Publicado el 13 de junio de 2010
El primer crucigrama moderno, tal como
hoy lo conocemos, se publicó en un suplemento dominical del
periódico llamado New
York World, propiedad
de Joseph Pulitzer,
el día 21 de diciembre de 1913.
Su inventor fue un trabajador de aquel
periódico llamado Arthur
Wynne, que se empleaba
en la sección dominical denominada Fun
y al que, en cierto momento, se le exigió que incorporase a la
edición una especie de juego o de acertijo.
Wynne,
de ascendencia inglesa, recordó un juego, especie de rompecabezas,
que su abuelo le había enseñado a resolver de pequeño y que se
trataba de un antiguo entretenimiento de la sociedad victoriana
inglesa. El juego se llamaba el Cuadrado
Mágico y consistía en
colocar palabras que se pudieran leer en horizontal y en vertical.
Wynne
introdujo sus correspondientes variaciones, colocó cuadros en negro
para complicar las cosas e hizo que el lector tuviera que deducir la
palabra a colocar en cada hilera, a partir de las explicaciones que
daba en el texto; tal cual lo conocemos hoy.
Desde aquella formidable idea, el New
York World, elevó su
tirada a más de medio millón de ejemplares diarios.
Pero no fue esta la primera vez que la
imaginación asaltó las páginas de los periódicos, ya antes se
habían realizado numerosos esfuerzos para captar la atención de los
lectores, de sus esposas e incluso de sus hijos.
A día de hoy y para incentivar la
venta de periódicos en los fines de semana, te hacen llenar la casa
de publicaciones: suplementos, guías de TV, magacines, revistas,
libros de regalos, videos, pañuelos, pareos, cuberterías, colección
de porcelanas, de escudos, de… de todo y todo de lo más aburrido.
Ya se ha agotado la imaginación, aunque también es posible que se
hayan agotado los recursos que la imaginación puede poner a
disposición de los editores, pues la verdad es que está todo visto
y todos los caminos andados.
Hace algo más de un siglo la cosa era
muy diferente. Entre los magnates del periodismo se disputaban a los
cerebros que eran capaces de excitar el interés de las masas de
lectores con sus ideas innovadoras. Y no era necesario regalar nada
de lo que ahora parece imprescindible.
En la pugna abierta en Nueva York
entre Joseph Pulitzer,
creador del premio que lleva su nombre y William
Randolph Hearst, otro
magnate de los negocios relacionados con la información, éste
consiguió contratar a un dibujante de la competencia, llamado
Richard Felton Outcault,
al que se ha considerado el padre de las historietas.
Outcault
había publicado en 1894, en una revista llamada Truth,
una tira animada, una especie de gran viñeta abigarrada en el que se
mezclaban, sin mucho orden, un sinfín de personajes y en el que
aparecía un chico que representaba un papel secundario. Más tarde,
el chico se convirtió en protagonista de las viñetas que empezó a
publicar en el New York
World y en las que
comenzó a llamarlo “El
Chico Amarillo” por
la única razón de que en aquel tiempo, en el que se incorporó la
impresión coloreada a los periódicos neoyorquinos, al protagonista,
su creador lo pintaba de ese color.
Fue tal la popularidad que la tira
cómica alcanzó, que el magnate Hearst,
no ahorró esfuerzos para hacerse con los servicios del dibujante,
arrebatándoselo mediante sustanciosos sueldos, a la empresa de
Pulitzer.
La falta de escrúpulos es una de las
notas más destacadas en la ferocidad que las empresas de todo tipo,
pero fundamentalmente las del sector periodístico, demuestran en los
Estados Unidos y los empresarios no paran en barras para conseguir
las cotas de mercado que necesitaban para sus negocios.
Este personaje, Hearts,
es el magnate del mundo de la comunicación en el que se inspiraron
Orson Wells y Joseph
Mankiewick para el
personaje de Ciudadano
Kane, la película que
algunos consideran la mejor de cuantas se han hecho. Hay quien dice
que no es que se inspiraran, es que fusilaron toda su vida, incluso
con interioridades de tal magnitud que hicieron que Hearst
llegase a poner una demanda que a la postre no prosperó.
