viernes, 29 de marzo de 2013

EL MICROSCOPIO DEL PADRE FEIJOO


Publicado el 10 de agosto de 2008




Si ha habido en España un erudito de altura, ha sido sin duda el benedictino Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro; y si ha habido en España alguien que lo haya estudiado, analizado y corregido en sus errores, por otro lado comprensibles en aquella época, de una forma metódica, concisa y científica, ha sido Gregorio Marañón y Posadillo.

Gregorio Marañón

Tanto y tan de cerca ha seguido el insigne médico y literato al no menos insigne ilustrado que, en 1934, publicó un libro que lleva por título “Las ideas biológicas del Padre Feijoo”, en el que analiza una por una todas las ideas que sobre biología vierte Feijoo en sus obras, sobre todo en “El Teatro Crítico Universal” y en las “Cartas eruditas y curiosas”.
La lectura del citado libro brinda un curioso episodio en la vida del padre Feijoo.
Por encargo suyo, la orden benedictina compró, a un judío de Ámsterdam, un microscopio fabricado en Inglaterra por el más afamado constructor de estos artefactos, John Cuff. Por el aparato se pagó la cifra de 350 reales y además, el benedictino se comprometió a enviar al judío, los volúmenes octavo y noveno de su obra El Teatro Crítico Universal.
Este dato centra la compra allá por el año 1740, fecha de la publicación de la recopilación de artículos que componían el tomo noveno y que fueron colocados cada uno de ellos en el lugar que le correspondía de los ocho volúmenes anteriores, razón por la cual, no existe un tomo como tal noveno.
Después de intentar sacarle partido, Feijoo fue “derrotado” por el instrumento, del que no solamente desistió de utilizar, sino que se deshizo de él, regalándolo a algún otro padre de su orden, al que escribió una carta endosándole el instrumento, que fue descubierta por el doctor Marañón. La carta trasluce un doble sentimiento de decepción y derrota, por no haber sido capaz de sacar de este instrumento los beneficios para su ciencia y sobre todo cuando en sus muchos escritos, el benedictino había magnificado el instrumento en cuestión y hablaba de él auténticas maravillas.
Dice, refiriéndose a médicos de su época que: “los Anatómicos modernos han aclarado que el color rojo del licor sanguíneo es debido a unos muy menudos glóbulos que nadan en él y se registran con el microscopio”.
Habla también de los infusorios que pululan en los líquidos, a los que llama animalejos y que los compara con el arador de la sarna, diciendo que son hasta una veintisiete millonésima parte de éste.
Lo mismo dice de los que pueblan el aire que ahora son “animalejos aéreos invisibles” y en su maravillosa intuición, los llega a relacionar con la transmisión de enfermedades, cuando dice: “el aire está lleno de unos invisibles insectos, los cuales, entrando por la respiración en nuestros cuerpos son causas de todas las dolencias que padecemos”.
Para no cansar con la exposición del sabio benedictino que sería interminable, voy a referir una frase en la que hace la mayor apología del microscopio que hacerse pueda, ya que, un ferviente creyente como él, no puede encontrar a tan magnífico instrumento, otra explicación: “Yo creo que fue un don del Altísimo la invención del microscopio”.
Por eso, cuando el aparato llegó a sus manos, lo acogió como un don divino y de él pensó obtener incalculables beneficios para su conocimiento, pero es obvio que no pudo con el aparato y por eso se lo sacó de encima como quien arranca una molesta espina que se le ha clavado. La carta descubierta por Marañón dice así:
Yo no tengo paciencia para andar atisbando átomos y así remito el microscopio para que Vuestra Paternidad los atisbe, si quiere, o haga de este armatoste lo que se le antoje. Por si V. Pdad. no hubiese visto otro de este género advierto que vienen a ser no uno, sino seis microscopios, esto es, aquellas rodajitas con un vidrio menudísimo en el centro y cubiertas con su monterilla, cuanto es más pequeño el vidrio descubre objetos más menudos, y así se varían los microscopios colocándolos enroscados en la cabeza del tubo a porción del tamaño de los objetos que se quieren examinar, y el objeto acomodado en un vidrio de cualquiera de las tablillas se emboca por la abertura que está pocas líneas debajo de la cabeza del tubo.
Toda esa baratija de instrumento descubrirá a poca reflexión su uso respectivo. En el secreto van unos niveles de la nueva invención.”
Por la somera descripción que hace del microscopio, es indudable que se trata de un buen aparato, quizás demasiado complicado para un neófito en la materia. O quizás el ilustrado tuviera algún defecto en la visión que le impidiera observar con precisión, porque siendo como era un alma tan inquieta, es innegable que debía tener un gran interés en contar con un microscopio para realizar todos los experimentos y demostraciones empíricas de sus teorías.

Microscopio de Cuff

Feijoo no era médico, pero le interesaba sobre manera la medicina, más que nada para deshacer falsas ideas, motivo que sobrevolaba en la creación de su extensa obra literaria. Entendía que el papel del médico junto al enfermo era el de la “humana dedicación, compasión, consuelo, alivio e intento de curar”.
No era médico pero sí que se erigió como una especie de Oráculo de la Medicina y cada semana, dedicaba dos días a contestar cartas que le dirigían los galenos del país, pidiendo explicación a fenómenos inexplicables, u opinión sobre enfermedades.
Tuvo Feijoo, como otros científicos de su época, una clara idea de que las enfermedades no eran procesos generalizados del cuerpo humano sino afecciones de las distintas partes que lo componen y por eso impulsó el estudio de la Anatomía Patológica, ciencia que estaba muy en ciernes, entre otras cosas por la prohibición obrante durante muchos siglos de poder experimentar con cuerpos humanos.
Quizás el microscopio le había hecho conferir la extraña ilusión de poder escudriñar en las entrañas humanas y descubrir los muchos misterios que el cuerpo encierra.
Pero fracasó, como otros muchos lo hicieron en otros países y la medicina continuó ejerciéndose como una especie de “todo curativo” sin que en realidad se tuviese mucha idea de cuales eran los procesos de las enfermedades ni los órganos a los que afectaba.
No fue hasta el final del siglo XVIII, con la aparición de un tratado sobre Anatomía Patológica, que se pusieron en orden las ideas. Esta obra se debe a un italiano, profesor de medicina y anatomía de la Universidad de Bolonia, llamado Juan Bautista Morgagni y su título es: “Sobre las localizaciones y las causas de las enfermedades, investigadas desde el punto de vista anatómico”.
A pesar de que a Feijoo le constaba que había sido Miguel Server el primero en describir la circulación pulmonar de la sangre, nunca reconoció para el aragonés semejante descubrimiento y si lo hizo, reivindicándolo como un descubrimiento español, para el veterinario Reyna que lo mencionó en un libro publicado once años después de morir en la hoguera el ilustre médico y teólogo aragonés. Miguel Servet era un hereje y como tal, incapaz de un descubrimiento como aquél.
A veces, la excesiva pasión religiosa ciega la claridad de las ideas y a este respecto es interesante la forma en que el descubrimiento se relaciona con la idea imperante del Dios omnipresente. De una forma muy somera, dice la descripción del descubrimiento que la sangre de la aurícula derecha no pasa al ventrículo izquierdo, como se pensaba, sino a los pulmones en donde recibe el sople divino del alma en el recién nacido. Está claro que todo pasa por las manos de Dios, pero no es nada de extrañar.
Como científico diletante que era el benedictino, a veces tenía opiniones o se hacía eco de otras de reputados científicos a la sazón de lo más peregrinas, algunas incluso cómicas, a la vista de la verdadera realidad de los procesos del cuerpo humano, como cuando vertió la idea que tenía sobre la necesidad de la respiración, que no era para aportar el oxigeno necesario como comburente para la combustión química en el tejido celular, sino para fluidificar la sangre y que no se coagulase.
Ideas peculiares, pero ideas al fin y al cabo, no el desierto intelectual por el que el mundo había pasado desde Roma al Renacimiento. Era una época en la que la química andaba por los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua y que dominaba el panorama científico desde la Grecia clásica.
Como ha quedado acreditado, Feijoo no era médico, era teólogo y filósofo. Por eso los galenos de la época se crispaban de los nervios cuando alguno de sus colegas le pedía consulta y es que se apelaba a su sentido crítico, a su discernimiento y a su amplísima formación humanística.
Aunque un simple microscopio le venciera, no cabe la menor duda de que nos encontramos ante el hombre más culto que dio España por muchos años. Sus dos obras más conocidas y de la que se hizo ya referencia, El Teatro Crítico Universal y Las Cartas eruditas y curiosas, entran de lleno en lo que se podría clasificar como movimiento pre-enciclopedista que recorrió Europa algunos años después y abrió las puertas a la Revolución Francesa, que a su vez marcó el final de la Edad Moderna y abrió la Contemporánea.




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