domingo, 31 de marzo de 2013

LOS REHENES DEL CONDE DE ESSEX


Publicado el 5 de septiembre de 2010




Nunca me cansaré de repetir que no entiendo cómo es posible que páginas de nuestra historia de gran trascendencia, hayan pasado desapercibidas. Por qué razón no hemos recogido en los libros de historia que ganamos a Inglaterra la que se llamó Guerra de la Oreja de Jenkins, o que una escuadra francesa de sesenta buques fue derrotada por los españoles al mando de don Álvaro de Bazán en las Islas Azores.
Sin embargo nos damos a recordar las amargas derrotas que nos inflingieron nuestros tradicionales enemigos, a veces, con conmemoraciones bochornosas, como la muy reciente del segundo centenario de la Batalla de Trafalgar.
Pero eso tiene que cambiar. Hemos de empezar a recoger en nuestros libros de historia, los acontecimientos que se han producido sin ningún pudor a proclamarlos como acciones que nos llenen de orgullo.
Esa es tarea que compete a las autoridades académicas y poco podemos hacer los particulares para conseguir cambiar los criterios, pero hasta allá donde alcance el eco de un humilde contador de historias, me comprometo formalmente a hacer todo lo posible por que se expliquen y se den a conocer, tanto como sea posible, esos hechos oscuros y desenfocados que ocultamos sin ninguna razón.
Y digo esto a colación de un suceso importantísimo para nuestra ciudad, que, aunque sí está recogido en la Historia, no se le ha dado el tratamiento adecuado.
Me estoy refiriendo al desembarco y posterior invasión de Cádiz, por las tropas del Conde de Essex el día 30 de junio de 1596.
No voy a relatar lo que se puede encontrar en los libros y muy especialmente en la Historia de Cádiz y su Provincia de Adolfo de Castro, de obligado conocimiento para quien quiera estar documentado sobre nuestra historia más próxima, pero voy a resaltar un detalle de aquella dramática invasión que no ha sido suficientemente difundido, a mi manera de ver.
La enemistad entre Inglaterra y España, es algo que viene de antiguo. Felipe II es el rey más poderoso del mundo y eso escuece a los pérfidos ingleses que usando, como siempre, de sus malas artes y de las alianzas de ocasión, consiguen formar, junto con Holanda, una poderosa escuadra que se presenta en el Golfo de Cádiz con claras intenciones de asediar.
157 naves, entre ellas 17 navíos de gran porte, llegan frente a las costas de Cádiz el día de san Pedro del año 1596. La escuadra conjunta iba al mando de Lord Effingham, Almirante de la Armada Británica y como General de las tropas de tierra, el Conde de Essex, Robert Devereux, favorito de la reina Isabel I de Inglaterra.
La intención de la escuadra combinada es apresar los buques que estaban surtos en el interior de la Bahía y que, cargadas sus bodegas, esperaban hacerse a la mar para llevar gran cantidad de riquezas hasta las Américas.
Como casi siempre que hablamos de nuestras gestas, la desatención, la improvisación y sobre todo, la falta de un rigor militar que salvaguardase puertos como el gaditano, puente principal de enlace con las Colonias, hacen de Cádiz una ciudad muy vulnerable. A pesar que desde la Casa de Contratación de Sevilla se ha avisado al Duque de Medina Sidonia de que una escuadra anglo-holandesa ha sido vista en las costas portuguesas, no se toman las debidas precauciones y las velas de las naves invasoras, están a la vista de los gaditanos que inician, desesperadamente las tareas de defender lo que ya resulta indefendible.
Dice Adolfo de Castro que se juntaba a esto la poca entereza de ánimo y ninguna práctica en las cosas de la guerra que tenía el corregidor de la ciudad don Antonio Girón, a quien no animaron para organizar la resistencia ni la honra ni el peligro que corrían y lo describe como tímido a la hora de afrontar el riesgo de la defensa y temerario a la hora de querer huir y abandonar la ciudad a su suerte.
Las naves españolas se refugiaron en el interior de la Bahía, más allá de la línea de defensa que se estableció entre Puntales y El Trocadero, justo donde ahora se encuentra el Puente que nos une con Puerto Real, con la intención de buscar bajos fondos que dificultaran la maniobra de los buques invasores, que no conocían el trazado de los caños interiores de la bahía, únicos lugares por donde se podía navegar sin temor a embarrancar.
En la boca del fondo de la Bahía se colocaron las galeras españolas para “dar rostro al enemigo”, dice poéticamente el historiador.
A la mañana siguiente la nao capitana de la flota combinada, aprovechando el viento, se adentra en la Bahía, seguida de otras naves de la escuadra. Aunque desde tierra y desde las embarcaciones se les dispara insistentemente, no se consigue ningún blanco, pues salvo el galeón San Felipe que responde con tino a la incursión de los ingleses, las baterías de la costa y de las demás embarcaciones, disparan alocadamente y sin la pericia necesaria.
El resultado final de todo un día de lucha es que la escuadra anglo-holandesa consigue desembarcar sus tropas en la zona de Puntales y poner a la ciudad en asedio.
Después de luchas y desesperadas acciones, ya heroicas, la superioridad inglesa termina por imponerse y la ciudad tiene que claudicar.
Se entregan los militares y comienza entre vencedores y vencidos, una operación que hoy llamaríamos, sin ningún rubor, de “asqueroso pasteleo”, pues no es otra cosa la que quieren los invasores, que rentabilizar el triunfo en cifras de beneficio económico.
Los refuerzos que habían venido desde Jerez, llegaron a un rápido acuerdo con los invasores: Dos mil ducados por la libertad de los apresados, de ellos quinientos por el corregidor de la ciudad, don Leonardo de Cos, cuya autoridad ignoraban los ingleses, pues de otra manera su libertad hubiese valido varias veces esa cifra.
Tiempo le faltó al señor de Cos, tan pronto se vio liberado, en disfrazarse y abandonar la ciudad.
Pero el resto de las negociaciones no iban del agrado de los ingleses y la noche del día uno de julio, el Conde de Essex, dio su licencia para el saqueo de la ciudad. Los desmanes de aquella noche hicieron a los militares y gente noble de la ciudad, acudir a negociar con el conde las condiciones de su liberación.
Cuenta el historiador al que seguimos en esta saga, que las casas y palacetes que se liberaron del saco inglés, lo fueron de la chusma de las galeras y la canalla del ejército.
Ciento veinte mil ducados fue la cifra en la que estipuló la liberación de la ciudad y sus casi diez mil habitantes, cifra que evidentemente no estaban en disposición de aportar, para lo que se estipuló la entrega de cuarenta rehenes de entre todos los estamentos de la sociedad gaditana que, voluntariamente, se entregarían al conde de Essex y marcharían con él a Inglaterra en calidad de prisioneros.
Dos semanas después, la flota inglesa se hizo a la mar con los rehenes a bordo, no sin antes saquear nuevamente e incendiar la ciudad que quedó reducida a cenizas.
Fray Pedro de Abreu, un franciscano testigo presencial de la tragedia que escribiría tiempo después una Historia del Saqueo de Cádiz, hace una relación de esas cuarenta personas que los ingleses se llevaron como rehenes en sus barcos y empieza por los pertenecientes a la dignidad eclesiástica, como es natural en un historiador franciscano. Con nombre y apellidos, relaciona al arcediano de la catedral, al chantre, a los racioneros; luego a los regidores y corregidores de la ciudad; a continuación los caballeros y ciudadanos; mercaderes y flamencos, uno de los cuales, señala el fraile, estaba acompañado de su mujer e hijo y, según apostilla el franciscano: “este dicen que fue de su voluntad”, por lo que hay que entender que los otros no fueron de buen grado a acompañar a los ingleses.
El trato que los rehenes recibieron de los invasores fue realmente bueno, en lo que se refiere a su estancia en Cádiz, lo que ocurriera luego, durante la travesía hasta Inglaterra y su confinamiento fue cosa totalmente distinta.
Pero en nuestra ciudad parece que el Conde de Essex trataba bien a los rehenes, sobre todo al Arcediano de la Catedral, por nombre don Payo Patiño, el cual había trabado buena relación con el inglés que le sentaba a su mesa y le hacía regalos de ropas y dineros.
Arcediano es el nombre de una dignidad eclesiástica que ha caído en desuso, sustituyéndose por Archidiácono que es el primero de los diáconos y segundo en la jerarquía del obispado y es el encargado de los cabildos catedralicios que es el órgano colegiado creado para asesorar al obispo.
Este buen trato lo corrobora el canónigo Quesada que formó parte de los tres ciudadanos que negociaron las condiciones de la liberación de la ciudad y que dice en un escrito en el que relata el proceso:
El cuarto punto (buen trato a los nobles rehenes) prometió en ley de caballero de cumplirlo tan honradamente como se vería por las obras, y que para este efecto había mandado repartir los rehenes en las más principales naves y con los más principales personajes de la armada, con orden que los pusiesen en cabecera de mesa y les diesen camas y camisas para mudar, y en fin, todo el regalo que humanamente se podía, y los presos estaban de esto muy satisfechos, y nos contaban muchas particularidades de cortesías que se usaban con ellos.”
Seguramente que la travesía fue buena y que los primeros meses de estancia en Londres, también, pero pasado el tiempo y como quiera que no se pagaba el rescate, los rehenes terminaron encerrados en la famosa Torre de Londres, en unas mazmorras de las que pocos salían con vida.
Es más que posible que aquí nos olvidásemos de ellos, pues ningún movimiento se aprecia en orden a reunir el dinero necesario para el rescate. También lo es que los gaditanos lo pidiesen al rey y que Felipe II mirase para otro lado, aun no repuesto del todo del desastre de la Armada Invencible; en fin, la cuestión es que los rehenes que iban quedando con vida, encerrados en las lúgubres mazmorras, desesperaban de su situación y decidieron firmar una carta que enviaron al Cabildo de Cádiz a principios del año 1598.
La carta la firmaban veintiuno de los cuarenta y no se dice qué ha pasado con los que faltan que muy posiblemente hayan gestionado sus liberaciones por su cuenta o han fallecido ante las duras condiciones de su encierro.
La carta fue leída en el cabildo en el mes de abril, cuando ya llevaban casi dos años prisioneros y en la actualidad se encuentra en el Archivo Histórico Municipal de Cádiz. Actas Capitulares. L.10.001, folios 93 vuelto y 94.
Su lectura produce congoja pues aquellas personas son muy conscientes de que si no se les rescata, mediante el pago de la cantidad estipulada, su final será la muerte y por cierto, no muy lejana, dadas las condiciones en que describen el cautiverio que están padeciendo, en unos sótanos tan húmedos que sus paredes manan agua y con tanto frío del que no se pueden defender, pues carecen de abrigos, salvo un montón de paja, debajo de la cual crían los sapos.
Sin poder salir de sus mazmorras, comen y hacen allí sus necesidades. Relatan como han de elegir a cinco de sus compañeros de infortunio que serán ahorcados, en caso de no pagarse el rescate y ellos se encuentran en la dolorosa situación de hacer tan dramática elección.
El Cabildo de Cádiz, tras la lectura, decide hacer copias de la carta y enviarla a cuantas personas puedan ayudar a la causa, incluida su Majestad, en la conciencia de que ni vendiendo toda las propiedades de los rehenes, y las de sus deudos, sería posible alcanzar la cifra exigida y que las penalidades que ellos están soportando, tal como lo describen en la carta, fue el sacrificio personal para que no las padecieran los ciudadanos de Cádiz, sus esposas y sus hijas.
Entre los veintiún firmantes de la carta, figura don Payo Patiño, al que se ha dicho antes que el Conde de Essex dispensaba trato distinguido, que evidentemente no duró nada más que el tiempo necesario para hacer creer que los ciudadanos de Cádiz, ofrecidos como rehenes, serían tratados con la consideración debida.
Meses mas tarde de recibirse esta carta, muere Felipe II y no se ha obtenido el dinero del rescate.
Han de pasar aún unos años hasta que el problema se solucione y no porque se hiciera nada por dar solución, sino porque los caminos del Señor son inescrutables, como diría el predicador.
En 1601, el Conde de Essex, tras muchas vicisitudes que no tienen cabida en esta historia, se enemista de tal manera con la reina, de la que fue su favorito, que ésta ordena que lo decapiten y en la misma Torre de Londres, donde el de Essex tiene prisioneros a los españoles, el veinticinco de febrero de 1601 es ajusticiado. Pero los rehenes siguen en las mazmorras.
El veinticuatro de marzo de 1603, dos años más tarde, muere la reina de Inglaterra y le sucede su sobrino Jacobo I, un pacifista convencido y enemigo de la piratería y el pillaje.
Gracias a esta carambola sucesoria en el reino inglés, los rehenes supervivientes alcanzaron la libertad sin tener que pagar rescate y regresaron a sus casas en julio de aquel año de 1603, siete años después del asedio a la ciudad de Cádiz y como consecuencia de las conversaciones de paz que este monarca inició con España.
¡Qué podemos decir! Quizás se merezcan el homenaje de ver sus nombres en algún mármol, como única manera de reparar tamaña ingratitud.



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