Publicado el 3 de mayo de 2008
Yo no soy supersticioso, porque eso trae mala suerte, dijo alguien.
La creencia de que determinadas acciones, objetos o animales, traen
infortunios, es tan antigua como nuestra propia existencia de hombres
civilizados. Así, nos podríamos encontrar con supersticiones que
arrancan desde la más remota antigüedad; por ejemplo, en el famoso
Código de Hammurabi, del siglo XVII antes de nuestra Era y que regía
la vida y las relaciones entre personas de la antiguas Mesopotamia,
no se menciona ya el número trece, como primera relación entre
este guarismo y la mala fortuna. Luego vinieron otros treces funestos
y más modernos, como la fecha de la disolución de la Orden del
Temple, el viernes 13 de octubre de 1307 y que desde entonces fija el
Viernes 13 como día fatídico (Martes 13 en nuestra
cultura).
Pero no quería yo referirme a supersticiones tan antiguas, sino a
otras más recientes y, de entre éstas, que las hay y muchas, a dos
muy concretas.
La primera es la creencia de que pasar por debajo de una escalera
trae mala suerte.
¿De dónde viene esa superstición? Parece que se asociaba con el
cadalso utilizado para la ejecución de la pena de muerte por
ahorcamiento y con la posibilidad de que, al pasar por debajo de la
escalera que se había de colocar, tanto para subir a su estrado,
como para descolgar el cuerpo del ajusticiado, te pudiera caer el
cadáver encima, pero haciendo un breve recorrido por el “Hermetismo”
y buscando en libros iniciáticos, quizás podamos encontrar otra
justificación de esta creencia.
Una escalera, tanto si la apoyas contra una pared, como si es de dos
patas y se abre en compás, forma siempre un triángulo, a veces
rectángulo, a veces isósceles y en alguna ocasión puede ser
equilátero.
La asociación del triángulo con lo sagrado nos viene de antiguo.
Dio forma a las construcciones más enigmáticas de la humanidad: las
pirámides, y fue adoptado por diversas religiones que, como la
cristiana, hizo del triángulo la representación más gráfica
posible del misterio de la Santísima Trinidad.
El ojo que todo lo ve
La figura de Dios con un triángulo en la frente, puede contemplarse
en infinidad de frescos en iglesias y otros edificios religiosos, así
como en muchos cuadros colgados en museos y colecciones.
El triángulo, con un ojo en el centro, como símbolo de verlo todo,
es adoptado universalmente como representación divina del inmenso
poder de percepción. Pero, nos hacemos una pregunta: ¿Dios tiene un
solo ojo? Nadie lo ha visto y por tanto nadie nos lo puede decir,
pero los textos revelados nos dicen que Dios tiene ojos (…a
los ojos de Dios, se repite varias veces en la
Biblia), por tanto no parece que el simbolismo vaya referido a
nuestra Divinidad. Más bien habría que pensar en otro dios, en
Horus.
En el mundo del ocultismo, tan apasionante como intrincado, Horus
es Lucifer, es decir, Satanás, al que se
ha dado el calificativo de “Gran Arquitecto del Universo”
y ese triángulo, con el ojo dentro, es elegido como símbolo de una
poderosa sociedad secreta: la Francmasonería.
El símbolo de la Masonería
Tan poderosa es esta sociedad, o al menos lo ha sido, que sin que nos
hayamos dado cuenta, ha paseado su símbolo por todo el mundo,
haciéndolo pasar de mano en mano y de bolsillo en bolsillo. Y es que
desde 1933, el que fuera presidente de los Estados Unidos, Franklin
Delano Roosevelt, francmasón del grupo de los “Sabios” y
muy consciente del dios al que servía, hizo imprimir en el reverso
de los billetes de One Dollar USA, una pirámide, en
cuya base figura el año 1776, fundación de los Estados Unidos y en
su vértice, un triángulo refulgente con el ojo circunscrito. Una
leyenda en cinta circular habla del nuevo orden de los siglos.