Pues bien, el Chico
Amarillo, cuyo nombre
era Mickey Dugan, empezó a publicarse en el World
de Pulitzer
hasta el año 1897, en que pasó a la competencia y se publicó en
Journal,
propiedad de Hearst.
El fondo de las historias era casi
siempre el mismo, un retrato de una miserable callejuela: Hogan’s
Alley, o Callejón
del Puerco, como se
tradujo al castellano; calleja de los bajos fondos, plasmada en una
página en la que los personajes se comunicaban por las frases
escritas sobre sus cuerpos y en el caso del protagonista, sobre su
camisola amarilla. Retrato de una vida tumultuosa, con actos de
sadismo y violencia, que alcanzó tal éxito, que aquellas
historietas, conocidas por el nombre de un color, acuñaron un
término que ha llegado intacto hasta el día de hoy: El
Amarillismo, nombre
para describir un tipo de periodismo mentiroso, zafio y sin
escrúpulos, tan al gusto de buena parte de muchas sociedades.
Una
de las viñetas del Chico Amarillo
Y este personaje y aquel arcano del
moderno comic,
no terminaron ahí su intervención y su influencia en los
acontecimientos posteriores, porque El
Chico Amarillo es el
nombre de guerra por el que fue conocido un personaje singular donde
los haya: Joseph Weil.
Y muchos dirán ¿y quién es ese tal
Weil? Y lo harán con toda la razón, porque he de confesar que hasta
hace poco tiempo, yo tampoco conocía a este personaje, aunque le
había admirado enormemente desde mi ignorancia.
Joseph “Yellow Kid” Weil,
nació en Chicago en 1887 y vivió ciento un años. Era hijo de unos
inmigrantes alemanes y desde pequeño destacó por tener una
imaginación prodigiosa.
Era poco aficionado al trabajo serio y
habitual, al que su padre quería acostumbrarlo, empresa que le
resultaba imposible, porque el joven Joseph se perdía constantemente
en ferias y atracciones, en donde indudablemente estaba su mundo.
Su contribución al mundo fue poca y
lo poca que fue, tuvo un signo negativo, porque Yellow
Kid Weil ha pasado a la
historia de los Estados Unidos como el más hábil estafador de todos
los tiempos.
Tan grandes fueron sus estafas, las
cuales preparaba minuciosamente, que terminó su vida cómodamente
retirado y con una fortuna considerable.
A Weil
se debe el timo más grande llevado a la pantalla del cine en una
película memorable llamada El
Golpe (The Sting) y que
protagonizan Paul Newman
y Robert
Redford,
entre otros.
El timo del Telégrafo, que es el
nombre que recibe la trama urdida para estafar importantes cantidades
de dinero a potentados que se sienten demasiado atraídos por el
dinero de las apuestas, es invención de este personaje el cual dio
el timo en varias ocasiones y llegó a utilizar hasta cien “extras”
para desempeñar diferentes papeles, tal como se ve perfectamente
reflejado en la película.
Joseph
Weil
Puede parecer que un timador es
alguien que se aprovecha de la codicia de sus víctimas y, sin
escrúpulo alguno, le arranca hasta el último céntimo. Muchas veces
es cierto pero, a veces, se plantea la duda de a quien corresponde
mayor culpa en la acción, porque el timador, conscientemente y de
manera preparada, es culpable del engaño en que sumerge a la
víctima, pero ésta, de manera impensada, sobrevenida, deja aflorar
su afán de lucro y viendo la posibilidad de obtener un fácil
beneficio, se deja llevar por sus instintos y se enreda en la malla
que el timador le ha tendido. En toda la operación es absolutamente
imprescindible que la víctima quiera engañar a su timador. Esa es
la esencia de todo timo.
Joseph Weil
era un timador de alto copete, no era un iletrado que daba pequeños
timos del “toco mocho”,
engañando con la lista trucada de la lotería o los billetes de
banco convertidos en “estampitas”.
Era un pensador. Un filósofo del delito que estudiaba a las personas
a las que pensaba estafar y les creaba el ambiente adecuado a su
personalidad codiciosa. Los ensalzaba y encumbraba, los engreía con
pequeñas ganancias y al final, los estoqueaba con una estafa de la
que a veces les costaba recuperarse.
Weil,
en su faceta de filósofo y sociólogo, decía: “Las
mentiras eran la base de mis tramas. La mentira es cautivadora, un
invento que, adornado, se puede convertir en fantasía. La verdad es
fría, la realidad tal cual, no es tan fácil de asimilar. Una
mentira es más agradable. La persona más detestable del mundo es la
que siempre dice la verdad".
El primer timo que le hizo famoso era
el del perro de raza.
Más o menos la historia era así: Un
señor, bien vestido y con modales refinados, entra en una cafetería
y se sienta, compungido, en la barra o donde haya mayor número de
personas cerca. Cuando le van a servir, comenta que acaba de
extraviar a su perro de una raza rarísima que él se inventa, y
describe al animal. Luego empieza a hablar al camarero y a los demás
asistentes de las características del perro y de que es considerado
en Europa como el perro de la nobleza. Destrozado por la pérdida de
su mascota, deja caer que estaría dispuesto a pagar hasta quinientos
dólares por recuperarlo; por fin se despide diciendo que va seguir
buscando, pero que volverá a la cafetería, por si allí pudieran
darle alguna noticia de su querida mascota.
Minutos más tarde entra un golfillo
con un perro callejero que se acaba de encontrar. Dice que no sabe
qué hacer con él y que estaría dispuesto a venderlo.
No falta quien le ofrezca cincuenta o
cien dólares, a lo que el golfante se niega, alegando que debe ser
un perro de alguien adinerado, pues lleva collar y correa caros.
Cuando la oferta sube a los doscientos o trescientos dólares,
entrega al pobre can y se marcha con el dinero en el bolsillo.
Normalmente los dos personajes los representaba el propio Weil,
que, por supuesto, nunca más volvía por aquella cafetería.
La materia prima es barata. Se trata
de ir a la perrera a por otro perro, comprar un collar y una correa y
realizar la operación unas esquinas más allá. Chicago era
suficientemente grande para dar el timo miles de veces, antes de que
fuera necesario trasladarse a otra ciudad.
En una ocasión, lo mismo que se ve en
la película El Golpe, en la que crean una oficina de apuestas de
carreras de caballos, Weil
montó una sucursal de un banco para engañar a un multimillonario
americano al que le vendió unas tierras improductivas que
supuestamente contenían unas inmensas bolsas de petróleo. El Chico
Amarillo cuidó hasta
el último detalle y obtuvo un botín de quinientos mil dólares de
la época. Claro que tuvo que repartir entre varias docenas de
amiguetes que hicieron los papeles fundamentales del timo.
No ha sido la del “Chico
Amarillo” la única
aportación a la nomenclatura moderna. En algunas películas hemos
visto cómo los agentes del FBI, la DEA o de la CIA norteamericanos,
realizan sus entrenamientos en unas ciudades fantasmas en las que
conviven los narcotraficantes, los terroristas, los asesinos en
serie, los violadores, los atracadores de bancos y los policías, en
un “totum revolutum”
que solamente se podría dar en la ficción. Pues bien, en el año
1987, en la Base Militar de Quantico,
Virginia, a unos sesenta kilómetros al sur de la capital de los
Estados Unidos, en una zona de bellísima vegetación, se construyó
una ciudad de estas características en las que los escenógrafos y
decoradores más importantes de Hollywood, junto con arquitectos y
otros técnicos, diseñaron una ciudad de características similares
a las de cualquier pueblo norteamericano.
Y ese pueblo, en el que conviven
personajes de todas las extracciones sociales, delincuentes de todos
los calibres y sinvergüenzas de la peor estofa, fue bautizado como
Hogan’s Alley,
en honor de aquel Callejón
del Puerco en el que se
mezclaba todo el lumpen neoyorquino. Es curioso cómo relacionó la
memoria aquel lugar del comic,
con la escena en la que se quería aprender el tratamiento policial a
las más violentas conductas humanas.
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