Publicado el 22 de noviembre de 2009
De unos años a esta parte se ha
impuesto una moda que muchos pensamos es de escaso gusto. “Piercings”
y tatuajes compiten en los cuerpos de aquellas personas a las que
esta estética actual parece enloquecer.
Taladrar una parte de nuestra
anatomía, para lucir una argolla en una oreja o en la nariz, o un
pasador en una ceja, no es nada nuevo. Aparte de que muchas tribus
salvajes y semisalvajes usan de estos abalorios para embellecerse,
siglos atrás, los marineros usaron los aretes para demostrar sus
heroicidades.
Recuerdo que de niño ya había visto
fotografías en revistas, o cromos de colecciones en donde se
exponían orejas que a base de colgarles aros de metal, llegaban
hasta los hombros, o labios en los que se insertaban unos platillos
de barro, o narices atravesadas por varillas.
Todavía me produce un verdadero
escalofrío cuando lo veo y siempre pensé que eso se quedaba para
las colecciones de Historia Natural o de National Geographic, pero
no. Evidentemente estaba equivocado porque cada vez más, vemos por
las calles de nuestras ciudades a multitud de jóvenes luciendo
piercings de todo tipo y también cada vez más, a jóvenes y adultos
con multitud de colgantes en cejas, orejas o nariz. Si consultamos
las páginas de Internet a la búsqueda de estos especímenes,
podremos observar verdaderas atrocidades realizadas en los cuerpos de
los amantes de esta estética de chatarrería.
Con los tatuajes ocurre algo parecido.
Se han puesto de rabiosa actualidad y hasta por las playas van
tatuadores que te ofrecen dibujos con tintas indelebles, en
sustitución de los tradicionales tatuajes, todo por tal de lucir un
dibujo en la piel, siquiera sea por pocos días.
Quién no recuerda aquel dicho: “Tiene
más letras que los brazos de un legionario”; y es que siempre
hemos visto esos brazos tatuados burdamente con un corazón
sangrante, un crucifijo, un nombre de mujer, o el omnipresente “Amor
de Madre”.
Pero eso era cosa de los legionarios,
y también de algunos delincuentes, sobre todo los pertenecientes a
ciertas “familias”.
Parecía que el resto de los mortales,
los que nos podríamos considerar de la aplastante mayoría de los
discretos, no íbamos a sucumbir ante la extraña fiebre de llenar el
cuerpo de dibujos. Cierto es y, justo, por tanto, el reconocerlo, que
entre esos dibujos, se observan a veces verdaderas obras de arte.
Y es que estas modas locas se imponen
a nivel mundial con una velocidad increíble y en determinados
sectores de edad, prenden como el fuego en la maleza seca. A veces,
situaciones realmente deplorables dan lugar a una moda, como la muy
reciente de llevar los pantalones por debajo de las caderas, casi a
punto de caerse, “desfondillados” y arrastrando por el suelo.
Nunca se me habría ocurrido pensar
que eso fuera bonito, pero mucho menos cuando sabes de donde procede
la moda.
La historia de esta novedad es muy
sencilla: en las prisiones y centros de reeducación, de Estados
Unidos y de casi todas las partes del mundo, no permiten que los
internos lleven cinturón, por lo que a veces los pantalones se les
van cayendo. Pues bien, en aquel país, cuando los reclusos salían a
la calle, continuaban llevando los pantalones de la misma manera,
quizás para presumir del dudoso honor de haber estado en “el
talego”, quizás para
reconocerse entre los congéneres.
Y de esa costumbre de delincuentes,
una moda para nuestros hijos, a los que les parece que llevar los
fondillos del pantalón por las rodillas es la cosa más maravillosa
del mundo.
Hay quien defiende que el tatuaje no
es una moda. Puede que esté en lo cierto, porque por definición,
moda es algo que cambia con los tiempos y los gustos.
El afán de tatuar el cuerpo es tan
antiguo como el hombre moderno. En el año 1991, congelado en el
interior de un glaciar, se halló el cuerpo de un cazador del
neolítico que presentaba tatuajes en la espalda y las piernas. El
Neolítico es la Edad de Piedra, es decir, hace más de seis mil
años. En excavaciones arqueológicas se han hallado huesos tallados
como finas agujas, junto con cuerpos momificados en los que se ven
señales de tatuajes. Evidentemente no es una moda lo que ha
permanecido en el tiempo.
Pero a veces, aretes y tatuajes, han
tenido otra significación y esa es la que me propongo relatar y
ensalzar en estas líneas.
La tradición arranca entre los
marinos de antaño. Aquellos aguerridos navegantes que haciendo un
derroche de valor, se lanzaron a aventuras tan arriesgadas, que aún
ahora las vemos como míticas.
Fueron primero los portugueses los que
se aventuraron por el Océano Atlántico, descubriendo las Islas
Madeira, después las Azores y más tarde las de Cabo Verde;
consiguieron salvar el obstáculo psicológico que suponía el Cabo
Bojador, en el sur de Maruecos y bajaron por la costa africana.
Descubrieron Guinea Bissau, Sierra Leona, el Golfo de Guinea, Angola
y así hasta que en 1487 llegaron a la punta más meridional de
África.
Pero es realmente después de Colón,
cuando las naciones más poderosas de Europa se dan cuenta de que
España y Portugal les llevan mucha delantera y se ponen a la tarea
de organizar viajes por todos los mares apenas descubiertos. Fueron
muchos navegantes de estos países los que se lanzaron a la aventura
de descubrir nuevas tierras y para ello recorrieron mares
inexplorados, sufrieron tormentas, naufragios y muchas otras
calamidades.
En la marina de los siglos XVI al XIX,
en la que se navegaba a vela, cualquier navegante, además de marino,
era un guerrero, al que gustaba contar sus hazañas y vanagloriarse
de ellas en las charlas de tabernas. Muchos presumían de sus viajes
y sus heroicidades, rivalizando con todos los demás y así, lucían
cicatrices y amputaciones como trofeos de gloria.
Innumerables eran las gestas que podía
realizar un marino, pero había algunas muy concretas que se
valoraban sobremanera. La primera era haber pasado por el Cabo
de Hornos.
Como todos sabemos, Hornos
es la punta más meridional de América, cerca de la Antártida, en
la llamada Tierra de
Fuego, un archipiélago
casi deshabitado, bautizado así por Magallanes, al observar las
fogatas y humaredas que salían de la tierra en donde se encuentran
el Océano Atlántico y el Pacífico y en donde la climatología no
es precisamente para poner un hotel balneario. Las fogatas eran la
forma que tenían los indígenas de la zona de defenderse del
tremendo frío.
Zona de permanentes tormentas, los
distintos niveles que tienen ambos Océanos y que obliga al sistema
de exclusas del Canal de Panamá, se estabilizan en ese punto
produciendo unas corrientes y oleajes que han proporcionado al Cabo,
la merecida fama que posee. La constante presencia de icebergs
hace aún más peligrosa la navegación.
Lo normal, para ir de uno a otro
Océano es cruzar por el Estrecho
de Magallanes, pero ha
habido momentos en que las estrategias no lo aconsejaban y los
navegantes se arriesgaban a cruzar por el Cabo.
El hecho en sí ya era una gesta digna
de ser contada y para su reconocimiento, los navegantes que la
realizaban, solían hacerse un tatuaje en el brazo izquierdo.
Cabo
de Hornos visto desde el Sur
Bueno, no todos en el izquierdo,
algunos se lo hacían en el derecho, pero ese brazo estaba reservado
a los oficiales que quisieran tatuarse.
La costumbre se fue extendiendo y
muchos navegantes creyeron oportuno ampliarlo con el paso de otro
lugar emblemático: el Cabo
de la Tormentas.
Aunque tradicionalmente se viene
diciendo que el cabo que descubriera el portugués Bartolomé
Díaz, después de
haber soportado una terrible tormenta −de ahí su nombre−, es la
punta más meridional de África, lo cierto es que no es así, pues
la punta más al sur es el Cabo
de las Agujas (Cabo
Agulhas), descubierto también por Bartolomé
Díaz en el mismo
viaje.
El rey de Portugal Juan
II, cambió el nombre
de Cabo de las Tormentas por el de Buena
Esperanza, porque le
hacía pensar que traspasado aquel punto, la ruta hacia las Indias
Orientales estaba libre.
Lo cierto es que sin la tremenda
peligrosidad de Hornos, navegar a vela por el sur de África, era
también una gesta digna de ser recordada y los navegantes adoptaron
una nueva forma de pregonarlo que era con un nuevo tatuaje en el otro
brazo.
Hito
que señala el punto de unión de los dos Océanos en el Cabo Agulhas
La navegación fue progresando y
muchos navegantes consiguieron los dos tatuajes, pero fue a partir de
1800, cuando se comenzó la colonización Australia y Abel
Tasman descubrió la
isla de Tasmania,
que lleva ese nombre en su honor, que los intrépidos marinos
tuvieron la oportunidad de agregar un nuevo trofeo a la lista de sus
heroicidades.
Se trataba ahora de pasar por debajo
del continente, por un cabo llamado Leeuwin,
en la zona sur-occidental de Australia, en la Colonia denominada
Australia del Oeste. Su nombre se debe al barco holandés que lo
descubrió en 1622: De Leeuwin, que quiere decir “El
Leones”.
La navegación por aquellos mares era
altamente complicada. De todos es sabido el clima extremadamente malo
de Nueva Zelanda, nuestras antípodas, pues bien, para pasar por Cabo
Leeuwin, era necesario
entrar o salir por el proceloso Mar de Tasmania, bordear esa isla,
que pertenece a Australia o arriesgarse a pasar por el Estrecho de
Bass, zona muy peligrosa por los innumerables bajíos, roquedales y
pequeños islotes, en donde naufragaron multitud barcos y por
último, navegar a todo lo largo de la costa sur del continente,
hasta salir por la otra punta.
Esa proeza requería también de un
público reconocimiento, pero ya no quedaban brazos para tatuar, así
que se hubo de inventar otro sistema para dar notoriedad pública a
la tercera hazaña náutica.
Faro
de Cabo Leuwin
Y la solución vino de manos de los
pendientes que bastantes navegantes y sobre todo piratas, usaban. Los
tatuajes se sustituyeron por un arete en una oreja, por el Cabo
de Hornos, en la otra
por el de Buena Esperanza
y en la nariz por el de Leeuwin.
Los aretes, como elementos
decorativos, estuvieron de moda desde la más remota antigüedad,
pero su uso estaba reservado casi exclusivamente a las mujeres. Al
menos en las civilizaciones occidentales.
Cuando en épocas remotas, un hombre
usaba un arete, quería dar a entender su carácter de oriental. Así,
su uso estuvo muy extendido entre los árabes.
El Renacimiento los puso de moda para
ambos sexos y se mantuvo de actualidad hasta que se impusieron las
pelucas, a partir del siglo XVIII, que al ocultar las orejas, hacía
innecesario su adorno.
Pero los navegantes los siguieron
usando y mientras navegaron a vela, fueron agregando aretes a su
rostro, siempre que cumplían con una de las tres proezas descritas.
A mediados del Siglo XIX, el vapor
sustituyó a la vela y siendo muy peligrosas las rutas que se han
mencionado, la posibilidad de gobernar un barco sin depender de la
dirección del viento, supuso tal avance que sustrajo muchos enteros
a la peligrosidad de navegar al sur de los tres grandes cabos y la
costumbre fue cayendo en desuso, hasta que, al final, ha quedado para
la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario