Publicado el 27 de junio de 2010
Todos los días, miles de veces al
día, usamos la palabra electricidad y qué pocas veces nos hemos
preguntado qué quiere decir realmente esa palabra y por qué se
llama así a la corriente de ese extraño fluido que llega hasta
nuestras casas y nos proporciona toda clase de confort.
Como muchas de las palabras que
conforman nuestro vocabulario, la palabra electricidad viene del
griego “elektron”
que significa “ámbar”.
Su nombre procede de un experimento realizado por Tales
de Mileto, el primero y
el más famoso de los siete sabios de Grecia, en el año 600 antes de
nuestra era y cuando observó que un trozo de ámbar, al ser frotado
contra un paño de lana o un trozo de piel, era capaz de atraer
pequeñas cosas y si frotaba por gran espacio de tiempo, llegaban a
saltar chispas.
La capacidad de aquella resina de
atraer pequeñas cosas, se asoció con otro fenómeno que se había
apreciado en unas extrañas piedras descubiertas cerca de la ciudad
de Magnesia,
las cuales tenían la capacidad de atraerse unas a otras. Aquel
fenómeno, hoy completamente estudiado y aclarado, debe el nombre de
magnetismo a la zona en la que se observó por primera vez. El
magnetismo es una de las facultades creativas que posee la
electricidad y que mejores resultados ha proporcionado.
Pero el objetivo de este artículo es
hablar de la electricidad como proporcionadora de luz y cómo llegó
la luz eléctrica a nuestras ciudades y hogares.
Si preguntamos quien inventó la
lámpara eléctrica, casi todo el mundo contestará que fue Tomás
Alva Edison y es
cierto, al menos eso es lo que consta en la patente número 223.898
que le fue concedida el 27 de enero de 1880 por el Gobierno de los
Estados Unidos.
Todos sabemos lo que es una lámpara
de filamento incandescente, a la que en España llamamos bombilla y
que ha sido uno de los mejores inventos de la humanidad, pues desde
hace casi siglo y medio nos viene proporcionando luz a las oscuras
noches, tanta, que casi podemos hacer en ese período de oscuridad,
las mismas cosas que de día.
Lo que muy posiblemente no se conozca
tan bien es que la bombilla, de las aplicaciones prácticas de la
electricidad, es la que menos resultado produce, con mayor consumo.
Me explicaré mejor: del total de energía consumida para producir
luz, mediante la incandescencia de un filamento que actualmente es de
tungsteno (Wolframio), pero que en principio era de bambú
carbonizado, un 25% se transforma en calor que no sirve para otra
cosa que para quemarse las manos aquel que toca una bombilla
encendida; un 60% se trasforma en radiaciones no perceptibles por el
ojo humano, como son la luz ultravioleta o la infrarroja y solamente
el 15% de la energía consumida, se transforma en luz aprovechable.
En el momento actual, la situación es
otra, pues las lámparas de filamento incandescentes casi no se usan
y han sido sustituidas por las de bajo consumo, halógenas,
fluorescentes, etc.
Para hacer un poco de historia, es
necesario señalar que Edison
era un ferviente defensor de la corriente eléctrica continua, que es
la que, por ejemplo, proporciona una batería o una pila, pero ese
tipo de electricidad no se usa nada más que en determinados
aparatos. Toda la energía que se produce, se transporta y se
consume, es de corriente alterna. Y en el campo de la corriente
alterna, casi todo se le debe a un científico serbio, del que ya
hablé en un artículo hace tiempo: Nikola
Tesla, un ingeniero que
emigró muy joven a los Estados Unidos, y que actualmente es
reconocido como un cerebro adelantado a su época, posiblemente más
que el propio Edison.
Tesla
apostó por la corriente alterna y demostró que tenía razón, pues
es mucho más fácil de producir y de transportar.
Pero la electricidad no era en aquel
momento una energía popular, es más, mucha gente le temía como a
algo a lo que no encuentra explicación. Todo el mundo sabe que los
combustibles arden hasta quemarse por completo o que el gas que fluye
por una tubería es capaz de mantener encendida una llama durante
mucho tiempo, pero que por el interior de un cable metálico se halle
corriendo a una velocidad impensable, un fluido que se llama
electricidad, es algo que muchas personas no eran capaces de
comprender y eso originaba rechazo. La pública aceptación de la
electricidad como energía capaz de producir luz, se consigue cuando
se hace funcionar una bombilla de forma ininterrumpida durante 48
horas sin que haya que repostar el petróleo usado en las lámparas
antiguas, ni que hacer fuego para encenderla y sin que su función
haya dejado el menor rastro de suciedad o residuos. El experimento,
debidamente publicitado, tiene la virtud de hacer comprender a la
sociedad que se halla frente a un avance de la técnica muy
importante y los gobiernos, sobre todo los municipales, inician en
cada ciudad, los trabajos necesarios para sustituir las viejas
farolas de petróleo o de gas, por modernas luminarias con bombillas
incandescentes.
Thomas
Alva Edison
El progreso es imparable, aunque en su
camino dejó detrás y en una complicada situación, a toda una
legión de profesionales del alumbrado que eran conocidos como “los
faroleros”.
Los faroleros eran aquellos hombres
que con una larga pértiga en cuya punta llevaban una especie de
garfio y un pabilo encendido, iban, una por una, todas las farolas
del pueblo, abriendo la llave del combustible y prendiendo la mecha,
en una doble maniobra, de encendido a la caída de la tarde y apagado
a la salida del sol.
Tanto prendió el farolero en mis
recuerdos de aquella España de los años 40 y 50 que aún me viene a
la mente, con cariño, cómo en mi casa, cuando la bombilla que
triste y mortecina nos iluminaba en las largas noches de entonces,
empezaba a titilar, señal inequívoca de que de un momento a otro
nos iba a dejar a oscuras, cantábamos con fuerza: “farolero,
pum, pum; que se encienda la luz”;
una y otra vez hasta que se normalizaba, o se iba definitivamente,
momento en el que mi madre sacaba el quinqué y mi padre lo encendía.
Ya no se podía leer, ni escuchar la
radio, así que todos a la cama y al día siguiente, en el colegio,
nos justificábamos por no haber hecho los deberes: es que se fue la
luz.
La primera ciudad del mundo que se
iluminó con energía eléctrica, no fue ninguna gran ciudad, ni
siquiera conocida, es más, se trata de una pequeña villa del estado
norteamericano de Indiana, llamada Wabash,
relativamente cerca de Chicago, capital del estado de Illinois.
Fue el 31 de marzo de 1880 cuando el
alcalde de la ciudad subió el machete que conectaba los dos polos
del tendido eléctrico que recorría la ciudad y, de manera
instantánea, para asombro de todos los presentes, la ciudad quedó
iluminada.
En principio, la iluminación pública
se realizaba con corriente procedente de generadores locales que los
ayuntamientos de las diferentes ciudades fueron adquiriendo para
sustituir la iluminación por gas, fuente de numerosos problemas y de
catástrofes producidas por incendios y explosiones.
Curiosamente en Europa, tampoco fue
una gran ciudad la primera en iluminar sus calles con luz eléctrica;
fue una ciudad rumana que de no tener un club de futbol de cierto
renombre, nadie conocería. Se trata de Timisoara,
al oeste de Rumania y cerca de la frontera con Hungría. Pues bien,
esa ciudad, perdida en el centro de Europa, fue la primera en
alumbrarse con luz eléctrica.
En España no hemos sido distintos a
lo que hemos visto que ocurrió en América y Europa.
No fue Madrid, ni Barcelona, ni
ninguna capital de provincia la primera ciudad española en
iluminarse eléctricamente.
Es más, casi no era una ciudad, algo
más que una pequeña villa en la cornisa cantábrica que contaba con
la fortuna de que en ella nació un hombre insigne: Antonio
López López, primer
Marqués de Comillas,
que después de marcharse a hacer las Américas, como se decía
entonces a los que probaban fortuna en el Nuevo Mundo, volvió a
España tan inmensamente rico y poderoso que llegó a alternar con el
rey Alfonso XII,
el cual le concedió el título de marqués de su pueblo natal.
Comillas,
en la provincia de Santander fue, gracias a la intervención del
indiano Antonio López,
la primera ciudad española en contar con luz eléctrica en sus
calles y eso ocurría el año 1881, apenas un año después de que la
electricidad hubiera alumbrado una ciudad por primera vez en la
historia.
En aquel verano, Antonio
López, invitó a su
majestad el rey a que celebrase en su pueblo un Consejo de Ministros
y con motivo de tan egregio acto, en aquella pequeña ciudad costera,
se inauguró el alumbrado eléctrico que era, en definitiva, lo que
Antonio López quería que el rey y sus ministros presenciaran.
El Marqués de Comillas es un
personaje entrañable y querido en Cádiz, aunque no era éste que
impulsó la electricidad, sino su hijo Claudio
López Brú, segundo
Marqués de Comillas en cuya memoria, la ciudad de Cádiz puso su
nombre a una de las alamedas más bonitas de España.
La vinculación de este personaje con
nuestra ciudad se debe a que la familia López era la propietaria de
la Compañía Trasatlántica Española, muchos de cuyos barcos salían
de Cádiz para enlazar con los diferentes puertos del continente
americano y con las Islas Filipinas. Su intervención en la Guerra
Hispano Estadounidense fue crucial y su enorme colaboración fue
agradecida por la ciudad de Cádiz.
La segunda ciudad en llevar a sus
calles el alumbrado eléctrico tampoco fue ciudad de relumbrón.
Nuevamente, una pequeña villa con un benefactor indiano, gano la
partida a las grandes ciudades ricas e industriosas. Esta vez fue en
el centro de la Península, en un pueblo que de no ser por este
detalle y por la pujanza económica que había alcanzado en el
momento de la inauguración de su alumbrado, nadie se acordaría de
él.
Se trata de Villalgordo
del Júcar, un
municipio de la provincia de Albacete casi rayano con la de Cuenca en
la que a mediados del siglo XIX (1842), llegó Santiago Gosálvez, un
alicantino, natural de Alcoy que había hecho fortuna y regresaba con
la cabeza llena de proyectos y los bolsillos llenos de duros.
Pronto instaló en aquella ciudad una
fábrica de harinas, aprovechando la enorme cosecha de trigo que
aquella zona produce y luego otra fábrica de hilados.
Pero el más importante desarrollo
tecnológico que sufrió la población y los municipios colindantes,
fue la creación de la segunda fábrica de España productora de
papel continuo, lo que de inmediato dio enorme realce al pueblo.
Hay que pensar que en aquella época
se produce el despegue de la prensa y cada ciudad que se precie,
comienza a lanzar sus periódicos con un sistema de prensas para las
que el papel continuo era imprescindible, como lo sigue siendo hoy.
Algunos años después, cuando
comenzaba el siglo XX, un hijo del benefactor, llamado Enrique mandó
construir el Palacio de Gosálvez, actualmente en estado ruinoso que
se pretende reconstruir y que tenía el aspecto que se refleja en la
fotografía y que da perfecta idea del esplendor que pudo alcanzar la
familia y el lugar.
Maqueta del palacio
estilo versallesco
Poco después de que Comillas
encendiese su alumbrado, Villalgordo
del Júcar hacía lo
propio y así, dos municipios humildes, sacados del anonimato por sus
benefactores, se adelantaron a las industrializadas ciudades de
Barcelona, que en 1875 había instalado la primera central eléctrica
comercial que suministraba energía a talleres y particulares,
Bilbao, Valencia, e incluso, la capital del reino, Madrid, que
construyó la primera central eléctrica en 1881, cuando Comillas ya
tenía alumbradas sus calles.
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