Publicado el 29 de marzo de 2008
Durante muchos años yo había oído decir que la terrible
enfermedad de transmisión sexual conocida como “Sífilis”,
era una contribución española al panorama mundial de tragedias y
desolación. Nos habían dicho que el “Treponema Pallidum”,
la bacteria causante de la enfermedad, vivía parásito en la vagina
de las llamas andinas -esos simpáticos camélidos de las
altiplanicies sudamericanas que se defienden escupiendo-, a las que
los aguerridos españoles recurrieron, faltos de mujer que
satisficiera sus necesidades carnales.
La bestialidad, es decir, el sexo con animales, es una práctica tan
antigua como el propio Mundo y sobre la que la imaginación humana
creó todo un arquetipo sexual, por lo que no era de extrañar que en
períodos de sequía, los aventureros españoles hubiesen recurrido a
esta practica, contrayendo y transmitiendo la pavorosa enfermedad.
También entonces resultaba curioso pensar que ningún indio andino
hubiese caído en la tentación de convertir a una llama en su
desahogo sexual, pero presentados los indígenas como un pueblo a
salvo de perversiones, nada extrañaba, en una sociedad tan casta
como era la española, imaginar a los nativos como a seres en estado
puro.
Era tanto así, que la enfermedad se conocía como “Gálico”
ó “Mal Hispano” y había sido tan temible o más
que la peste bubónica, que asoló Europa en la Edad Media. Resulta
muy curioso señalar de qué manera en cada país asignaron a sus
enemigos tradicionales la transmisión de la enfermedad y lo que para
los españoles era el “Mal Portugués”, para los
franceses era el “Mal Napolitano”, mientras que
para los italianos era el “Mal Francés” ó “Mal
Español”. Es decir, siempre por culpa de otros. En el
argot médico se conoce también a esta enfermedad como “Lues”
(epidemia en Latín).
Así fueron sucediéndose las nomenclaturas hasta que un poeta y
médico veronés, Girolamo Fracastoro, compuso una
poesía en latín, llamada “Siphilys sive morbus gállicus”
(Sífilis o el morbo francés), y desde entonces la enfermedad se
conoció y reconoció con ese nombre.
Pero ahora parece que las cosas no fueron así, al menos, no tan
simples como nos las han relatado. Hay estudiosos de la medicina
histórica que afirman que el emperador Tiberio, hombre pervertido
donde los pueda haber, tenía la enfermedad, la cual no le pudo ser
contagiada por los españoles del descubrimiento. Excavaciones en
Pompeya y Herculano, dejaron al descubierto cadáveres en los que se
ha creído ver síntomas de la temible enfermedad. Y más
recientemente, en un descubrimiento arqueológico en Escocia, en el
cementerio de una abadía agustiniana de la localidad de Kingston, se
encontraron doscientos cuarenta y cinco esqueletos, anteriores al año
1500 en que dejó de usarse aquel cementerio y entre los cuales
aparecieron algunos con señales más que obvias de haber padecido la
lues. Un fechado con carbono catorce fijó la data del fallecimiento
de estos supuestos sifilíticos, alrededor del año 1300.
Queda por tanto como aclarado que no fuimos los españoles quienes
trajimos la enfermedad, la cual ya era conocida aunque es más que
posible que sí fuésemos nosotros los que la llevásemos hasta el
Nuevo Mundo.
Una vez contraída la enfermedad, era imposible el remedio y no había
curación posible, por mucho que químicos, chamanes, barberos,
curanderos y otras especies de embaucadores, recomendasen remedios
tan disparatados como el de conseguir la curación yaciendo con
doncella virgen.
A la terrible enfermedad no fue ajeno ningún estamento de la
sociedad, desde la realeza hasta el clero y tanto más se propagaba,
cuanta mayor era la promiscuidad en que la sociedad viviera, razón
por la que los estratos más deprimidos, como los labradores o
siervos de la gleba, estaban preservados de esta enfermedad y
sometidos a otras peores, como el hambre la tuberculosis, las
“pestes”, o las pulgas y los piojos.
Hasta que Alexander Fleming descubriera la droga
llamada Penicilina, -el mayor descubrimiento de la historia de la
medicina-, al observar que el hongo conocido como Peniclilium
notatun segregaba una toxina que inhibía el crecimiento de
determinadas bacterias, esos seres microscópicos habían impuesto su
ley y doblegado a la raza humana, diezmándola con toda clase de
enfermedades. Pero el descubrimiento, allá por el año 1928, trajo
una luz de esperanza para el afligido y enclenque Mundo que sucumbía
ante una gripe.
¡Qué hubieran dado los cirujanos de la Edad Moderna por poseer un
remedio contra la sífilis!
¡Qué hubiesen dado ciertos personajes de la historia por tener a
mano una jeringa con penicilina!
No es intención hacer una relación de personalidades seglares que
padecieron la enfermedad, pues este artículo se quiere centrar en la
más alta Magistratura Católica: el Papado, pero a los Papas, de los
que más adelante hablaremos, les acompañaron celebridades como
Mozart y Beethoven, de entre una larga lista de músicos célebres.
Colón, Almagro, y Cortés, de entre los descubridores. Enrique VIII
y Felipe II, de entre los reyes europeos; y para terminar, el propio
Al Capone, al que si no asesinan en la cárcel, le hubiera matado la
enfermedad.
Pero ¿cómo es posible que una enfermedad de transmisión sexual
hiciera estragos entre el clero y no respetase ni a los Papas? La
verdad es que no tiene buena explicación y solamente
transplantándonos a las costumbres de la época, podremos encontrar
justificaciones.
Por poner algún ejemplo, se puede citar la Querella de las
Investiduras, en la que reyes y Papas se enfrentan en la designación
de dignidades apostólicas y que durante siglos denigra a unos y
otros y que, por fin, concluye con el Concordato de Worms, en 1122
que posteriormente fue ratificado en el Concilio de Letrán.
Cualquiera podía ser Cardenal, siempre que lo pagara y cualquiera
podía llegar a Papa. La “Simonía” era una
práctica extendida y consistía en la compra de lo que es
espiritual, mediante el pago material. La transacción incluía los
cargos eclesiásticos, las reliquias, la jurisdicción o la potestad
de excomunión.
De esta manera llegó al papado Alejandro VI, conocido hasta entonces
por su verdadero nombre, Rodrigo Borgia, casado y padre de varios
hijos entre los que destaca, por la singularidad de su vida, la
famosa Lucrecia Borgia, hermana del no menos famoso César Borgia,
que entre otros títulos ostentó el de Cardenal. Dicen que fue la
malaria la que acabó con la vida del Papa Borgia, pero a todas luces
fue la sífilis, que también padecieron sus hijos.
Alejandro VI, con capa pluvial y tiara pontificia
Por un breve espacio de tiempo le sucedió Pío III y a éste Julio
II, encarnizado enemigo de Alejandro VI, el cual prohibió la
costumbre de besar los pies del Pontífice porque padecía “una
podagra tuberosa e ulcerata” según la describe su médico de
cabecera y que se puede traducir como unas supurantes y fétidas
úlceras, producto del “Mal Francés” que el
Pontífice había contraído y que su médico trataba con emplasto de
mercurio.
Julio II con tiara e ínfulas
Muchos años antes, casi dos siglos, Bonifacio VIII, Papa 193 de la
historia del papado, de ascendencia catalana y de verdadero nombre
Benedetto Gaetani observó unas costumbres y presentó unos síntomas
que han inducido a los estudiosos a sospechar, cuando no a asegurar,
que padeció la temible enfermedad.
Y para terminar, toda una eminencia: León X, por
nombre verdadero Giovanni de Medicis y Orsini, lo que
supone decir que era la “crem de la crem”.
Llegó al grado cardenalicio a los trece años y con anterioridad
había sido abad de Monte Casino, la más famosa abadía de Italia.
Promiscuo bisexual, tuvo numerosos hijos bastardos, así como amantes
de ambos sexos. Cuando fue nombrado Papa, hubo de acudir en camilla
porque unas llagas purulentas le comían las posaderas.
Dicen que cuando le invistieron Papa regaló las ropas papales a su
primo Giulio de Medicis al que le confesó: Ahora podré divertirme
de verdad.
Su primo hizo buen uso de las prendas papales recibidas, pues le
sucedió años después en el papado, a la muerte de Adrián VI, como
Clemente VII, uno de los Papas más desastrosos de la
historia.
Además de que sus posaderas sanaron, como sanan solos los chancros
sifilíticos, su trayectoria de orgías y desenfreno apuntó a una
locura luética en el último estadio de la enfermedad.
A la historia ha pasado por varias razones, una de la cuales: la
“Taxae Camarae”, o la forma de hacerse perdonar los
pecados más horrendos, previo pago de su equivalente en metálico,
se considera como una de las mayores perversiones cometidas jamás
por Pontífice alguno. La otra, su falta de visión para oponerse al
más terrible Cisma de la Iglesia Católica: la Reforma de Martín
Lutero.
León X, del que algunos niegan fuese
el autor de
la Taxae Camarae
Pero no todo fue malo en esos pontífices y es quizás por su
lujuria, quizás por su gusto por las bellas mujeres, por el sexo y
la buena vida, que también sintieron inclinación por el arte y
además de su calidad pontificia, ejercieron de mecenas en una Italia
convulsa por las ideas renacentistas. Bajo sus égidas, autores como
Giotto (El Jardín de las Delicias) protegido de Benedicto VIII;
Rafael, Miguel Ángel, Leonardo, protegidos de Alejandro VI y Julio
II y un interminable etcétera de pintores escultores, arquitectos,
orfebres y otros artistas, vivieron y trabajaron creando obras de las
que la Humanidad se siente orgulloso.
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