Publicado el 4 de octubre de 2009
Así es como se conocía, tiempo
atrás, lo que hoy llamaríamos “patente”.
Hace cuatro siglos, o más, ya existía
en España y en todos los países civilizados de nuestro entorno, un
registro al que acudían los inventores con la finalidad de registrar
sus inventos y evitar que algún desaprensivo pudiera apoderarse de
él.
No tenemos en España fama de haber
sido grandes inventores, no hemos destacado en ese terreno, salvo con
alguna genialidad completamente aislada que no viene nada más que a
demostrar que los españoles somos gente diferente.
Recuerdo que en mis años de
estudiante, tuve un excelente profesor de física, del que lamento no
haber sabido extraer todo el jugo cuanto, por bien seguro, contenía.
Este profesor, era un físico eminente que había escrito, junto con
otro profesor de física, un texto con el que estudiábamos en lo que
entonces se llama curso preuniversitario.
Este profesor dio clases en distintos
institutos de Cádiz y en la Escuela de Peritos. Decía, y no le
faltaba razón, que al estudiar las materias técnicas, se echaba muy
en falta la existencia de un Teorema de Pérez, o Leyes de Martínez,
por no hablar de los inventos de Gutiérrez o Rodríguez.
Es cierto, se echa en falta. ¡Qué le
vamos a hacer! No se nos ha llamado por ahí.
Los griegos se salieron con los
avances en conocimientos matemáticos, físicos, astronómicos y de
todo lo demás: Teorema de Pitágoras, Teorema de Tales, Postulados
de Euclides, Principio de Arquímedes y un etcétera interminable,
hasta el extremo de que, de todo aquello que resultaba imprescindible para
el desenvolvimiento normal de la vida, dejaron poco por averiguar y
el conocimiento se detuvo.
El Renacimiento retoma el testigo y se
produce un nuevo avance, centrado principalmente en las repúblicas y
principados italianos de los siglos XIV y XV: Copérnico, Galileo y
sobre todos, Leonardo Da Vinci.
Mientras que el conocimiento en el
mundo va de griegos a renacentistas, en España, de la protohistoria
pasamos a la oscura Edad Media, al azote musulmán y la Inquisición.
Y salvo alguna figura descollante, nos arrastramos ramplonamente en
el mundo del conocimiento y pasamos desapercibidos para el resto de los mortales; a pesar de haber arrojado a los moros, unido todo el
territorio peninsular en lo que sería el primer Estado Moderno
y, haber descubierto un Continente, reptamos en la oscuridad, la
mediocridad y el fanatismo religioso.
Garcilaso de la Vega, Cervantes, Lope
de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca, Baltasar Gracián, y también
un largo etcétera, nos sacan, con la literatura, la espina
profundamente clavada de nuestras carencias en otros campos.
Miguel Servet, aragonés universal,
hace un importante descubrimiento sobre la circulación de la sangre,
pero siguen sin aparecer los Pérez, los Rodríguez, los Gutiérrez
que mi profesor añoraba.
A la cabeza de todos aquellos
inventores, descubridores, hombres de ciencia y personas destacadas
en general, se coloca Leonardo
Da Vinci, que sin
ningún género de dudas y por méritos propios, merece semejante
lugar.
Da
Vinci, diseña el
submarino, el paracaídas, el avión, ingenios militares y todo lo que
vino luego. Dibujó mucho, porque era un dibujante excepcional, pero
se quedaba siempre ahí.
Bocetos y más bocetos, sobre todo lo
imaginable y bellos por sí solos, pero no existe mucha constancia de
que se metiera en un taller a poner en práctica lo que inventaba,
pues muchos de ellos eran irrealizables en la época.
Un siglo después del genio Da
Vinci, vino al mundo
otro genio, otra persona de similar envergadura inventora, pero ésta
no era ni griega, ni italiana, ni siquiera francesa o alemana que ya
empezaban también a estar de moda. Esta persona era un español,
navarro por más señas y se llamaba Jerónimo
de Ayanz y Beaumont.
En sus biografías se dice de el:
militar, geógrafo, pintor, músico y sobre todo, inventor.
Dice el profesor de la Universidad de
Valladolid, don Nicolás
García Tapia, en su
estudio denominado Ingeniería e Invención en el Siglo de Oro, que
así como en las letras y las artes, esa época ha sido muy bien
estudiada, no ocurre lo mismo en la vertiente científica y
tecnológica y en éste último campo, se ignora casi todo y se
mantiene el tópico de la escasa aptitud de los españoles para la
técnica y la invención, siguiendo la manoseada frase de Miguel de
Unamuno: que inventen ellos.
En definitiva, que no hay teoremas de
Pérez o inventos de Martínez, por mor de la escasa predisposición
nuestra a descubrir otras cosas que no sea guerreando o
aventurándonos en los mares tenebrosos.
Y sigue el profesor García
Tapia diciendo que esa
afirmación es absolutamente falsa y que es en la técnica y en la
ingeniería en donde España dio sus mayores frutos, lo que al
profesor le parece lógico, pues un imperio como el Español, no
puede sustentarse sin buenos ingenios e inventores.
Parece el profesor muy convencido e
inicia un estudio sobre los Privilegios
de Invención.
La primera patente que se otorga en el
mundo que empieza a ser civilizado, es en la República de Florencia,
a mediados del siglo XV y luego otra otorgada por la de Venecia, en
1474. La primera patente española se otorga en 1478.
Siempre se había creído que eso de
patentar un invento era cosa de los ingleses o de los franceses, pero
no fue hasta un siglo después que esos países empezaron a
generalizar la inscripción de los Privilegios
de Invención.
Desde aquella fecha, en España se
inscriben numerosos ingenios, producto del desarrollo de la
tecnología de la época, en la que destacan numerosos inventores, de
entre los que el más importante es Jerónimo
de Ayanz.
Este prodigioso navarro que destacó
desde muy joven por su fuerza descomunal, ocupó muchos cargos
militares, políticos y administrativos entre los que, posiblemente,
el de Administrador General de las Minas de España, fue el más
importante. Esta actividad tuvo tanta importancia en su vida que la
mayoría de sus inventos fueron dirigidos a ese campo.
Y de entre sus numerosos inventos
podemos destacar una balanza de precisión de la que se decía:
“capaz de pesar las patas de una mosca”.
Inventó unos hornos portátiles para
aplicaciones mineras y militares que sustentados sobre unos soportes
similares a las uniones “Cardan” que se emplean en la transmisión
del movimiento en muy diversos mecanismos, conseguían siempre la
horizontalidad.
Una especie de sifón, para el drenaje
de las galerías profundas de las minas, que aprovechaba la energía
sobrante para sacar el agua que se producía de la excavación, fue
puesto en funcionamiento por Ayanz.
El “ingenio
de vaivén”
aprovechaba la fuerza que un hombre ejercía sobre unos pedales a la
vez que tiraba de una cuerda e incorporaba un mecanismo, especie de
balanza, para medir el trabajo realizado, idea que no interesó hasta
muy avanzado el siglo XIX.
Numerosos tipos de molinos para toda
clase de molturaciones, como los de rodillos cónicos, igual a los
empleados en la actualidad para moler el trigo y que se suponían
inventados en el siglo XIX, fueron puestos en funcionamiento por
Ayanz.
Diseñó presas y embalses, a los que confirió su forma curva que
todavía se utiliza, y que da mucha mayor resistencia que las paredes
rectas hasta entonces utilizadas.
Pero sin duda, los más
espectaculares, fueron sus invenciones en el campo del buceo.
En Valladolid, a orillas del río
Pisuerga y ante su majestad el rey Felipe
III, realizó una
demostración de buceo en la que un hombre permaneció una hora bajo
el agua y salió porque el rey, harto de esperar, no quería
marcharse sin saber si aquel hombre sumergido estaba vivo aún. En
realidad era una campana de bucear en la que el aire se renovaba
constantemente por medio de tuberías flexibles.
Llegó a diseñar un submarino que
consistía en una barca totalmente cerrada e impermeabilizada que
contaba con su propio sistema de aireación, remos, para moverse en
el agua y contrapesos para controlar la profundidad.
