Publicado el 21 de febrero de 2010
Ese es el nombre que recibe, desde
1590, la plaza más céntrica de la villa de Pastrana,
en la provincia de Guadalajara. Debe su nombre esta villa al Cónsul
romano Paterno Patermiano que la reconstruyó en el año 246 de
nuestra era, denominándola Patermiana.
Luego, los árabes la llamaros Pastrera,
de donde fue derivando hasta la denominación actual de Pastrana.
Con las cosas que pasaban en la Edad
Media, la corona, en ese momento representada por Carlos
I, vendió la villa a
doña Ana de la Cerda
y de ahí arranca la historia que me propongo abordar.
Lo que a día de hoy nos parece algo
inconcebible, en otro tiempo fue la cosa más normal del mundo y, por
ejemplo, ocultar que alguien es hijo de un sacerdote, era cosa
completamente fuera de lugar en tiempos pretéritos.
En España ha habido dos cardenales de
renombre: El Cardenal
Cisneros y el Cardenal
Mendoza. Bueno, luego
ha habido otros de mucho fuste, pero a los libros de historia, los
que han pasado con más méritos, son estos dos.
Pues bien, el Cardenal
Mendoza, cuyo nombre
era Pedro González de
Mendoza, era el quinto
hijo del Marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza y de
Catalina de Figueroa y desde muy joven, fue dedicado a la carrera
eclesiástica.
Según describen las crónicas de la
época, al Cardenal se le conocían tres hijos que la Reina Isabel la
Católica, tan casta y pura ella, perdonaba alegremente, llamándolos
“los lindos pecados del Cardenal”.
Con su amante, una dama portuguesa de
la reina llamada Mencía
de Lemos, tuvo dos
hijos: Rodrigo
y Diego
y luego de unos años, solicitó del Vaticano la legitimación de los
dos vástagos, la cual le otorgó el Papa Inocencio
VIII en 1486, sin que
le temblara la mano ni lo más mínimo. Pero ¡cómo había de
temblarle, si Mendoza
era compañero suyo en el cónclave en que fue elegido Papa!; además,
Inocencio VIII
se caracterizó por llevar a cabo un reinado en donde se impuso el
nepotismo hasta extremos insospechados como el de nombrar cardenal a
un nieto suyo de doce años de edad. Además de una barbaridad
eclesiástica, eso quiere decir que el Papa tenía un hijo o una
hija, desconozco ese dato, que le dio el nieto.
Fue este Papa quien otorgó a los
Reyes Católicos el título de Católica Majestad, con el que fueron
conocidos.
Pues bien, retomando la historia, a
los dos hijos, ya legitimados del Cardenal
Mendoza, se unió un
tercero, habido de sus relaciones sacrílegas, a las que también
podríamos llamar adulterinas, con Inés
de Tovar, al que
pusieron por nombre Juan.
Del segundo de estos hijos, Diego
de Mendoza, casado con
Ana de la Cerda y Castro,
propietaria de la villa de Pastrana,
nació Diego Hurtado de
Mendoza que en 1538 se
casó con Catalina de
Silva, fruto de cuya
unión tuvieron solamente una hija, pero ¡qué hija!
Ana de Mendoza y de la Cerda,
más conocida como la Princesa
de Éboli, nació en
Cifuentes, provincia de Guadalajara, el 29 de junio de 1540. Hay
pocos datos de la juventud de Ana, pero fue educada, como hija única
que era y en el seno de una de las familias más poderosa de
Castilla, con toda suerte de caprichos.
Los retratos que de ella nos han
llegado, la presentan como una mujer menuda y agraciada, con un
parche cubriendo el ojo derecho, el cual, parece ser, que perdió
jugando a esgrima con un paje de palacio. Otras versiones señalan
que siendo extremadamente bizca, defecto que afeaba su cara, optó
por taparse el ojo de una manera tan singular, que puso de moda el
parche, como siglos más tarde hiciera también el General Mosheh
Dayán, que dirigió la ofensiva israelí del Golán, en 1967.
La Princesa de
Éboli
Su padre, digno descendiente del
Cardenal,
era un mujeriego impenitente, lo que no soportaba la pobre Catalina y
era continua fuente de peleas y discusiones, tras las que don Diego
se marchaba de casa por largas temporadas.
Con apenas doce años cumplidos, sus
padres la casaron con un noble portugués llamado Rui
Gomes da Silva, que en
aquel momento tenía treinta y seis años; un personaje muy
influyente, pues había venido a Castilla con el séquito de la
futura esposa de Carlos I. Una vez aquí, entró al servicio de
Felipe, Príncipe de Asturias, con el que trabó mucha amistad hasta
el extremo de que se convirtió en su hombre de confianza, llegando a
ser una de las personas más influyentes del reino.
Pero como la novia, ya esposa, era una
niña, permaneció en la casa de sus padres hasta que cinco años más
tarde, en 1557, se consumó el matrimonio, yéndose a vivir con su
esposo. Durante los casi catorce años que duró el matrimonio, pues
Rui fallece
en 1573, tuvieron seis hijos, pero aparte de lo prolífica que llegó
a ser Ana,
lo más destacable en su nueva vida de casada es la constante
confrontación con su padre, persona de un carácter insoportable,
que además de hacer sufrir a su madre, por la que Ana
tomó partido desde niña, era cruel y vengativo con sus súbditos.
Bien, este es un poco el planteamiento
general de esta familia tan curiosa; pero si la saga familiar resulta
un poco salida de lo normal, no lo es menos que a ella se la conozca
como La Princesa de
Éboli.
En primer lugar: si no es de una
familia real, cómo puede ser princesa; y luego: qué país es Éboli.
Pero efectivamente es así. Ni era de familia real, ni Éboli
era un país y voy a tratar de explicarlo.
Mientras que en España no existen
más distinciones nobiliarias que las conocidas de Duque, Marqués,
Conde, Vizconde y Barón, en otros países, como Italia, a las
distinciones nobiliarias agregaban la de Príncipe.
Igual que en España se era marqués
de tal o cual ciudad o comarca, en Italia se podía ser príncipe de
una ciudad y eso es lo que hizo Rui,
el marido de Ana.
Para asegurar el futuro de sus hijos, compró a su suegro la ciudad
de Éboli,
ciudad que se encuentra al sur de Salerno,
en la provincia de ese mismo nombre y que actualmente carece de toda
importancia, con una población cercana a los cuarenta mil
habitantes, pero que en aquel tiempo, cuando Nápoles, capital del
reino del mismo nombre, que está relativamente cerca, pertenecía a
la Corona Española, es posible que la ciudad tuviese otro prestigio.
Lo cierto es que tras la compra,
Felipe II,
del que se ha dicho, era muy amigo de Rui,
otorgó a éste el título de Príncipe
de Éboli y por
extensión a su esposa, Ana,
la cual, desde entonces, fue siempre conocida por este nombre. Luego,
Rui,
compró también otras ciudades, como la Villa
de Pastrana, ciudad que
pertenecía a su suegra y de la que arranca esta historia. Felipe
II, siguiendo la
costumbre de la época, le nombró Duque de Pastrana, el más alto
grado nobiliario existente.
Santa Teresa de Jesús
que entre estrofa y estrofa fundaba conventos, fundó en Pastrana,
un convento de carmelitas, en el que la princesa, al quedar viuda y
desconsolada, ingresó con la intención de profesar los hábitos.
Cuentan las malas lenguas que al enterarse la abadesa de la intención
de la princesa de ingresar en la orden, profirió una frase que quedó
acuñada para el recuerdo: “La princesa monja; la casa doy por
deshecha”. Lo cierto es que la princesa ingresó en el convento
rodeada de todas sus servidoras y un año después, el convento se
trasladó a Segovia, dejando en Pastrana
a la ilustre huésped.
Para complicarle más la vida a su
hija, el padre de Ana,
al quedar viudo, se casó rápidamente con Magdalena de Aragón, de
rancio abolengo, a la que también, muy pronto, dejó embarazada.
Pero murió enseguida, antes de que su mujer diera a luz, mientras
Ana
se debatía, pues de ser un varón, toda su herencia se iría al
garete. Quiso la fortuna que Magdalena diese a luz una niña que,
además, murió a poco de nacer.
