domingo, 31 de marzo de 2013

LA HORMA DE SU ZAPATO

Publicado el 26 de septiembre de 2010




Es verdaderamente curioso examinar cómo el hombre se fue poco a poco apartando de la naturaleza, hasta el extremo de tener que usar ropas para guarecerse del frío y calzado para poder caminar, cuando el resto de los animales se han seguido valiendo con sus propios atributos, o bien los han modificado para adaptarse a las circunstancias y condiciones de cada momento.
Jamás la belleza de la ropa o la comodidad del calzado podrían igualar lo que la naturaleza aporta de manera gratuita: “pensad en los lirios del valle. Ni trabajan ni hilan. Pero ni Salomón con todo su esplendor fue tan magnífico”.
Pero lo cierto es que en aras de la civilización y el progreso, el hombre necesitó cubrir su cuerpo, primero con pieles de los animales que cazaba, luego con tejidos cuando aprendió a hilar.
Y desde entonces hasta ahora, el dicho bíblico perdió toda su actualidad, pues la civilización, la moda, las tecnologías, se han ido aplicando a la fabricación de vestidos y calzados, dejando a los lirios del valle en el lugar que le corresponde como belleza natural, pero en nada semejante a los esplendorosos vestidos que desde la más remota antigüedad embellecen, sobre todo, a las mujeres.
Hace algún tiempo publiqué un artículo en el que me refería a un libro escrito por mi cuñado Manolo Pacheco que trata sobre el Ilustrado y erudito Juan Luis Roche, un portuense tan singular como desconocido que entre otras cosas dedicó parte de su tiempo a estudiar el pie de las personas, llegando a la conclusión de que al ser ambos pies desiguales, no debían fabricarse los zapatos con la misma horma, colmo hasta ese momento sucedía.
Parece ahora tan normal que cada zapato tenga la forma del pie para el que está fabricado, que no acierta uno a explicarse cómo pudo ser de otra manera hasta el siglo XVIII; aunque lo cierto es que no había sido exactamente así.
El hombre primitivo era mucho más intuitivo, más despierto y, sobre todo, más necesitado de ingenio para poder sobrevivir, por eso, cuando empezó a usar calzado con el que protegerse del frío en la última glaciación, o de las asperezas del suelo, porque sus pies habían perdido la capacidad para resistirla, se dio cuenta de que ambos pies eran desiguales y construía calzados que anudaba con tiras de cuero, para cada uno de los pies y fue así hasta la época de esplendor de Roma.
Luego, quizás por las mismas causas por las que todo el pensamiento padece una parada casi universal, dejan de fabricarse los calzados para cada pie y por esa razón, el erudito Roche redescubre las peculiaridades de cada pie y pone de moda la fabricación de calzado exclusivo para pie derecho e izquierdo.
En época antigua era corriente que muchas personas caminasen descalzas, llevando un par de sandalias colgadas al hombro que usaban solamente cuando las necesidades del terreno hacían imposible caminar a pie descalzo. Esa costumbre continuó entre las clases más humildes y necesitadas y llegó hasta épocas en las que nos parece imposible, pero en el pasado siglo XIX, todavía se acostumbraba a caminar descalzo para no estropear el calzado que se usaba si no había otro remedio.
Así lo hacía José Sarto, segundo de los diez hijos de un humilde cartero de Riese, una población cercana a Venecia que a pesar de la pobreza, amaba el estudio de tal manera que, para no serle gravoso a su madre que había quedado viuda muy joven, iba descalzo al colegio, poniéndose los zapatos solamente al entrar en casa y con el fin de que su madre no sufriera. Años más tarde, el sacrifico le deparó el premio y la curia Vaticana le nombró Papa, habiendo reinado con el nombre de Pío X. Luego de su muerte se convirtió en el primer Papa elevado a los altares.
Pero, lamentablemente, nadie en este país nuestro fue capaz de aprovechar aquel descubrimiento del erudito antes mencionado y lanzarse a la fabricación industrial de calzados, para prestigio de España y enriquecimiento propio. En eso estamos muy mal acostumbrados y la acuñada frase de que trabajen ellos, no nos viene caída como por casualidad.
Sin embargo, casi setenta años después, un granjero de Cornualles al que no le gustaba el campo, pero que siente verdadera pasión por el calzado, se traslada a Londres en donde entra de aprendiz con un viejo maestro zapatero.
John Lobb, que así se llamaba, introdujo grandes innovaciones en la fabricación de botas y zapatos, pero sobre todo, aportó materiales de altísima calidad que hacían sus zapatos casi eternos.
Empezaba el maestro zapatero por tomar medidas exactas del pie, de cada uno de los dedos, del talón, del arco del puente y de todas las características de la extremidad, con las que construía un molde de madera que conservaba para cada cliente, pues se había percatado de que el pie, es de las partes del cuerpo que menos modificaciones sufre una vez que llega al completo desarrollo. Con ese molde fabricaba el calzado adaptándolo perfectamente a las características de cada persona que solamente se tenía que someter una vez a que se le tomaran medidas, pues luego, podía encargar los pares que necesitara y el zapatero Lobb sacaba el molde y cumplía el encargo.
Muy pronto se hizo famoso y a mediados del siglo XIX era reconocido por la realeza y la aristocracia inglesa como el mejor fabricante de calzado.
El entonces Príncipe de Gales y más tarde rey Eduardo VII, se encontraba entre sus más distinguidos clientes, pero importantes jeques árabes, maharajás indios, millonarios de todo el mundo y actualmente también, estrellas de cine, se cuentan entre sus incondicionales y es que John Lobb sigue existiendo como fabricante de zapatos, usando el mismo método tradicional que implantara su creador y con tiendas abiertas en las más importantes ciudades de Europa y América.