Sin duda que la invención más
prodigiosa fue la de una máquina que él llamó “Bola
de Fuego” que usaba
el vapor producido por una caldera con horno de leña y que,
comprimido en un recipiente adecuado, se dejaba salir a gran presión,
produciéndose una enorme disipación que servía para renovar el
aire viciado de las minas u otros lugares cerrados. Si este vapor se
enfriaba con agua fría o con nieve, se producía un efecto similar
al del aire acondicionado.
Pero lo que de este invento resulta
más sorprendente es el control de la energía producida por el vapor
de agua, siglos antes de que se pusieran en marcha las máquinas de
vapor.
La Bola de Fuego,
recreada por el Profesor García Tapia
Desde 1598 a 1613, fecha en que le
sorprendió la muerte, realizó y registró más de cincuenta
ingenios, cuyos privilegios le fueron concedidos por el monarca
Felipe III
que sospechando algún fraude en el inventor, envió a dos hombres
sabios de la época: Juan Arias de Loyola y Julián Ferrofino, para
que hicieran una inspección en el taller de inventos de Ayanz.
Quedaron tan sorprendidos que el
propio monarca quiso presenciar la demostración del río Pisuerga
que antes se ha mencionado. Esto figura en un informe confeccionado
por el propio Ayanz:
«Su Majestad quiso ver lo que
parecía más dificultoso, que era poder un hombre trabajar debajo
del agua espacio de tiempo. Así, por agosto del año pasado de 1602,
fue con sus galeras por el río de esta ciudad al jardín de don
Antonio de Toledo, donde hubo mucha gente.
Eché un hombre debajo del agua, y
al cabo de una hora le mandó salir Su Majestad y, aunque respondió
debajo del agua que no quería salir tan presto porque se hallaba
bien, tornó Su Majestad a mandarle que saliese. El cual dijo que
podía estar debajo del agua todo el tiempo que pudiese sufrir y
sustentar la frialdad de ella y la hambre. Quisiera hacer esta prueba
por otros caminos que causarán más admiración, y satisfacer con la
que Su Majestad más gustara de los demás pareceres, como se los
dije y se los di. Respondió que de allí a cuatro días que guardase
memoria de las máquinas que le había dado hasta que
las quisiese ver, pues
por sus ocupaciones no lo hacía entonces».
Jerónimo Ayanz
también se apunto a la iniciativa de calcular la Longitud
como única forma de situarse en la mar. Felipe
II aportó 6.000
ducados y su hijo, Felipe
III, 2.000 más para
quien pudiera vencer la dificultad que suponía situarse en alta mar.
Ayanz
se sintió pronto derrotado cuando comprendió que con un reloj de
suficiente precisión se podría hacer, pero en aquellos tiempos la
construcción de semejante cronómetro era imposible.
Hasta el siglo XVIII, el relojero
Harrison,
no consiguió construir un reloj de esas características.
No describió el efecto Venturi,
que debe su nombre al físico italiano que lo hizo en 1797, y que se
refiere a la circulación de fluídos por un tubo cerrado y la
comprobación de que al aumentar la velocidad de circulación
disminuye la presión; pero usó esta propiedad doscientos años
antes sin saber lo que era. Tampoco descubre el Teorema de
Bernouilli,
en íntima conexión con el de Venturi,
pero lleva a la práctica la ecuación más usada en la hidráulica,
ciento cincuenta años antes de que su descubridor le hubiese puesto
nombre.
Pues bien, de una persona así, como
la descrita, se ha carecido de información durante cuatrocientos
años. No hay un retrato suyo, no hay una referencia histórica,
nada, como si no hubiera existido.
Solamente Lope
de Vega le dedica parte
de una de sus comedias: Lo
que pasa en una tarde,
en donde hace una somera aproximación al personaje, pero más por
los detalles ya explicados de su fuerza hercúlea que por ser un
monstruo de los ingenios, claro que Lope era “El
Fénix de los ingenios”
y quizás no le apetecía que nadie le hiciera sombra.
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