estudiar las materias técnicas, se echaba muy en falta la existencia de un Teorema de Pérez, o Leyes de Martínez, por no hablar de los inventos de Gutiérrez o Rodríguez.
Es cierto, se echa en falta. ¡Qué le vamos a hacer! No se nos ha llamado por ahí.
Los griegos se salieron con los avances en conocimientos matemáticos, físicos, astronómicos y de todo lo demás: Teorema de Pitágoras, Teorema de Tales, Postulados de Euclides, Principio de Arquímedes y un etcétera interminable, hasta el extremo de que, de todo aquello que resultaba imprescindible para el desenvolvimiento normal de la vida, dejaron poco por averiguar y el conocimiento se detuvo.
El Renacimiento retoma el testigo y se produce un nuevo avance, centrado principalmente en las repúblicas y principados italianos de los siglos XIV y XV: Copérnico, Galileo y sobre todos, Leonardo Da Vinci.
Mientras que el conocimiento en el mundo va de griegos a renacentistas, en España, de la protohistoria pasamos a la oscura Edad Media, al azote musulmán y la Inquisición. Y salvo alguna figura descollante, nos arrastramos ramplonamente en el mundo del conocimiento y pasamos desapercibidos para el resto de los mortales; a pesar de haber arrojado a los moros, unido todo el territorio peninsular en lo que sería el primer Estado Moderno y, haber descubierto un Continente, reptamos en la oscuridad, la mediocridad y el fanatismo religioso.
Garcilaso de la Vega, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca, Baltasar Gracián, y también un largo etcétera, nos sacan, con la literatura, la espina profundamente clavada de nuestras carencias en otros campos.
Miguel Servet, aragonés universal, hace un importante descubrimiento sobre la circulación de la sangre, pero siguen sin aparecer los Pérez, los Rodríguez, los Gutiérrez que mi profesor añoraba.
A la cabeza de todos aquellos inventores, descubridores, hombres de ciencia y personas destacadas en general, se coloca Leonardo Da Vinci, que sin ningún género de dudas y por méritos propios, merece semejante lugar.
Da Vinci, diseña el submarino, el paracaídas, el avión, ingenios militares y todo lo que vino luego. Dibujó mucho, porque era un dibujante excepcional, pero se quedaba siempre ahí.
Bocetos y más bocetos, sobre todo lo imaginable y bellos por sí solos, pero no existe mucha constancia de que se metiera en un taller a poner en práctica lo que inventaba, pues muchos de ellos eran irrealizables en la época.
Un siglo después del genio Da Vinci, vino al mundo otro genio, otra persona de similar envergadura inventora, pero ésta no era ni griega, ni italiana, ni siquiera francesa o alemana que ya empezaban también a estar de moda. Esta persona era un español, navarro por más señas y se llamaba Jerónimo de Ayanz y Beaumont.
En sus biografías se dice de el: militar, geógrafo, pintor, músico y sobre todo, inventor.
Dice el profesor de la Universidad de Valladolid, don Nicolás García Tapia, en su estudio denominado Ingeniería e Invención en el Siglo de Oro, que así como en las letras y las artes, esa época ha sido muy bien estudiada, no ocurre lo mismo en la vertiente científica y tecnológica y en éste último campo, se ignora casi todo y se mantiene el tópico de la escasa aptitud de los españoles para la técnica y la invención, siguiendo la manoseada frase de Miguel de Unamuno: que inventen ellos.
En definitiva, que no hay teoremas de Pérez o inventos de Martínez, por mor de la escasa predisposición nuestra a descubrir otras cosas que no sea guerreando o aventurándonos en los mares tenebrosos.
Y sigue el profesor García Tapia diciendo que esa afirmación es absolutamente falsa y que es en la técnica y en la ingeniería en donde España dio sus mayores frutos, lo que al profesor le parece lógico, pues un imperio como el Español, no puede sustentarse sin buenos ingenios e inventores.
Parece el profesor muy convencido e inicia un estudio sobre los Privilegios de Invención.
La primera patente que se otorga en el mundo que empieza a ser civilizado, es en la República de Florencia, a mediados del siglo XV y luego otra otorgada por la de Venecia, en 1474. La primera patente española se otorga en 1478.
Siempre se había creído que eso de patentar un invento era cosa de los ingleses o de los franceses, pero no fue hasta un siglo después que esos países empezaron a generalizar la inscripción de los Privilegios de Invención.
Desde aquella fecha, en España se inscriben numerosos ingenios, producto del desarrollo de la tecnología de la época, en la que destacan numerosos inventores, de entre los que el más importante es Jerónimo de Ayanz.
Este prodigioso navarro que destacó desde muy joven por su fuerza descomunal, ocupó muchos cargos militares, políticos y administrativos entre los que, posiblemente, el de Administrador General de las Minas de España, fue el más importante. Esta actividad tuvo tanta importancia en su vida que la mayoría de sus inventos fueron dirigidos a ese campo.
Y de entre sus numerosos inventos podemos destacar una balanza de precisión de la que se decía: “capaz de pesar las patas de una mosca”.
Inventó unos hornos portátiles para aplicaciones mineras y militares que sustentados sobre unos soportes similares a las uniones “Cardan” que se emplean en la transmisión del movimiento en muy diversos mecanismos, conseguían siempre la horizontalidad.
Una especie de sifón, para el drenaje de las galerías profundas de las minas, que aprovechaba la energía sobrante para sacar el agua que se producía de la excavación, fue puesto en funcionamiento por Ayanz.
El “ingenio de vaivén” aprovechaba la fuerza que un hombre ejercía sobre unos pedales a la vez que tiraba de una cuerda e incorporaba un mecanismo, especie de balanza, para medir el trabajo realizado, idea que no interesó hasta muy avanzado el siglo XIX.
Numerosos tipos de molinos para toda clase de molturaciones, como los de rodillos cónicos, igual a los empleados en la actualidad para moler el trigo y que se suponían inventados en el siglo XIX, fueron puestos en funcionamiento por Ayanz. Diseñó presas y embalses, a los que confirió su forma curva que todavía se utiliza, y que da mucha mayor resistencia que las paredes rectas hasta entonces utilizadas.
Pero sin duda, los más espectaculares, fueron sus invenciones en el campo del buceo.
En Valladolid, a orillas del río Pisuerga y ante su majestad el rey Felipe III, realizó una demostración de buceo en la que un hombre permaneció una hora bajo el agua y salió porque el rey, harto de esperar, no quería marcharse sin saber si aquel hombre sumergido estaba vivo aún. En realidad era una campana de bucear en la que el aire se renovaba constantemente por medio de tuberías flexibles.
Llegó a diseñar un submarino que consistía en una barca totalmente cerrada e impermeabilizada que contaba con su propio sistema de aireación, remos, para moverse en el agua y contrapesos para controlar la profundidad.
Sin duda que la invención más prodigiosa fue la de una máquina que él llamó “Bola de Fuego” que usaba el vapor producido por una caldera con horno de leña y que, comprimido en un recipiente adecuado, se dejaba salir a gran presión, produciéndose una enorme disipación que servía para renovar el aire viciado de las minas u otros lugares cerrados. Si este vapor se enfriaba con agua fría o con nieve, se producía un efecto similar al del aire acondicionado.
Pero lo que de este invento resulta más sorprendente es el control de la energía producida por el vapor de agua, siglos antes de que se pusieran en marcha las máquinas de vapor.

