Publicado el 26 de septiembre de 2010
Es verdaderamente curioso examinar
cómo el hombre se fue poco a poco apartando de la naturaleza, hasta
el extremo de tener que usar ropas para guarecerse del frío y
calzado para poder caminar, cuando el resto de los animales se han
seguido valiendo con sus propios atributos, o bien los han modificado
para adaptarse a las circunstancias y condiciones de cada momento.
Jamás la belleza de la ropa o la
comodidad del calzado podrían igualar lo que la naturaleza aporta de
manera gratuita: “pensad
en los lirios del valle. Ni trabajan ni hilan. Pero ni Salomón con
todo su esplendor fue tan magnífico”.
Pero lo cierto es que en aras de la
civilización y el progreso, el hombre necesitó cubrir su cuerpo,
primero con pieles de los animales que cazaba, luego con tejidos
cuando aprendió a hilar.
Y desde entonces hasta ahora, el dicho
bíblico perdió toda su actualidad, pues la civilización, la moda,
las tecnologías, se han ido aplicando a la fabricación de vestidos
y calzados, dejando a los lirios del valle en el lugar que le
corresponde como belleza natural, pero en nada semejante a los
esplendorosos vestidos que desde la más remota antigüedad
embellecen, sobre todo, a las mujeres.
Hace algún tiempo publiqué un
artículo en el que me refería a un libro escrito por mi cuñado
Manolo Pacheco
que trata sobre el Ilustrado y erudito Juan
Luis Roche, un
portuense tan singular como desconocido que entre otras cosas dedicó
parte de su tiempo a estudiar el pie de las personas, llegando a la
conclusión de que al ser ambos pies desiguales, no debían
fabricarse los zapatos con la misma horma, colmo hasta ese momento
sucedía.
Parece ahora tan normal que cada
zapato tenga la forma del pie para el que está fabricado, que no
acierta uno a explicarse cómo pudo ser de otra manera hasta el siglo
XVIII; aunque lo cierto es que no había sido exactamente así.
El hombre primitivo era mucho más
intuitivo, más despierto y, sobre todo, más necesitado de ingenio
para poder sobrevivir, por eso, cuando empezó a usar calzado con el
que protegerse del frío en la última glaciación, o de las
asperezas del suelo, porque sus pies habían perdido la capacidad
para resistirla, se dio cuenta de que ambos pies eran desiguales y
construía calzados que anudaba con tiras de cuero, para cada uno de
los pies y fue así hasta la época de esplendor de Roma.
Luego, quizás por las mismas causas
por las que todo el pensamiento padece una parada casi universal,
dejan de fabricarse los calzados para cada pie y por esa razón, el
erudito Roche redescubre las peculiaridades de cada pie y pone de
moda la fabricación de calzado exclusivo para pie derecho e
izquierdo.
En época antigua era corriente que
muchas personas caminasen descalzas, llevando un par de sandalias
colgadas al hombro que usaban solamente cuando las necesidades del
terreno hacían imposible caminar a pie descalzo. Esa costumbre
continuó entre las clases más humildes y necesitadas y llegó hasta
épocas en las que nos parece imposible, pero en el pasado siglo XIX,
todavía se acostumbraba a caminar descalzo para no estropear el
calzado que se usaba si no había otro remedio.
Así lo hacía José
Sarto, segundo de los
diez hijos de un humilde cartero de Riese, una población cercana a
Venecia que a pesar de la pobreza, amaba el estudio de tal manera
que, para no serle gravoso a su madre que había quedado viuda muy
joven, iba descalzo al colegio, poniéndose los zapatos solamente al
entrar en casa y con el fin de que su madre no sufriera. Años más
tarde, el sacrifico le deparó el premio y la curia Vaticana le
nombró Papa, habiendo reinado con el nombre de Pío
X. Luego de su muerte
se convirtió en el primer Papa elevado a los altares.