Entrada de la tienda de Londres, en la famosa St. James Street.

La central de la marca está en Londres, un establecimiento abierto al público en 1849 que conserva todo el rancio sabor de una tiende de aquella época y entre maderas nobles y cristales con bisel, se ofrecen los zapatos más caros del mundo, hechos a la medida de cada pie y con las materias primas más sofisticadas y resistentes
Cada cliente tiene la horma de sus zapatos debidamente archivada y numerada. La propia tienda tiene un museo con todas las hormas de personajes famosos que en ella se hicieron sus calzados y que van desde los anteriormente citados hasta Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, y más actuales como Tom Cruise o el Príncipe Carlos de Inglaterra.
Parece inexplicable que hasta hace siglo y medio, no se tuviera un patrón de calidad para algo tan importante como un calzado que permitiera realizar las largas caminatas a que entonces se acostumbraba sin destrozarse los pies y lo cierto es que la mayoría de las personas fabricaban sus calzados, normalmente sandalias; y muchas otras compraban solamente una bota cuando ésta se le había roto y la otra continuaba servible.
Los artesanos zapateros fabricaban de manera intuitiva, sin ningún rigor y sin ajustarse a una medida estándar, por lo que la confusión era generalizada.
Hoy es fácil comprar un calzado ajustado a nuestro pie; basta entrar en una zapatería y pedir aquel zapato del escaparate que nos ha gustado, en el número cuarenta y dos, pongo por ejemplo en mi caso.
No nos preguntamos porqué ese tamaño lleva el número cuarenta y dos, cuando esos dígitos no se corresponden a ninguna medida en unidad conocida, y ese es otro de los aspectos que el mundo del calzado presenta como singularidad.
La falta del patrón métrico decimal, que es el sistema usado actualmente en casi todo el mundo, hacía que las cosas se midieran de las formas más pintorescas: pies, codos, pulgadas, nudos, etc., que carentes de un patrón común, en cada lugar tenían una dimensión distinta.
En 1305, el rey inglés Eduardo I, casado con la española Leonor de Castilla, hija de Fernando III El Santo, unificó la medida que debía tener una pulgada y que sería el equivalente al ancho de tres espigas de avena, que debían considerarse lo suficientemente homogénea como para servir de patrón de medida. Así, cuando el pie de una dama era el equivalente de treinta y cinco espigas, solicitaba el calzado por ese número y de esa manera, el número del zapato que calzamos ha llegado hasta nuestros días.
Otra curiosidad del calzado es el de los tacones. En principio las botas, sandalias, zapatos y toda clase de calzado, eran de suelas planas y no presentaban resalte alguno para el talón.
La idea de descargar la columna vertebral llegaría más tarde, cuando se comprobó que elevando el talón, se descansaba más el peso del cuerpo y la carga era mejor repartida; pero la necesidad no surgió de ahí, sino que vino producida por un cambio en la estructura de los estribos de las caballerías que dejaron de tener protección delantera y entonces el pie, falto de una sujeción, se colaba por el estribo y hacía incómoda la monta. Para remediar esta deficiencia, fue en Francia en donde empezaron a colocar una especie de tope en la suela de la bota para que se sujetara con el borde del estribo y el jinete pudiese hacer fuerza. Poco a poco ese tope se transformó en tacón, solamente en los zapatos y botas de los hombres. Para las mujeres el inicio fue distinto.
Y dos fueron las circunstancias que propiciaron el uso del tacón, cada vez más alto. En primer lugar por separar el pie del suelo, teniendo en cuenta que nos encontramos en la época en que con un simple “agua va”, salían expelidas por las ventanas las deposiciones de los habitantes de las ciudades, las cuales quedaban depositadas en la calle, formando un caldo inmundo que produjo infinidad de epidemias. Pero no encontraron otra forma de proteger los calzados de las pisadas de los excrementos, casi siempre humanos, que incorporarles el mismo tacón que para la monta y así nacieron los zapatos con tacones que, además de separar a su usuario de las inmundicias, tuvieron la virtud de hacer parecer más altos a sus portadores, razón por la que el Rey Sol, Luis XIV de Francia, personaje bajito donde los hubiera, comenzó a incorporar a su calzado, un ligero tacón que fue elevando poco a poco y a medida que en la corte, que apreciaban cómo crecía el rey, iban aplicándose los mismos procedimientos, lo que obligaba al monarca a subir centímetros en su calzado.
De la misma forma que por detrás, por el tacón, crecía el calzado, las modas impusieron ciertas costumbres, como la de alargar las punteras en un derroche de fantasía que no conducía a nada salvo a medir el suelo de vez en vez, cuando incapaces de controlar dónde ponían el pie, cualquier otra persona les pisaba las alargadas punteras, que llegaron a tener casi un metro, dando en el suelo con el usuario de tan incómoda prenda.
Las cosas se complicaron de tal manera y se produjeron tantas situaciones embarazosas que en Inglaterra, en dónde más furor causaba esta estúpida e incómoda novedad, por decreto real, fueron prohibidas las largas punteras.
Afortunadamente las cosas se desarrollan ahora en perfecta normalidad y las extravagancias han quedado para momentos y situaciones muy concretas. La inmensa mayoría de nosotros, seamos hombres o mujeres, usamos un calzado cómodo y normalmente discreto, pero si alguien quiere comprar un zapato de Lobb, cosa que puede hacer en Madrid o Barcelona, tiene que estar dispuesto a esperar unos ocho meses y a pagar unos tres mil quinientos euros por un zapato normal. Si lo quiere de pieles especiales como serpiente o cocodrilo, el precio le subirá hasta el doble.

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