Publicado el 5 de septiembre de 2010
Nunca me cansaré de repetir que no
entiendo cómo es posible que páginas de nuestra historia de gran
trascendencia, hayan pasado desapercibidas. Por qué razón no hemos
recogido en los libros de historia que ganamos a Inglaterra la que se
llamó Guerra de la Oreja de Jenkins, o que una escuadra francesa de
sesenta buques fue derrotada por los españoles al mando de don
Álvaro de Bazán en las Islas Azores.
Sin embargo nos damos a recordar las
amargas derrotas que nos inflingieron nuestros tradicionales
enemigos, a veces, con conmemoraciones bochornosas, como la muy
reciente del segundo centenario de la Batalla de Trafalgar.
Pero eso tiene que cambiar. Hemos de
empezar a recoger en nuestros libros de historia, los acontecimientos
que se han producido sin ningún pudor a proclamarlos como acciones
que nos llenen de orgullo.
Esa es tarea que compete a las
autoridades académicas y poco podemos hacer los particulares para
conseguir cambiar los criterios, pero hasta allá donde alcance el
eco de un humilde contador de historias, me comprometo formalmente a
hacer todo lo posible por que se expliquen y se den a conocer, tanto
como sea posible, esos hechos oscuros y desenfocados que ocultamos
sin ninguna razón.
Y digo esto a colación de un suceso
importantísimo para nuestra ciudad, que, aunque sí está recogido
en la Historia, no se le ha dado el tratamiento adecuado.
Me estoy refiriendo al desembarco y
posterior invasión de Cádiz, por las tropas del Conde
de Essex el día 30 de
junio de 1596.
No voy a relatar lo que se puede
encontrar en los libros y muy especialmente en la Historia
de Cádiz y su Provincia
de Adolfo de Castro,
de obligado conocimiento para quien quiera estar documentado sobre
nuestra historia más próxima, pero voy a resaltar un detalle de
aquella dramática invasión que no ha sido suficientemente
difundido, a mi manera de ver.
La enemistad entre Inglaterra y
España, es algo que viene de antiguo. Felipe
II es el rey más
poderoso del mundo y eso escuece a los pérfidos ingleses que usando,
como siempre, de sus malas artes y de las alianzas de ocasión,
consiguen formar, junto con Holanda, una poderosa escuadra que se
presenta en el Golfo de Cádiz con claras intenciones de asediar.
157 naves, entre ellas 17 navíos de
gran porte, llegan frente a las costas de Cádiz el día de san Pedro
del año 1596. La escuadra conjunta iba al mando de Lord
Effingham, Almirante de
la Armada Británica y como General de las tropas de tierra, el Conde
de Essex, Robert
Devereux, favorito de
la reina Isabel I
de Inglaterra.
La intención de la escuadra combinada
es apresar los buques que estaban surtos en el interior de la Bahía
y que, cargadas sus bodegas, esperaban hacerse a la mar para llevar
gran cantidad de riquezas hasta las Américas.
Como casi siempre que hablamos de
nuestras gestas, la desatención, la improvisación y sobre todo, la
falta de un rigor militar que salvaguardase puertos como el gaditano,
puente principal de enlace con las Colonias, hacen de Cádiz una
ciudad muy vulnerable. A pesar que desde la Casa de Contratación de
Sevilla se ha avisado al Duque
de Medina Sidonia de
que una escuadra anglo-holandesa ha sido vista en las costas
portuguesas, no se toman las debidas precauciones y las velas de las
naves invasoras, están a la vista de los gaditanos que inician,
desesperadamente las tareas de defender lo que ya resulta
indefendible.
Dice Adolfo
de Castro que se
juntaba a esto la poca entereza de ánimo y ninguna práctica en las
cosas de la guerra que tenía el corregidor de la ciudad don Antonio
Girón, a quien no
animaron para organizar la resistencia ni la honra ni el peligro que
corrían y lo describe como tímido a la hora de afrontar el riesgo
de la defensa y temerario a la hora de querer huir y abandonar la
ciudad a su suerte.
Las naves españolas se refugiaron en
el interior de la Bahía, más allá de la línea de defensa que se
estableció entre Puntales y El Trocadero, justo donde ahora se
encuentra el Puente que nos une con Puerto Real, con la intención de
buscar bajos fondos que dificultaran la maniobra de los buques
invasores, que no conocían el trazado de los caños interiores de la
bahía, únicos lugares por donde se podía navegar sin temor a
embarrancar.
En la boca del fondo de la Bahía se
colocaron las galeras españolas para “dar rostro al enemigo”,
dice poéticamente el historiador.
A la mañana siguiente la nao capitana
de la flota combinada, aprovechando el viento, se adentra en la
Bahía, seguida de otras naves de la escuadra. Aunque desde tierra y
desde las embarcaciones se les dispara insistentemente, no se consigue
ningún blanco, pues salvo el galeón San Felipe que responde con
tino a la incursión de los ingleses, las baterías de la costa y de
las demás embarcaciones, disparan alocadamente y sin la pericia
necesaria.
El resultado final de todo un día de
lucha es que la escuadra anglo-holandesa consigue desembarcar sus
tropas en la zona de Puntales y poner a la ciudad en asedio.
Después de luchas y desesperadas
acciones, ya heroicas, la superioridad inglesa termina por imponerse
y la ciudad tiene que claudicar.
Se entregan los militares y comienza
entre vencedores y vencidos, una operación que hoy llamaríamos, sin
ningún rubor, de “asqueroso pasteleo”, pues no es otra cosa la
que quieren los invasores, que rentabilizar el triunfo en cifras de
beneficio económico.
Los refuerzos que habían venido desde
Jerez, llegaron a un rápido acuerdo con los invasores: Dos mil
ducados por la libertad de los apresados, de ellos quinientos por el
corregidor de la ciudad, don Leonardo de Cos, cuya autoridad
ignoraban los ingleses, pues de otra manera su libertad hubiese
valido varias veces esa cifra.
Tiempo le faltó al señor de Cos, tan
pronto se vio liberado, en disfrazarse y abandonar la ciudad.
Pero el resto de las negociaciones no
iban del agrado de los ingleses y la noche del día uno de julio, el
Conde de Essex,
dio su licencia para el saqueo de la ciudad. Los desmanes de aquella
noche hicieron a los militares y gente noble de la ciudad, acudir a
negociar con el conde las condiciones de su liberación.
Cuenta el historiador al que seguimos
en esta saga, que las casas y palacetes que se liberaron del saco
inglés, lo fueron de la chusma de las galeras y la canalla del
ejército.
Ciento veinte mil ducados fue la cifra
en la que estipuló la liberación de la ciudad y sus casi diez mil
habitantes, cifra que evidentemente no estaban en disposición de
aportar, para lo que se estipuló la entrega de cuarenta rehenes de
entre todos los estamentos de la sociedad gaditana que,
voluntariamente, se entregarían al conde de Essex y marcharían con
él a Inglaterra en calidad de prisioneros.
Dos semanas después, la flota inglesa
se hizo a la mar con los rehenes a bordo, no sin antes saquear
nuevamente e incendiar la ciudad que quedó reducida a cenizas.
Fray Pedro de Abreu,
un franciscano testigo presencial de la tragedia que escribiría
tiempo después una Historia
del Saqueo de Cádiz,
hace una relación de esas cuarenta personas que los ingleses se
llevaron como rehenes en sus barcos y empieza por los pertenecientes
a la dignidad eclesiástica, como es natural en un historiador
franciscano. Con nombre y apellidos, relaciona al arcediano de la
catedral, al chantre, a los racioneros; luego a los regidores y
corregidores de la ciudad; a continuación los caballeros y
ciudadanos; mercaderes y flamencos, uno de los cuales, señala el
fraile, estaba acompañado de su mujer e hijo y, según apostilla el
franciscano: “este dicen que fue de su voluntad”, por lo que hay
que entender que los otros no fueron de buen grado a acompañar a los
ingleses.
El trato que los rehenes recibieron de
los invasores fue realmente bueno, en lo que se refiere a su estancia
en Cádiz, lo que ocurriera luego, durante la travesía hasta
Inglaterra y su confinamiento fue cosa totalmente distinta.
Pero en nuestra ciudad parece que el
Conde de Essex trataba bien a los rehenes, sobre todo al Arcediano de
la Catedral, por nombre don Payo Patiño, el cual había trabado
buena relación con el inglés que le sentaba a su mesa y le hacía
regalos de ropas y dineros.
Arcediano es el nombre de una dignidad
eclesiástica que ha caído en desuso, sustituyéndose por
Archidiácono que es el primero de los diáconos y segundo en la
jerarquía del obispado y es el encargado de los cabildos
catedralicios que es el órgano colegiado creado para asesorar al
obispo.
Este buen trato lo corrobora el
canónigo Quesada que formó parte de los tres ciudadanos que
negociaron las condiciones de la liberación de la ciudad y que dice
en un escrito en el que relata el proceso:
“El cuarto punto (buen trato a
los nobles rehenes) prometió en ley de caballero de cumplirlo tan
honradamente como se vería por las obras, y que para este efecto
había mandado repartir los rehenes en las más principales naves y
con los más principales personajes de la armada, con orden que los
pusiesen en cabecera de mesa y les diesen camas y camisas para mudar,
y en fin, todo el regalo que humanamente se podía, y los presos
estaban de esto muy satisfechos, y nos contaban muchas
particularidades de cortesías que se usaban con ellos.”
Seguramente que la travesía fue buena
y que los primeros meses de estancia en Londres, también, pero
pasado el tiempo y como quiera que no se pagaba el rescate, los
rehenes terminaron encerrados en la famosa Torre de Londres, en unas
mazmorras de las que pocos salían con vida.
Es más que posible que aquí nos
olvidásemos de ellos, pues ningún movimiento se aprecia en orden a
reunir el dinero necesario para el rescate. También lo es que los
gaditanos lo pidiesen al rey y que Felipe II mirase para otro lado,
aun no repuesto del todo del desastre de la Armada Invencible; en
fin, la cuestión es que los rehenes que iban quedando con vida,
encerrados en las lúgubres mazmorras, desesperaban de su situación
y decidieron firmar una carta que enviaron al Cabildo de Cádiz a
principios del año 1598.
La carta la firmaban veintiuno de los
cuarenta y no se dice qué ha pasado con los que faltan que muy
posiblemente hayan gestionado sus liberaciones por su cuenta o han
fallecido ante las duras condiciones de su encierro.
La carta fue leída en el cabildo en
el mes de abril, cuando ya llevaban casi dos años prisioneros y en
la actualidad se encuentra en el Archivo Histórico Municipal de
Cádiz. Actas Capitulares. L.10.001, folios 93 vuelto y 94.
Su lectura produce congoja pues
aquellas personas son muy conscientes de que si no se les rescata,
mediante el pago de la cantidad estipulada, su final será la muerte
y por cierto, no muy lejana, dadas las condiciones en que describen
el cautiverio que están padeciendo, en unos sótanos tan húmedos
que sus paredes manan agua y con tanto frío del que no se pueden
defender, pues carecen de abrigos, salvo un montón de paja, debajo
de la cual crían los sapos.
Sin poder salir de sus mazmorras,
comen y hacen allí sus necesidades. Relatan como han de elegir a
cinco de sus compañeros de infortunio que serán ahorcados, en caso
de no pagarse el rescate y ellos se encuentran en la dolorosa
situación de hacer tan dramática elección.
El Cabildo de Cádiz, tras la lectura,
decide hacer copias de la carta y enviarla a cuantas personas puedan
ayudar a la causa, incluida su Majestad, en la conciencia de que ni
vendiendo toda las propiedades de los rehenes, y las de sus deudos,
sería posible alcanzar la cifra exigida y que las penalidades que
ellos están soportando, tal como lo describen en la carta, fue el
sacrificio personal para que no las padecieran los ciudadanos de
Cádiz, sus esposas y sus hijas.
Entre los veintiún firmantes de la
carta, figura don Payo Patiño, al que se ha dicho antes que el Conde
de Essex dispensaba trato distinguido, que evidentemente no duró
nada más que el tiempo necesario para hacer creer que los ciudadanos
de Cádiz, ofrecidos como rehenes, serían tratados con la
consideración debida.
Meses mas tarde de recibirse esta
carta, muere Felipe II y no se ha obtenido el dinero del rescate.
Han de pasar aún unos años hasta que
el problema se solucione y no porque se hiciera nada por dar
solución, sino porque los caminos del Señor son inescrutables, como
diría el predicador.
En 1601, el Conde de Essex, tras
muchas vicisitudes que no tienen cabida en esta historia, se enemista
de tal manera con la reina, de la que fue su favorito, que ésta
ordena que lo decapiten y en la misma Torre de Londres, donde el de
Essex tiene prisioneros a los españoles, el veinticinco de febrero
de 1601 es ajusticiado. Pero los rehenes siguen en las mazmorras.
El veinticuatro de marzo de 1603, dos
años más tarde, muere la reina de Inglaterra y le sucede su sobrino
Jacobo I, un pacifista convencido y enemigo de la piratería y el
pillaje.
Gracias a esta carambola sucesoria en
el reino inglés, los rehenes supervivientes alcanzaron la libertad
sin tener que pagar rescate y regresaron a sus casas en julio de
aquel año de 1603, siete años después del asedio a la ciudad de
Cádiz y como consecuencia de las conversaciones de paz que este
monarca inició con España.
¡Qué podemos decir! Quizás se
merezcan el homenaje de ver sus nombres en algún mármol, como única
manera de reparar tamaña ingratitud.
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