Reverso del billete de
Dólar
Atravesar el triángulo no puede traer nada bueno. Es como si
quisieras molestar a la deidad, o si importunaras a los poderes
ocultos que al parecer nos gobiernan. No sabemos qué nos
encontraremos al otro lado, pero si puedes evitarlo, no entres por el
triángulo que forma una escalera: trae muy mala suerte.
La otra superstición es bastante más literaria. Vamos a escenificar
un poco. Sobre una mesa, hay una botella con vino. El anfitrión la
coge con su mano derecha y sirve el vino haciendo un movimiento con
la mano que sigue el rumbo de las manecillas del reloj, es decir, el
gollete de la botella gira hacia la derecha y sirve el vino con el
dorso de la mano mirando hacia la mesa, justo en el movimiento y el
gesto contrario al que estamos acostumbrados.
Sobre todo en nuestra zona, ese gesto es muy mal presagio y todos lo
tenemos así aceptado, si bien la razón de ese “fario”
se escapa a muchos.
Hubo una época en la historia europea, en la que cuestiones de
celos, envidias, herencias y muchas otras bajezas de la raza humana
se resolvieron por medio del envenenamiento. Desde la más remota
antigüedad en que Sócrates fue condenado a beber la
Cicuta, pasando por todo el imperio romano y la baja
Edad Media, llegamos al Renacimiento italiano, encontrándonos un
camino jalonado de envenenamientos célebres.
Fueron las cortes italianas y algunas otras europeas en menor medida,
verdaderas maestras en el arte envenenatorio y para ello usaban
varios procedimientos, uno de los cuales era depositar el veneno en
el interior de anillos construidos ex profeso por los mejores
orfebres de la época y en el que se preparaba un receptáculo donde
el veneno quedaba almacenado. Con mucho cuidado y entrenamiento, se
servía el vino en las copas usadas en la época que todos hemos
visto formando parte de exposiciones o museos. Vasos de boca muy
ancha, de metales preciosos, de loza o de cristal, bellamente
decorados. Al girar la mano en el movimiento que antes hemos
descrito, el anillo quedaba hacia abajo y dejaba caer su contenido en
la copa que se estaba sirviendo con la discreción suficiente para
que la víctima no lo percibiese, máxime cuando veía que
seguidamente su anfitrión se servía de la misma jarra.
Todo era beber el vino y caer fulminado ante la sorpresa de todos,
incluso de la propia víctima que no acertaba a explicarse qué había
ocurrido.
Ese gesto quedó un poco en el olvido, recordado como práctica
vetusta pero de ninguna manera usada en una sociedad que se fue
civilizando y resolviendo los problemas de otra manera muy distinta.
Pero pasados muchos años, cuatro o cinco siglos después, otros
italianos lo rescataron del olvido.
Ahora fue la “Cosa Nostra”, la Mafia,
que entre sus muchas actividades, casi todas delictivas, tenían el
juego, la prostitución, el contrabando, el alcohol, las drogas y la
muerte. Y junto con la “omertá” o ley del
silencio, pusieron de moda el “ajuste de cuentas”.
No soportaban la traición, no la podían permitir, viviendo como
vivían todos fuera de la ley y al primer atisbo de infidelidad, se
aplicaba el ejemplar castigo y el traidor pagaba con la vida.
Ya no recurrían al veneno, eso era muy engorroso, era más efectivo
y más directo un tiro a bocajarro y listo. Pero había veces que el
“Don” tenía que señalar a sus matones a la
persona que se tenían que cargar y lo hacía usando el gesto
ancestral de servirle vino en el movimiento que se ha descrito. No
había que decir nada más, el que recibía una copa de vino de esa
manera sabía que estaba muerto.
El recuerdo de tan cruel práctica nos hace recelar cuando alguien
llena nuestra copa de esa manera.
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