Publicado el 15 de agosto de 2010
Ya son varios artículos en los que he
intentado rescatar del anonimato, del olvido involuntario y del
desconocimiento pernicioso, a personajes que por su trayectoria, sus
acciones, sus descubrimientos y, en fin, por su contribución a la
modernidad, deberían estar por derecho propio en las páginas de
todos los libros de historia.
Este es el caso de una de esas
personas, completamente ignoradas, o quizás olvidadas, a las que en
España no se les ha dado el lugar que les corresponde.
Cuantas y cuantas veces habremos
ensalzado la figura de viajeros contumaces, siempre extranjeros, que
han recorrido el mundo pasando calamidades, para comerciar,
descubrir, o simplemente conocer otras tierras; muchos nombres nos
vienen a la memoria, y casi seguro que a todos se nos ocurre en
primer lugar el del viajero veneciano Marco Polo.
Otras veces ensalzamos la fe y la
constancia de aquellos sacerdotes que marcharon a tierras lejanas
para llevar la fe de la Iglesia, pero al personaje del que me
propongo hablar, casi nadie ha ensalzado, casi nadie lo ha dado a
conocer y nadie se ha preguntado por qué no aparece en ningún libro
de historia.
Hace ya varios años el suplemento
Crónica, del diario El Mundo, le dedicó un artículo, pero poco más
se ha leído sobre él y si consultamos enciclopedias, podremos
observar que no se le hace referencia, salvo de pasada, en una
edición antigua del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano.
El personaje que hoy sacamos a la luz,
nació el año 1564 en el pueblo de Olmeda de las Cebollas, en la
provincia de Madrid y muy cerca de Alcalá de Henares. Es posible que
por ese nombre el municipio no sea conocido, pues en 1970 cambió su
nombre por Olmeda de las Fuentes.
En el seno de una familia acomodada,
vino al mundo Pedro Páez
Jaramillo, el cual,
desde muy joven, dejó ver su vocación sacerdotal. Estudió en el
colegio jesuita de la ciudad aragonesa de Belmonte del Río Perejil,
la cual también cambió su nombre en honor de su más acreditado
hijo, Baltasar Gracián y en 1985 pasó a denominarse Belmonte de
Gracián y allí, el joven Páez,
trabó amistad con uno de sus profesores que influiría decisivamente
en su vida y que le recomendó que cursase estudios superiores en la
universidad de Alcalá de Henares. Más tarde se trasladó a la
universidad de Coimbra, en Portugal, en aquel momento anexionado a la
corona española.
Con dieciocho años ingresó en la
Compañía de Jesús y en 1588, ya ordenado sacerdote, salió de
España para no regresar nunca más.
En aquellos tiempos el imperio español
no conocía fronteras y salvo el acoso de los turcos u otomanos que en
el Mediterráneo se dedicaban al pillaje y a guerrear con las
ciudades costeras, el poder de España, junto con Portugal, era
ilimitado.
Dentro de las políticas de expansión,
era necesario hacer alianzas con algunos países del Océano Índico,
para hacer frente común contra los otomanos y en Etiopía, se había
destacado una misión de jesuitas que iniciando la introducción por
el camino de las conversiones, trababa de abrir brecha para
posteriores alianzas.
Eso mismo hicieron los jesuitas en
muchas otras partes del Pacífico, en donde llegaron hasta Japón,
China, etc.
Obedeciendo a la llamada de la
Compañía, Pedro Páez
salió rumbo a Goa, la capital de lo que se llamaba la India
Portuguesa.
Para situarnos un poco, esta ciudad
está a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Bombay, en el Océano
Índico.
En la actualidad, Goa es el estado más
pequeño de los que conforman la nación India, pero con él ocurrió
una circunstancia que también es curiosa y merece la pena resaltar.
Cuando la India accede a la
independencia en 1947, Portugal seguía teniendo allí la colonia
llamada India Portuguesa, que no cedió al proceso independentista,
pero entre 1951 y 1964, la que ya se conocía como Unión India, fue
ocupando aquellos territorios e incorporándolos a la Unión, aunque,
curiosamente, Portugal no reconoció aquella anexión hasta que
estalló la Revolución de los Claveles, en 1974, momento en el que
hizo también lo propio con las otras colonias que aún conservaba,
como Angola, Guinea Bissau, Cabo Verde y Mozambique, en casi todas
las cuales estaba manteniendo enfrentamientos con los movimientos de
liberación.
En Goa conoció Pedro
a otro jesuita, el padre Antonio
de Monserrat y tras
preparar el viaje, emprendieron el camino hacia Etiopía, lugar al
que se le había destinado, por decisión de la Compañía de Jesús.
No encontraron la manera de hacer un
viaje directo y en el peregrinar que entonces suponían los viajes en
barco, se dirigieron hacia el Estrecho de Ormuz que se encuentra en
la Península Arábiga y es el que pone en comunicación el Golfo
Pérsico con el Océano Índico.
Pero allí la suerte les fue adversa,
pues engañados por un comerciante árabe, fueron venidos como
esclavos a unos mercaderes turcos, con los que hubieron de recorrer
gran parte del sur de la Península Arábiga, cruzando a pie el
desierto de Rub’ Al Khalí, que en árabe quiere decir “El lugar
vacío” y que es una de las mayores extensiones de arena que se
conocen y hoy, el mayor y más productivo campo petrolífero del
mundo.
Tras siete años de cautiverio, fueron
rescatados y trasladados nuevamente a Goa, en donde su compañero, el
padre Monserrat, falleció al poco tiempo.
Pedro Páez
consiguió sobrevivir y contar su odisea particular de la que, aun
careciendo de muchos datos sobre los sufrimientos en el tiempo que
duró su cautividad, se sabe que caminaban aherrojados, con cadenas
al cuello y en los pies y que por largas temporadas los tenían
confinados en grutas bajo tierra, lugares extremadamente calurosos y
oscuros.
Pintura
extraída de un libro de la Compañía de Jesús
Repuesto de tantas penalidades, Pedro
Páez no olvidó cual
era su meta y tan pronto como se encontró en condiciones de volver a
viajar, lo hizo, esta vez, directamente hasta Etiopía. En 1603,
vestido como un árabe se embarcó nuevamente con destino a Massawa,
un importante puerto en la costa del Mar Rojo y que en la actualidad
pertenece al estado de Eritrea, bastante al norte de la actual
Etiopía.
Desde allí se trasladó hacia el sur,
a una ciudad llamada Fremona que era la base de los misioneros
católicos, sobre todo jesuitas, que cristianizaban la zona, para
oponer un freno religioso al empuje del Islam, llevado por los
otomanos y de la Iglesia Ortodoxa griega, de la que la mayoría
etíope era fiel.
Fremona no existe en la actualidad;
cuando se expulsaron a los misioneros en el año 1636, la ciudad fue
abandonada y posteriormente arrasada, pero se cree que debía estar
en las proximidades de la ciudad de Adwa, situada muy al norte de
Etiopía.
Una vez en tierras etíopes, Páez,
al que se le ha descrito como extremadamente inteligente, hábil con
los idiomas, diplomático y capaz de convencer a cualquiera, trabó
relación con el emperador etíope Za
Dengel, que es conocido
también como Asnaf Sagad
II, el cual tuvo un
reinado cortísimo, pues en 1604, un año después de ser nombrado
emperador, murió en el campo de batalla, cuando guerreaba para
apagar una rebelión de su pueblo encendida por sus detractores, al
saberse que Pedro Páez
lo había convertido al
catolicismo, abandonando la Iglesia Ortodoxa Etíope.
Pedro Páez
trató de convencer al emperador de que no hiciera público su cambio
de credo, pero impaciente éste por promulgar su nueva fe, se
apresuró, dando lugar a un levantamiento religioso que le costó la
vida.
Este emperador, con ocasión de
hallarse de viaje junto al jesuita, le dio a probar una extraña
bebida que éste jamás había probado. Se trataba de un bebedizo
hecho con agua hirviendo en la que se dejaban cocer unos granos
triturados de fortísimo sabor. Páez
fue, seguramente, el primer europeo que probó el café y que él lo
definió no muy ventajosamente como un caldo hirviente, oscuro, de
fuerte sabor que no le había permitido conciliar el sueño en muchas
horas.
Tras la muerte de su amigo y
protector, el misionero se volvió a Fremona, en donde esperó
tiempos mejores que llegaron cuando accedió al trono Susinio
Segued III, hecho
ocurrido en 1607 y que llenó de satisfacción al jesuita, pues era
persona a la que ya conocía y con la que conservaba buena relación.
Susinio
regaló a Páez
tierras en la zona central del país, a unos doscientos kilómetros
al norte de Adis Abeba y en la que se encuentra un gran lago,
conocido como Lago Tana.
Este lago es el más grande de Etiopía. En la actualidad tiene unas
treinta islas o islotes y su nivel ha bajado considerablemente en los
últimos cuatrocientos años.
Parece este un detalle nimio, pero no
es así. El misionero jesuita portugués Manuel de Almeida, hace una
descripción del lago en el siglo XVI y dice que tenía veintiuna
islas, de las que siete u ocho tenían monasterios, que con el paso
del tiempo habían ido quedando muy reducidos.
Cuando Páez
llegó a la zona, había muchas más islas, pero los monasterio
estaban casi abandonados. Por esa razón, construyó una iglesia de
piedra, al estilo de las construcciones religiosas de la Europa de
aquellos tiempos, para que pudiese perdurar al paso de los años.
En el año 1618, en compañía de
Segued III,
Páez
recorrió toda la región del Lago
Tana, llegando a una
zona en la orilla Sur, en donde el lago deja escapar parte de sus
aguas, formando un río manso que sigue en dirección Sur por algunos
kilómetros.
Al poco, el río se precipita en unas
cataratas de extraordinaria belleza, y luego, tomando un giro hacia
el Oeste, el río se enseñorea y aumenta su caudal, al recibir las
aguas de otros ríos que le son deudos. Pocos kilómetros más tarde,
inicia un recorrido hacia el Norte y sale del país. Cruza Sudán,
país limítrofe con Etiopía y al mismo pie de su capital, Jartum,
se une a otro río de similares características. Entre los dos
forman el río Nilo.
El que recorrió Páez,
el que nace en las cataratas de Tis
Isat referidas
anteriormente, después de haberse derramado del Lago
Tana es el llamado Nilo
Azul, el otro, el que
se le une en Jartum, es el Nilo
Blanco.
Juntos emprende el viaje más largo de
cuantos ríos existen y es el único importante y caudaloso cuyo
recorrido es de Sur a Norte.
Cataratas
de Tis Isat, fuentes del Nilo Azul
Descubrir las fuentes del Nilo fue
algo que obsesionó por igual a grandes hombres de la antigüedad.
Los egipcios, los persas, los griegos y los romanos no consiguieron
llegar más allá de donde los dos grandes ríos se unían y hasta
ese punto, el griego Ptolomeo, consiguió dibujar un mapa bastante
ajustado a la realidad.
Pero nadie pudo llegar a las fuentes
del Nilo Azul
y fue este jesuita quien lo hizo por primera vez, aunque ciento
cincuenta y dos años más tarde, se atribuyó su descubrimiento a un
viajero escocés jamado James
Bruce, que en realidad
lo que hizo fue redescubrirlas.
En un único libro que escribió el
jesuita, redactado en portugués y que no se ha publicado por primera
vez hasta 1945, llamado Historia
de Etiopía que nunca
se ha traducido al español, su autor dice en relación con el
descubrimiento de las fuentes del Nilo
Azul: “Confieso
que me alegré de ver lo que tanto desearon ver el rey Ciro, el gran
Alejandro y Julio César.”
Es cierto que el manuscrito apareció
a los trescientos años de su muerte, pero eso no es óbice para que
hubiera despertado la curiosidad de la sociedad científica e
intelectual de la época.
El veintidós de mayo de 1622, murió
Pedro Páez Jaramillo
y fue enterrado en la iglesia de piedra que el mismo había
construido en las tierras que su amigo, el emperador Susino
Segued III le regalara.
Allí lo enterraron y allí quedó olvidado.
El Nilo
Azul tiene un recorrido
tan sumamente peligroso que hasta hace algo más de quince años no
se ha podido recorrer enteramente.
Es hora de hacer un poco de justicia y
rescatar del olvido a este personaje que, sin duda alguna, merece
ocupar el lugar que le corresponde en las páginas de la Historia.
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