Pero, lamentablemente, nadie en este
país nuestro fue capaz de aprovechar aquel descubrimiento del
erudito antes mencionado y lanzarse a la fabricación industrial de
calzados, para prestigio de España y enriquecimiento propio. En eso
estamos muy mal acostumbrados y la acuñada frase de que trabajen
ellos, no nos viene caída como por casualidad.
Sin embargo, casi setenta años
después, un granjero de Cornualles al que no le gustaba el campo,
pero que siente verdadera pasión por el calzado, se traslada a
Londres en donde entra de aprendiz con un viejo maestro zapatero.
John Lobb,
que así se llamaba, introdujo grandes innovaciones en la fabricación
de botas y zapatos, pero sobre todo, aportó materiales de altísima
calidad que hacían sus zapatos casi eternos.
Empezaba el maestro zapatero por tomar
medidas exactas del pie, de cada uno de los dedos, del talón, del
arco del puente y de todas las características de la extremidad, con
las que construía un molde de madera que conservaba para cada
cliente, pues se había percatado de que el pie, es de las partes del
cuerpo que menos modificaciones sufre una vez que llega al completo
desarrollo. Con ese molde fabricaba el calzado adaptándolo
perfectamente a las características de cada persona que solamente se
tenía que someter una vez a que se le tomaran medidas, pues luego,
podía encargar los pares que necesitara y el zapatero Lobb
sacaba el molde y cumplía el encargo.
Muy pronto se hizo famoso y a mediados
del siglo XIX era reconocido por la realeza y la aristocracia inglesa
como el mejor fabricante de calzado.
El entonces Príncipe de Gales y más
tarde rey Eduardo VII,
se encontraba entre sus más distinguidos clientes, pero importantes
jeques árabes, maharajás indios, millonarios de todo el mundo y
actualmente también, estrellas de cine, se cuentan entre sus
incondicionales y es que John
Lobb sigue existiendo
como fabricante de zapatos, usando el mismo método tradicional que
implantara su creador y con tiendas abiertas en las más importantes
ciudades de Europa y América.
Entrada
de la tienda de Londres, en la famosa St. James Street.
La central de la marca está en
Londres, un establecimiento abierto al público en 1849 que conserva
todo el rancio sabor de una tiende de aquella época y entre maderas
nobles y cristales con bisel, se ofrecen los zapatos más caros del
mundo, hechos a la medida de cada pie y con las materias primas más
sofisticadas y resistentes
Cada cliente tiene la horma de sus
zapatos debidamente archivada y numerada. La propia tienda tiene un
museo con todas las hormas de personajes famosos que en ella se
hicieron sus calzados y que van desde los anteriormente citados hasta
Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, y más actuales como Tom Cruise o
el Príncipe Carlos de Inglaterra.
Parece inexplicable que hasta hace
siglo y medio, no se tuviera un patrón de calidad para algo tan
importante como un calzado que permitiera realizar las largas
caminatas a que entonces se acostumbraba sin destrozarse los pies y
lo cierto es que la mayoría de las personas fabricaban sus calzados,
normalmente sandalias; y muchas otras compraban solamente una bota
cuando ésta se le había roto y la otra continuaba servible.
Los artesanos zapateros fabricaban de
manera intuitiva, sin ningún rigor y sin ajustarse a una medida
estándar, por lo que la confusión era generalizada.
Hoy es fácil comprar un calzado
ajustado a nuestro pie; basta entrar en una zapatería y pedir aquel
zapato del escaparate que nos ha gustado, en el número cuarenta y
dos, pongo por ejemplo en mi caso.
No nos preguntamos porqué ese tamaño
lleva el número cuarenta y dos, cuando esos dígitos no se
corresponden a ninguna medida en unidad conocida, y ese es otro de
los aspectos que el mundo del calzado presenta como singularidad.
La falta del patrón métrico decimal,
que es el sistema usado actualmente en casi todo el mundo, hacía que
las cosas se midieran de las formas más pintorescas: pies, codos,
pulgadas, nudos, etc., que carentes de un patrón común, en cada
lugar tenían una dimensión distinta.