Después de unos años retirada de la
vida pública, Ana
decide volver a entrar en escena y se presenta en la corte. En ese
momento la persona más influyente junto al monarca Felipe
II es Antonio
Pérez, el cual había
sido íntimo de fallecido Rui
Gomes y con la
influencia del famoso secretario, Ana
accede hasta el rey.
La leyenda dice que fue la amante de
Felipe II
a la vez que de su secretario, el temido Antonio
Pérez, pero parece que
no es cierto en lo que respecta del rey, aunque sí en relación al
secretario.
Parece que la de Éboli ha encontrado
la estabilidad en la corte, pero su afán de intrigar, le lleva por
mal camino y cuando ocurre un incidente muy grave, tiene que pagar
las consecuencias. Su marido había promocionado a Juan
de Escobedo como
Secretario de don Juan de
Austria, hermanastro
del rey y éste empezó a confabularse para conseguir que Juan
de Austria se hiciera
con la corona de Portugal, vacante en aquellos momentos.
Antonio Pérez
ordenó el asesinato de Escobedo,
que murió a escasos metros del Palacio Real de Madrid a manos de
unos sicarios, la noche del 31 de marzo de 1578. Pero la jugada no le
salió lo suficientemente bien al temible secretario, pues fue
juzgado y condenado, viéndose en la necesidad de huir a refugiarse
en Aragón años más tarde.
Este ha sido uno de los episodios más
oscuros y sórdidos del reinado de uno de los reyes más tristes de
España, en el se cebó la leyenda negra y a día de hoy, aún no
están claros algunos detalles, como la participación del propio rey
en la conjura.
Lo cierto es que Ana
fue detenida en 1579 y desterrada a Pastrana,
su villa, en 1581, alojándose en el Palacio Ducal.
Antes estuvo confinada en diferentes
lugares como la localidad de Pinto, cercana a Madrid y Santorcaz,
ciudad próxima al límite con Guadalajara y en donde también había
sufrido prisión el Cardenal Cisneros.
Tras la fuga de Antonio
Pérez, el rey ordena
poner rejas a todas las ventanas del Palacio Ducal de Pastrana y
redoblar la vigilancia de la desterrada, a la que despoja de la
administración de los bienes de sus hijos.
Solamente su hija menor, Ana de Silva,
permanece junto a su madre cuidándola hasta su muerte, tras la cual,
ingresó en un convento.
En la villa, la Princesa
de Éboli hace una vida
austera, asomándose por una ventana del palacio a la plaza abierta
frente a él, solamente una hora al día y desde entonces a aquella
plaza se la conoce como La
Plaza de la Hora.
Palacio Ducal de
Pastrana y Plaza de La Hora
No se comprende demasiado bien la
crueldad que el monarca emplea en castigar a Ana
de Mendoza, cuando ella
le llamaba primo y su amistad venía de tiempos muy atrás, cuando su
marido era íntimo del rey.
En ese detalle se ha cebado la leyenda
negra que a Felipe II
ha tratado con más saña que a ningún otro monarca español. Se
dice que la conjura para librarse de Escobedo
y a la vez de su hermanastro, Juan
de Austria, le fue
transmitida al rey por los amantes, los cuales consiguieron hacerles
partícipe de la felonía. Pero pronto, el rey, descubre los secretos
intereses que mueven a Antonio
Pérez y la de Éboli
y comienza a acumular pruebas en su contra, hasta que decide el
arresto.
Quizás, con la fuga de Antonio
Pérez, el monarca
temiera que pudiera dar a conocer los entresijos de la operación que
entre los tres habían urdido, quizás temiera también que la
Princesa de Éboli
pudiera irse de la lengua, como se diría hoy y desacreditar la
intachable conducta que al monarca gustaba aparentar.
No se sabe, pero es probable que tanta
saña empleada en una de las mujeres más importantes de aquel
momento, grande de España y poderosa por familia, tenga tras de sí ese oscuro tinte de miedo a que se desvele una trama tan intrigante
como la habida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario