sábado, 30 de marzo de 2013

LA PLAZA DE LA HORA


Publicado el 21 de febrero de 2010





Ese es el nombre que recibe, desde 1590, la plaza más céntrica de la villa de Pastrana, en la provincia de Guadalajara. Debe su nombre esta villa al Cónsul romano Paterno Patermiano que la reconstruyó en el año 246 de nuestra era, denominándola Patermiana. Luego, los árabes la llamaros Pastrera, de donde fue derivando hasta la denominación actual de Pastrana.
Con las cosas que pasaban en la Edad Media, la corona, en ese momento representada por Carlos I, vendió la villa a doña Ana de la Cerda y de ahí arranca la historia que me propongo abordar.
Lo que a día de hoy nos parece algo inconcebible, en otro tiempo fue la cosa más normal del mundo y, por ejemplo, ocultar que alguien es hijo de un sacerdote, era cosa completamente fuera de lugar en tiempos pretéritos.
En España ha habido dos cardenales de renombre: El Cardenal Cisneros y el Cardenal Mendoza. Bueno, luego ha habido otros de mucho fuste, pero a los libros de historia, los que han pasado con más méritos, son estos dos.
Pues bien, el Cardenal Mendoza, cuyo nombre era Pedro González de Mendoza, era el quinto hijo del Marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza y de Catalina de Figueroa y desde muy joven, fue dedicado a la carrera eclesiástica.
Según describen las crónicas de la época, al Cardenal se le conocían tres hijos que la Reina Isabel la Católica, tan casta y pura ella, perdonaba alegremente, llamándolos “los lindos pecados del Cardenal”.
Con su amante, una dama portuguesa de la reina llamada Mencía de Lemos, tuvo dos hijos: Rodrigo y Diego y luego de unos años, solicitó del Vaticano la legitimación de los dos vástagos, la cual le otorgó el Papa Inocencio VIII en 1486, sin que le temblara la mano ni lo más mínimo. Pero ¡cómo había de temblarle, si Mendoza era compañero suyo en el cónclave en que fue elegido Papa!; además, Inocencio VIII se caracterizó por llevar a cabo un reinado en donde se impuso el nepotismo hasta extremos insospechados como el de nombrar cardenal a un nieto suyo de doce años de edad. Además de una barbaridad eclesiástica, eso quiere decir que el Papa tenía un hijo o una hija, desconozco ese dato, que le dio el nieto.
Fue este Papa quien otorgó a los Reyes Católicos el título de Católica Majestad, con el que fueron conocidos.
Pues bien, retomando la historia, a los dos hijos, ya legitimados del Cardenal Mendoza, se unió un tercero, habido de sus relaciones sacrílegas, a las que también podríamos llamar adulterinas, con Inés de Tovar, al que pusieron por nombre Juan.
Del segundo de estos hijos, Diego de Mendoza, casado con Ana de la Cerda y Castro, propietaria de la villa de Pastrana, nació Diego Hurtado de Mendoza que en 1538 se casó con Catalina de Silva, fruto de cuya unión tuvieron solamente una hija, pero ¡qué hija!
Ana de Mendoza y de la Cerda, más conocida como la Princesa de Éboli, nació en Cifuentes, provincia de Guadalajara, el 29 de junio de 1540. Hay pocos datos de la juventud de Ana, pero fue educada, como hija única que era y en el seno de una de las familias más poderosa de Castilla, con toda suerte de caprichos.
Los retratos que de ella nos han llegado, la presentan como una mujer menuda y agraciada, con un parche cubriendo el ojo derecho, el cual, parece ser, que perdió jugando a esgrima con un paje de palacio. Otras versiones señalan que siendo extremadamente bizca, defecto que afeaba su cara, optó por taparse el ojo de una manera tan singular, que puso de moda el parche, como siglos más tarde hiciera también el General Mosheh Dayán, que dirigió la ofensiva israelí del Golán, en 1967.

La Princesa de Éboli

Su padre, digno descendiente del Cardenal, era un mujeriego impenitente, lo que no soportaba la pobre Catalina y era continua fuente de peleas y discusiones, tras las que don Diego se marchaba de casa por largas temporadas.
Con apenas doce años cumplidos, sus padres la casaron con un noble portugués llamado Rui Gomes da Silva, que en aquel momento tenía treinta y seis años; un personaje muy influyente, pues había venido a Castilla con el séquito de la futura esposa de Carlos I. Una vez aquí, entró al servicio de Felipe, Príncipe de Asturias, con el que trabó mucha amistad hasta el extremo de que se convirtió en su hombre de confianza, llegando a ser una de las personas más influyentes del reino.
Pero como la novia, ya esposa, era una niña, permaneció en la casa de sus padres hasta que cinco años más tarde, en 1557, se consumó el matrimonio, yéndose a vivir con su esposo. Durante los casi catorce años que duró el matrimonio, pues Rui fallece en 1573, tuvieron seis hijos, pero aparte de lo prolífica que llegó a ser Ana, lo más destacable en su nueva vida de casada es la constante confrontación con su padre, persona de un carácter insoportable, que además de hacer sufrir a su madre, por la que Ana tomó partido desde niña, era cruel y vengativo con sus súbditos.
Bien, este es un poco el planteamiento general de esta familia tan curiosa; pero si la saga familiar resulta un poco salida de lo normal, no lo es menos que a ella se la conozca como La Princesa de Éboli.
En primer lugar: si no es de una familia real, cómo puede ser princesa; y luego: qué país es Éboli. Pero efectivamente es así. Ni era de familia real, ni Éboli era un país y voy a tratar de explicarlo.
Mientras que en España no existen más distinciones nobiliarias que las conocidas de Duque, Marqués, Conde, Vizconde y Barón, en otros países, como Italia, a las distinciones nobiliarias agregaban la de Príncipe.
Igual que en España se era marqués de tal o cual ciudad o comarca, en Italia se podía ser príncipe de una ciudad y eso es lo que hizo Rui, el marido de Ana. Para asegurar el futuro de sus hijos, compró a su suegro la ciudad de Éboli, ciudad que se encuentra al sur de Salerno, en la provincia de ese mismo nombre y que actualmente carece de toda importancia, con una población cercana a los cuarenta mil habitantes, pero que en aquel tiempo, cuando Nápoles, capital del reino del mismo nombre, que está relativamente cerca, pertenecía a la Corona Española, es posible que la ciudad tuviese otro prestigio.
Lo cierto es que tras la compra, Felipe II, del que se ha dicho, era muy amigo de Rui, otorgó a éste el título de Príncipe de Éboli y por extensión a su esposa, Ana, la cual, desde entonces, fue siempre conocida por este nombre. Luego, Rui, compró también otras ciudades, como la Villa de Pastrana, ciudad que pertenecía a su suegra y de la que arranca esta historia. Felipe II, siguiendo la costumbre de la época, le nombró Duque de Pastrana, el más alto grado nobiliario existente.
Santa Teresa de Jesús que entre estrofa y estrofa fundaba conventos, fundó en Pastrana, un convento de carmelitas, en el que la princesa, al quedar viuda y desconsolada, ingresó con la intención de profesar los hábitos. Cuentan las malas lenguas que al enterarse la abadesa de la intención de la princesa de ingresar en la orden, profirió una frase que quedó acuñada para el recuerdo: “La princesa monja; la casa doy por deshecha”. Lo cierto es que la princesa ingresó en el convento rodeada de todas sus servidoras y un año después, el convento se trasladó a Segovia, dejando en Pastrana a la ilustre huésped.
Para complicarle más la vida a su hija, el padre de Ana, al quedar viudo, se casó rápidamente con Magdalena de Aragón, de rancio abolengo, a la que también, muy pronto, dejó embarazada. Pero murió enseguida, antes de que su mujer diera a luz, mientras Ana se debatía, pues de ser un varón, toda su herencia se iría al garete. Quiso la fortuna que Magdalena diese a luz una niña que, además, murió a poco de nacer.
Después de unos años retirada de la vida pública, Ana decide volver a entrar en escena y se presenta en la corte. En ese momento la persona más influyente junto al monarca Felipe II es Antonio Pérez, el cual había sido íntimo de fallecido Rui Gomes y con la influencia del famoso secretario, Ana accede hasta el rey.
La leyenda dice que fue la amante de Felipe II a la vez que de su secretario, el temido Antonio Pérez, pero parece que no es cierto en lo que respecta del rey, aunque sí en relación al secretario.
Parece que la de Éboli ha encontrado la estabilidad en la corte, pero su afán de intrigar, le lleva por mal camino y cuando ocurre un incidente muy grave, tiene que pagar las consecuencias. Su marido había promocionado a Juan de Escobedo como Secretario de don Juan de Austria, hermanastro del rey y éste empezó a confabularse para conseguir que Juan de Austria se hiciera con la corona de Portugal, vacante en aquellos momentos.
Antonio Pérez ordenó el asesinato de Escobedo, que murió a escasos metros del Palacio Real de Madrid a manos de unos sicarios, la noche del 31 de marzo de 1578. Pero la jugada no le salió lo suficientemente bien al temible secretario, pues fue juzgado y condenado, viéndose en la necesidad de huir a refugiarse en Aragón años más tarde.
Este ha sido uno de los episodios más oscuros y sórdidos del reinado de uno de los reyes más tristes de España, en el se cebó la leyenda negra y a día de hoy, aún no están claros algunos detalles, como la participación del propio rey en la conjura.
Lo cierto es que Ana fue detenida en 1579 y desterrada a Pastrana, su villa, en 1581, alojándose en el Palacio Ducal.
Antes estuvo confinada en diferentes lugares como la localidad de Pinto, cercana a Madrid y Santorcaz, ciudad próxima al límite con Guadalajara y en donde también había sufrido prisión el Cardenal Cisneros.
Tras la fuga de Antonio Pérez, el rey ordena poner rejas a todas las ventanas del Palacio Ducal de Pastrana y redoblar la vigilancia de la desterrada, a la que despoja de la administración de los bienes de sus hijos.
Solamente su hija menor, Ana de Silva, permanece junto a su madre cuidándola hasta su muerte, tras la cual, ingresó en un convento.
En la villa, la Princesa de Éboli hace una vida austera, asomándose por una ventana del palacio a la plaza abierta frente a él, solamente una hora al día y desde entonces a aquella plaza se la conoce como La Plaza de la Hora.

Palacio Ducal de Pastrana y Plaza de La Hora

No se comprende demasiado bien la crueldad que el monarca emplea en castigar a Ana de Mendoza, cuando ella le llamaba primo y su amistad venía de tiempos muy atrás, cuando su marido era íntimo del rey.
En ese detalle se ha cebado la leyenda negra que a Felipe II ha tratado con más saña que a ningún otro monarca español. Se dice que la conjura para librarse de Escobedo y a la vez de su hermanastro, Juan de Austria, le fue transmitida al rey por los amantes, los cuales consiguieron hacerles partícipe de la felonía. Pero pronto, el rey, descubre los secretos intereses que mueven a Antonio Pérez y la de Éboli y comienza a acumular pruebas en su contra, hasta que decide el arresto.
Quizás, con la fuga de Antonio Pérez, el monarca temiera que pudiera dar a conocer los entresijos de la operación que entre los tres habían urdido, quizás temiera también que la Princesa de Éboli pudiera irse de la lengua, como se diría hoy y desacreditar la intachable conducta que al monarca gustaba aparentar.
No se sabe, pero es probable que tanta saña empleada en una de las mujeres más importantes de aquel momento, grande de España y poderosa por familia, tenga tras de sí ese oscuro tinte de miedo a que se desvele una trama tan intrigante como la habida.




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