En 1305, el rey inglés Eduardo
I, casado con la
española Leonor de Castilla, hija de Fernando
III El Santo, unificó
la medida que debía tener una pulgada y que sería el equivalente al
ancho de tres espigas de avena, que debían considerarse lo
suficientemente homogénea como para servir de patrón de medida.
Así, cuando el pie de una dama era el equivalente de treinta y cinco
espigas, solicitaba el calzado por ese número y de esa manera, el
número del zapato que calzamos ha llegado hasta nuestros días.
Otra curiosidad del calzado es el de
los tacones. En principio las botas, sandalias, zapatos y toda clase
de calzado, eran de suelas planas y no presentaban resalte alguno
para el talón.
La idea de descargar la columna
vertebral llegaría más tarde, cuando se comprobó que elevando el
talón, se descansaba más el peso del cuerpo y la carga era mejor
repartida; pero la necesidad no surgió de ahí, sino que vino
producida por un cambio en la estructura de los estribos de las
caballerías que dejaron de tener protección delantera y entonces el
pie, falto de una sujeción, se colaba por el estribo y hacía
incómoda la monta. Para remediar esta deficiencia, fue en Francia en
donde empezaron a colocar una especie de tope en la suela de la bota
para que se sujetara con el borde del estribo y el jinete pudiese
hacer fuerza. Poco a poco ese tope se transformó en tacón,
solamente en los zapatos y botas de los hombres. Para las mujeres el
inicio fue distinto.
Y dos fueron las circunstancias que
propiciaron el uso del tacón, cada vez más alto. En primer lugar
por separar el pie del suelo, teniendo en cuenta que nos encontramos
en la época en que con un simple “agua va”, salían expelidas
por las ventanas las deposiciones de los habitantes de las ciudades,
las cuales quedaban depositadas en la calle, formando un caldo
inmundo que produjo infinidad de epidemias. Pero no encontraron otra
forma de proteger los calzados de las pisadas de los excrementos,
casi siempre humanos, que incorporarles el mismo tacón que para la
monta y así nacieron los zapatos con tacones que, además de separar
a su usuario de las inmundicias, tuvieron la virtud de hacer parecer
más altos a sus portadores, razón por la que el Rey
Sol, Luis
XIV de Francia,
personaje bajito donde los hubiera, comenzó a incorporar a su
calzado, un ligero tacón que fue elevando poco a poco y a medida que
en la corte, que apreciaban cómo crecía el rey, iban aplicándose
los mismos procedimientos, lo que obligaba al monarca a subir
centímetros en su calzado.
De la misma forma que por detrás, por
el tacón, crecía el calzado, las modas impusieron ciertas
costumbres, como la de alargar las punteras en un derroche de
fantasía que no conducía a nada salvo a medir el suelo de vez en
vez, cuando incapaces de controlar dónde ponían el pie, cualquier
otra persona les pisaba las alargadas punteras, que llegaron a tener
casi un metro, dando en el suelo con el usuario de tan incómoda
prenda.
Las cosas se complicaron de tal manera
y se produjeron tantas situaciones embarazosas que en Inglaterra, en
dónde más furor causaba esta estúpida e incómoda novedad, por
decreto real, fueron prohibidas las largas punteras.
Afortunadamente las cosas se
desarrollan ahora en perfecta normalidad y las extravagancias han
quedado para momentos y situaciones muy concretas. La inmensa mayoría
de nosotros, seamos hombres o mujeres, usamos un calzado cómodo y
normalmente discreto, pero si alguien quiere comprar un zapato de
Lobb,
cosa que puede hacer en Madrid o Barcelona, tiene que estar dispuesto
a esperar unos ocho meses y a pagar unos tres mil quinientos euros
por un zapato normal. Si lo quiere de pieles especiales como
serpiente o cocodrilo, el precio le subirá hasta el doble.
No hay comentarios:
Publicar un comentario