La Bola de Fuego, recreada por el Profesor García Tapia

Desde 1598 a 1613, fecha en que le sorprendió la muerte, realizó y registró más de cincuenta ingenios, cuyos privilegios le fueron concedidos por el monarca Felipe III que sospechando algún fraude en el inventor, envió a dos hombres sabios de la época: Juan Arias de Loyola y Julián Ferrofino, para que hicieran una inspección en el taller de inventos de Ayanz.
Quedaron tan sorprendidos que el propio monarca quiso presenciar la demostración del río Pisuerga que antes se ha mencionado. Esto figura en un informe confeccionado por el propio Ayanz:

«Su Majestad quiso ver lo que parecía más dificultoso, que era poder un hombre trabajar debajo del agua espacio de tiempo. Así, por agosto del año pasado de 1602, fue con sus galeras por el río de esta ciudad al jardín de don Antonio de Toledo, donde hubo mucha gente.
Eché un hombre debajo del agua, y al cabo de una hora le mandó salir Su Majestad y, aunque respondió debajo del agua que no quería salir tan presto porque se hallaba bien, tornó Su Majestad a mandarle que saliese. El cual dijo que podía estar debajo del agua todo el tiempo que pudiese sufrir y sustentar la frialdad de ella y la hambre. Quisiera hacer esta prueba por otros caminos que causarán más admiración, y satisfacer con la que Su Majestad más gustara de los demás pareceres, como se los dije y se los di. Respondió que de allí a cuatro días que guardase memoria de las máquinas que le había dado hasta que las quisiese ver, pues por sus ocupaciones no lo hacía entonces».

Jerónimo Ayanz también se apunto a la iniciativa de calcular la Longitud como única forma de situarse en la mar. Felipe II aportó 6.000 ducados y su hijo, Felipe III, 2.000 más para quien pudiera vencer la dificultad que suponía situarse en alta mar.
Ayanz se sintió pronto derrotado cuando comprendió que con un reloj de suficiente precisión se podría hacer, pero en aquellos tiempos la construcción de semejante cronómetro era imposible.
Hasta el siglo XVIII, el relojero Harrison, no consiguió construir un reloj de esas características.
No describió el efecto Venturi, que debe su nombre al físico italiano que lo hizo en 1797, y que se refiere a la circulación de fluídos por un tubo cerrado y la comprobación de que al aumentar la velocidad de circulación disminuye la presión; pero usó esta propiedad doscientos años antes sin saber lo que era. Tampoco descubre el Teorema de Bernouilli, en íntima conexión con el de Venturi, pero lleva a la práctica la ecuación más usada en la hidráulica, ciento cincuenta años antes de que su descubridor le hubiese puesto nombre.
Pues bien, de una persona así, como la descrita, se ha carecido de información durante cuatrocientos años. No hay un retrato suyo, no hay una referencia histórica, nada, como si no hubiera existido.
Solamente Lope de Vega le dedica parte de una de sus comedias: Lo que pasa en una tarde, en donde hace una somera aproximación al personaje, pero más por los detalles ya explicados de su fuerza hercúlea que por ser un monstruo de los ingenios, claro que Lope era “El Fénix de los ingenios” y quizás no le apetecía que nadie le hiciera sombra.

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